martes, 18 de febrero de 2014

NOCHE EN DECLIVE

La bestia enredada reposa en la playa.
Mi cuerpo se ha soltado y sin embargo
Los nudos y las amarras me arrastran
A un arrecife coralino de turgencias
Ensombrecidas de gracia y humillación.
Una blasfemia tan divina que hunde
Y ahoga todo lo que se le insinúa,
Todo lo que pueda sustentarla
O la exponga ante un espejo demasiado límpido.
Nadie quiere ver lo que ven tus ojos,
Nadie quiere verlos mirar así,
Como pidiendo permiso,
Como pidiendo.
Nadie quiere caricias de molino,
De viento bienhechor, de silbo
Que pasa las horas del asombro.
Que se escurre entre los dientes,
Crujiendo como ensalmo marino
De recia arena atragantada.
El animal se revuelca entre sombras:
Imbécil ante su agonía y su deseo,
Imbécil de sueños y de caracolas.

MARCEL GONTRAND - 18/02/2014


EL INCIDENTE DE LA PLAYA

Él prefería recordarlo como el incidente de la playa. Su amigo le decía que no había estado tan mal, que era una experiencia más de la vida. Siendo cierre de temporada, alto en el camino, días de vacacionar, no había porque tomárselo como una tragedia o un signo de debilidad o estupidez. Nadie suele considerar nada muy seriamente estando en un viaje de placer, ocio o descanso. Que porqué entonces él insistía en echarse culpas o preocuparse por el hecho de que las cosas se hubieran malogrado con aquella mujer que conoció en el parador de Villa Gesell.
Él le respondía que debió haberse dado cuenta a los cinco minutos de compartir la primera cerveza con ella. Haberse dado cuenta de lo loca que estaba, de que no había posibilidades de intimar agradablemente con alguien así, aún en vacaciones. Su vieja amiga siempre le recordaba su tendencia a relacionarse con "minas conflictivas, con rollos y kilombos"; en estos términos se expresaba. Y a la legua se distinguía lo problemática que podría ser esta muchacha. Pero claro, él era el candidato ideal para este tipo de mujeres. 
Ella era cautivante, a qué negarlo. Expresiva y grandilocuente. Una brillante sonrisa, una lengua rápida y condimentada de sarcasmo. Una boca ideal para ser besada,  para ser callada de insensateces, de saturación de agudos, de histrionismo y ampulosidad. Callar al oráculo para que el animal revele sus formas reales, sus verdaderas formas de libar el néctar de la fuente libidinal.
Una inquietud biliosa, que agitaba ese andar de pantera, esos brazos alados, ese cuello digno de Modigliani. 
Tan rápido se fueron desencadenando las tramas dialogadas, que se atropellaron, en un registro desordenado: escenas crudas, estremecidas al filo del volcán, imágenes de vida que llegan trastocadas pero únicas, a asomar a sus retinas acuosas.
 Pero no alcanza, la noche se vuelca entre las copas y los cigarros. Todo cierra, menos esta cita exorbitada, hipertensa, declarada a gritos. Entonces queda el mar, siempre el mar de fondo como en toda buena postal. Ver amanecer en el mar, ondear la luz en la estela espumosa que deja la marea. Mojarse los pies, recordar ceremonias a los dioses y diosas marinas. Caminar la arena en ese contorno baboso que viene y va. Adentrarse detrás del rastro que se aleja. Detrás de los que decidieron entregarse a la impenetrable profundidad. Y, de repente, echarse: todo piernas, brazos, pelos mezclados, al viento, a los remolinos cegadores. 
Tema aparte. Los refugiados de las arenas: trovadores del alba, contorsionistas, trashumantes, meros vagos diletantes, aventureros maltrechos, oportunistas en fin. Tiburones de playa. Y ella que reacciona simpáticamente al estímulo vibrátil de esos cascabeles envenenados. De esos colmillos siempre listos a devorar.
Cuando el sentido común sugiere tomar distancia de tan pantagruélicas figuras, ella redobla la apuesta y él no sabe ya como provocarle un desvío que la retenga a su lado. Ella posee a su corte de los milagros, que más puede pedir que un séquito de depredadores en vena. El piensa en agarrarle la mano, mentir un abrazo de despedida para hacerle sentir su sexo crispado, su verdaderamente estoque en retirada. Le gustaría arrastrarla a los baños públicos, instarla a chuparle el pene, meterle mano seria entre esos brazos, entre esas piernas. Pero ya se le ha escapado, ya está a años luz del instante pasado, en que la felicidad amanecía. Es el tiempo de la sacerdotisa, del festival pagano y la orgía. Tal vez no deba quedar al margen. Necesariamente no será quien abra el juego pero puede aún sumarse a lo que se dé. Su cuerpo trastabilla, se siente torpe, provocado por los segundones que aquí se reivindican machos alfa. Él no tiene credenciales ni ganas de reñir o darse topetazos. Está cansado, tanto como para desistir a todo, aún a sacrificar su sueño, porque sabe que, se quede o se vaya, igual su mente no lo dejará dormir. No le perdonará su claudicación previa, su falta de iniciativa asertiva, forzosa, imperativa. Su impericia amatoria.
Su amigo le pide que deje de azotarse, de buscarle la vuelta a algo que ya no tiene retorno. Que, finalmente, y como se cansó de repetirlo, fue un incidente insignificante, una circunstancia más o menos de las vacaciones en la costa. 
Él se adormece, se mete en un letargo de gusano, se acomoda en su crisálida. Su cuerpo estalla, lo despedaza. Se siente viejo y helado, como un olvidado dios marino. 

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