NUEVAS AVENTURAS DESDOBLADAS

                                                      EL INSTRUMENTO DOTADO DE VOZ

La primera vez que lo vi, disputaban por poseerlo cuatro jugadores en una mesa de bar, en unas simples manos de póquer cerrado. Se los notaba evidentemente ebrios y desequilibrados, luego de beberse varias vueltas de dycotalum. A diferencia de los licores convencionales, esta mezcla, largamente reposada, de remolachas y ajos fermentados, pólvora y algún derivado del solvente, tenía devastadores efectos alucinógenos y era altamente tóxica (cual si los licores convencionales-tal como los concebíamos entonces, de tan precaria elaboración-no lo fuesen también). Su dueño era un enjuto moreno, de pelo pajoso y caído sobre sus ojos en mechones grasientos, que acariciaba, a intervalos, la culata de una escopeta recortada, mientras la sostenía entre sus piernas. Quien no lo observaba con detenimiento, podía pensar que estaba sobándose los genitales. Más que custodiar celosamente a la mascota de su propiedad, procuraba no acabar convirtiéndose él mismo en la mascota de uno de esos bodoques pervertidos. Mientras tanto, el objeto de la apuesta, se agitaba febrilmente adentro de una jaula, similar a las de los loros, algo más grande, mientras balbucía interjecciones dolorosas, con evidentes gestos de terror en su rostro. Yo nomás me bebía una copa de absenta con jugo de zanahorias en la barra, ese trago que llaman dwarf voice, y me dedicaba a observar los ademanes de monos con que se comportaban los contendientes. Jamás pensé que iba a clavar en mí su mirada y que esa mirada iba a conmoverme de tal manera. Desde que se promulgó la licencia para poseer a esta suerte de mascotas mutiladas, siempre me resistí a la adquisición de tales fenómenos, propios de esta sociedad aniquilada y corrompida. Pero esos ojos decían tantas cosas desde su cautiverio, transmitían un estremecimiento tan profundo a quien los mirara y uno, sencillamente, no podía dejar de mirarlos. Si hubiese podido expresarse en todos sus términos qué cosas terribles, lacerantes, tortuosas, hubiera mencionado en una hemorrágica parrafada. Por cierto, sin ahorrarse todo tipo de maldiciones, insultos y amenazas. Lo cierto es que no podía ni podría ya jamás volver a emitir palabra. El moreno le gritaba que se callara cada tanto y hasta deslizó su apodo entre puteadas: Carcamal. Apodo que hablaba de un cariño muy particular, por cierto. Uno de los apostadores tuvo la feliz mala idea de tener un principio de convulsión en pleno remate de la mano. El moreno lo llenó de hoyos de un solo disparo. El pobre quedó arrebujado debajo de otra mesa con su silla, como un montón de papeles ante una fuerte ventisca. ¿Acaso piensan que esto complicó el juego? Ante una primera estupefacción de los ya estupefactos gañanes, siguió un coro de hilarantes risas nerviosas y luego un agitarse de brazos y golpes en las mesas como si hubiesen visto un gol de su equipo favorito. Claro que el tipo estaba bien muerto. El despachante dejó la barra, rodeó las mesas hasta el cadáver y simplemente lo alzó de un solo envión, era un hombre corpulento aunque no exento de adiposidades, y acarreándolo hasta la entrada, lo arrojó a la calle. Ya de regreso, dirigió una mirada de advertencia a los jugadores embriagados como diciéndoles: Una más de estas y se van todos con el muerto. El moreno sonrió maliciosamente, como si lo suyo hubiera sido una hazaña heroica. Su compañero de la derecha lo palmeó, sin dejar de carraspear su risa. Seguidamente, todos volvieron a hacer sus apuestas para una nueva mano. La mano que había quedado trunca se la llevó el de la escopeta, nadie dudaba de su legitimidad. Consistía en una lata de viandada, una bolsa de habas, dos paquetes de cigarros y un sombrero de ala ancha, que había aportado el asesinado. El moreno, que venía en racha ganadora, había puesto otra vez en juego a su mascota. Faltando un jugador en la mesa, y como no siendo un experto, no se me da mal el juego del póquer, decidí acercarme para intentar participar de algunas manos. Lo que más me llamaba no era el juego en sí, ni el carácter general de la apuesta, ni, por supuesto, el temple brutal y despiadado de los apostadores; solamente la idea de poder ganar a ese ser enjaulado, privado de emitir palabras, mutilado, se volvió un objetivo prioritario. La idea de librarlo de ese otro animal sanguinario fue un repentino hueco de luz en mi nublada mente. Primero, tuve que repetir varias veces mi deseo de unirme a la mesa. No bien empezaba mi frase, prorrumpían en cerradas risas que me impedían toda comunicación. “Que usted qué…”, decía uno, y los demás volvían a estallar, “quiere jugar, el tipo quiere jugar”, decía otro y se ahogaban sus palabras, una vez más, en medio de las carcajadas. “¿Qué tiene para apostar? No aceptamos ropa usada, ¿sabe?” Sin decir más palabras, me quité el reloj, con malla de eslabones de platino, con esfera dorada e incrustaciones de diamantes para señalar cada número, algo de escaso valor ante las provisiones o los cigarros, de menor valor aún ante un objeto vivo como la mascota mutilada. Esto es casi incomprensible, porque no hacen otra cosa que comer, dormir y pasearse con sus amos. Los más entrenados, a lo sumo, llegan a participar de las carreras por apuestas que se realizan en los parques de la ciudad. Pero, en general, no aportan ningún beneficio a su poseedor, tal vez, algo de resignado afecto, dentro del martirio de su esclavitud y desmembramiento. Aunque sospecho que, en este caso, no existía ninguna forma de afecto entre estos dos y sí seguramente un marcado desprecio por la vida humana. Otra vez el moreno alzó el caño de su escopeta, esta vez en dirección a mi rostro. -Mi nombre es Walter Nirman. –Le dije, como si eso mejorara las cosas. -Soy agente del MINSUVA. –El Ministerio Superior de Valores se encargaba de las cotizaciones de todos los objetos e insumos que podían poseer los habitantes, desde un tornillo hasta un localizador personal o un radio-receptor de alta frecuencia, pasando por todas las especies para el sustento, mayormente granos y sus derivados, algunos aceites, unas pocas frutas y verduras, alguna carne envasada en mucha, muchísima menor cantidad, algún pescado salado seco y todos los enlatados y conservas. Desde la última gran epidemia que se abatió sobre Sur28, las dos ciudades más importantes, Matanza y Colonia, en las márgenes del Mar del Plata, se encontraban amuralladas, a salvo de las grandes extensiones de sabanas y pequeñas forestas, plagadas de animales salvajes, en su mayoría infectados por el virus Folcher Alfa. La tenencia de animales silvestres había sido prohibida bajo ley marcial. La última familia resistente al edicto, había perecido bajo las balas, en el distrito de San Justo, por orden sumaria, al encontrársele en posesión de dos gatos y un pequeño perro, hacía ya cincuenta años. Nadie, desde entonces, volvió a intentar el ingreso clandestino de animales de ningún tipo. Las carnes envasadas provenían todas de Norte8, que junto a Noreste16 y Noroeste2, eran las únicas zonas habilitadas para procesar esa materia prima, por tener todavía ganado y rebaños libres del virus. El MINSUVA no se ocupaba de inmuebles o vehículos, ya que éstos eran provistos por el propio Estado, a través del Ente de la Vivienda, en función de la Ley de Habitáculos Sanos, también conocida como Ley Urbina, por la cual toda familia e individuo bajo el control de Sur28 era asignada a una unidad habitacional y se le proveía de un móvil, de acuerdo al estamento del que proviniese. La clase funcionarial y magistrada se alojaba, en su mayoría, en el distrito de El Madero y Las Lomas, quedando aún algunos, más relegados en el poder, que preferían los Santos Lugares y los Olivos. Zonas todas más linderas a la antigua capital hundida. Con vistas exclusivas al Mar del Plata y con playas propias, separadas del propio mar por circuitos purificadores que evitaban que llegaran a sus remansos, muestras de flora y fauna marina, también sospechadas de infección. En la periferia, se alojaba la burocracia civil y profesional, la baja milicia y los sectores menos influyentes de la curia. Luego venían los trabajadores especializados y finalmente los obreros rasos. Podría decirse que constituían franjas proporcionales los sectores, desde el mar al hinterland, siendo la más gruesa la llamada tercera clase, que acababa adentrándose y estirándose en una estrecha faja hacia los bosques de Luján adonde Sur28 remataba su muralla interna con la famosa Basílica haciendo esquina. Allí comenzaban los territorios de Sur22 que se extendían hasta la Resistencia y el árido norte, con salpicadas y distantes ciudades como el Rosario, Colonia Sancor y las gobernaciones de Catamarca y Tucumán. Las demás zonas sureñas habíanse extinguido tras los sucesivos cataclismos que hundieron la Patagonia y la antigua Puna, adonde se abrió el Mar Titicaca. Mi mención del MINSUVA quiso ser intimidatoria para esos salvajes reunidos en torno a la mesa de aquel bar, no tanto por su facultad para valuar y confiscar posesiones como por el poder de su policía, tan temida en todo el territorio de Matanza. El individuo hostil me echó una mirada que fue ablandándose casi de inmediato. Tomando una silla de la otra mesa, la arrimó y me hizo un gesto extrañamente cortés para que me sentara a jugar con ellos. -Soy Carlos Borraja, obrero de vialidad. Espero no estar cometiendo ninguna infracción, agente. -Si paso por alto que usted acaba de asesinar a otro ciudadano, supongo que no, no está cometiendo ninguna infracción. –Me reí para ganarme la confianza de esos tipos, para que me percibieran como uno más y me admitieran en su juego. -Ese reloj será suficiente entonces, don Walter. ¿No les parece, muchachos? –Los demás asintieron de buen grado. -Ese idiota no era más que un forastero del linde sur, creo que dijo que venía de Ventania. Demasiado lejos, ¿no cree? –asentí. -Había de ser un escapado de la ley, suelen caer por este antro cada tanto. El patrón no me deja mentir. Así que, probablemente, le haya hecho un favor a la justicia. Lo cierto es que nadie va a extrañarlo, se lo puedo asegurar. Nadie extraña a esos parias. –Pareció estarse refiriendo a muchas personas, incluso a él mismo, por su expresión melancólica. -Jugamos póquer abierto si no les molesta. –Y repartió cartas. -¿Querés uno de mis petardos para matizar la ronda? –Le preguntó el regordete de corto talle a mi izquierda. Borraja estiró la mano sin decir palabra y el otro le alcanzó un cigarro grueso, que parecía nomás un trozo de un buen habano. Estratégicamente perdí mi reloj y mi localizador así como dos latas de tabaco y un cortaplumas, en las vueltas que siguieron. Dos rondas con pares de bajo valor y una con apenas un as para defenderme alcanzaron para volverme un tonto sin remedio a sus ojos y para animar al moreno Borraja a apostar su mascota mutilada. Mi objeto deseado. Finalmente lo estaba logrando. Ahora sólo me restaba esperar un buen juego, un toque de la diosa fortuna. -No está en su mejor día, don Walter. Una lástima, una verdadera lástima. ¿Qué le queda por apostar? Espero que tenga algo interesante que ofrecernos todavía. Mi amiga está algo inquieta. –Señaló a su arma con la cabeza. Entonces, hurgando en el bolsillo interno de mi saco, extraje una piedra envuelta en un pañuelo de seda. Ya su envoltorio era costoso y más lo era aún la piedra, una pieza oval de ónice negro con un zircón engarzado en su centro, de menor porte, e igual color. Esto siempre ha funcionado y funcionará, calculo, para embelesar a las almas simples. Una buena piedra preciosa de considerable proporción aguza las ambiciones aún en un época de escasez tan tremenda de los productos básicos para la supervivencia. -¿Creen que esto sirva? –Pregunté, casi inocentemente. -Es poco, pero es un bonito brillante. ¿No les parece? –El resto acordó con Borraja y aceptaron la apuesta. -La cuestión es que van a dar ustedes a cambio por esta maravillosa piedra… Otra vez la viandada, los cigarros y las latas de tabaco, el sombrero, mi cortaplumas y mi localizador. -Sigo creyendo que podrían dar más, señores. –Arriesgué, sabiendo que no pasaría inadvertido, aunque podría lamentarlo. Borraja se incorporó a medias, golpeando la mesa con uno de sus puños, en tanto alzaba el arma con el otro. -Parece que don Walter se siente con ganas de hacerse el gracioso y pide más. ¿Más, más, decís, hijunagranputa? Más plomo te voy a dar, si querés. –Y volvió a echar una risotada. -Está bien, no se paspe, me cae bien, agente, en el fondo, me cae bien. ¿Qué le parece si va también mi mascota como premio? ¿Ahí se equipara con su joya? –Agarró la jaula de la argolla y, con algún esfuerzo, la puso de centro de mesa, con el mutilado agitándose dentro. –Mi Carcamal por su piedrita negra. Yo sí que sé hacer negocios, ¿verdad? Volví a mirar esos ojos, tan humanos en el rostro de la desgarrada bestia, en plena convulsión, tensados sus músculos y nervios, temblando todo su cuerpo, desde el rabo a la cabeza. Parecía pedirme que lo hiciera, que lo rescatara de ese pervertido, de ese desgraciado que no sabía más que humillarlo, como si todavía le quedasen formas de hacerlo, a pesar de todo el daño que la sociedad había volcado sobre ese cuerpo. -Estoy de acuerdo, dé cartas y que la suerte nos favorezca, Borraja. Esto es a todo o nada. -No para mí. –Sostuvo, acariciando con los ojos su montañita de guisantes, carne enlatada, bananas, tabaco y seis latas de atún. -Todavía me queda todo eso. Claro que a usted, vea, lamento decirle que no le queda nada. Y ya le dije que no admitimos ropa, ¿le dije no? Tampoco quiera hacerse culear por todos nosotros por una apuesta más, don Walter, no es necesario caer tan bajo. –Todos volvieron a reír estruendosamente. Yo los acompañé por no ser menos o parecer ofuscado. -¿Quiere un dicotalito para pasar el mal trago? Es una buena cosecha… -No, gracias, me las apaño con mi dwarf todavía, Borraja. Dé cartas, por favor. Palpité esa mano, casi con estremecimiento. No sé porqué curiosa razón me sentía desfallecer. Si hubiera perdido realmente creo que habría muerto. Pero viví. En la mesa, se voltearon un siete de picas, una reina de corazones y tres jotas. Ya había una pierna echada, quedaba ver el contenido de cada juego. El regordete calvo se fue al mazo sin mostrar, uno alto y pálido que pocas veces se sumaba al corro de risas y sólo parecía concentrado en su trago, subió la apuesta con un frasco de conserva de tomate y una bolsa de cacahuates. Borraja pagó (o creyó que pagaba) con otra lata de tabaco holandés, un cuarto jugador, un frentudo cejijunto de boca grande y aspecto desagradable, aparentemente ladero del moreno, depositó en la mesa una lata de pepinos en salmuera y una navaja. Borraja me miró y movió la cabeza como indicándome que no debía dar nada, que aún me valía la primera apuesta. Muy digno saqué del bolsillo de mi pantalón dos sobres de bicarbonato de sodio y tres barras de plomo para soldaduras, colocándolas en el bote de apuestas. Los jugadores celebraron mi ocurrencia. Acababa de dar cosas de un valor extremadamente simbólico, que podrían ofrecerse a un niño en la calle a cambio de un paquete de algodón o una tableta de aspirinas. El cara pálida mostró orgulloso un par de treses. Tenía un full bajo. El bocón fanfarroneó un instante con su par de nueves, creyéndose el ganador. Borraja le dio un codazo para suprimir su gesto triunfante y volteó su par de reinas. Ya no esperaba nada de mí, ni de nadie, solamente alzarse con el pozo. Pero yo tenía una jota y un diez. Yo tenía póquer. Mostré primero el diez. Cuestión que dejó bien en claro que la otra carta no podía ser otra cosa que una jota salvo que estuviera blofeando, pero Borraja supo desde un primer momento que iba bien en serio y atrajo hacia sí el caño de su arma apenas vio mi diez. -Parece que está todo dicho, don Walter. Usted gana. Pero no ha de ser cuestión de palabras nomás, creo yo. No le respondí, me parecía una obviedad ofrecer argumentos, él tenía el arma, yo necesitaba proveerme de una, con urgencia. Así que tomé el bote. Mi cortaplumas tenía un botón secreto. Era cuestión de segundos, nada más. El moreno me apuntó directamente a la cabeza. -No intente nada, deje todo donde estaba. No tengo porqué dispararle, señor. Hagamos un trato, yo me llevo todo lo de la mesa y usted se va por donde vino. Y olvidamos todo. ¿Le parece justo? Al fin y al cabo, esta es mi mesa y mi gente, usted también es un forastero por acá. Era una posibilidad. No tenía margen de error, no podía subestimar a Borraja, tampoco a los otros oponentes que tal vez estuvieran armados. Si le daba al mandamás, tal vez, los demás aceptarían las reglas. -Solamente quiero tomar mi cortaplumas, puede quedarse con el resto de las apuestas. Me da igual. -Sabia elección, don Walter. Creo que podemos dejarla pasar. Tómela y váyase. Así que la tomé y apreté el botón secreto. Una sola descarga. Un absurdo, único y pequeño balín de acero salió por la punta del cortaplumas. Claro que le entró por el gañote, directamente al centro del cerebro. Borraja dejó caer su cabeza sobre el pecho y el arma rodó por el suelo. Un hilo de sangre tiñó la mesa. -Como dijo él, es mi elección y por cierto que fue sabia, ¿no creen? -Lleve todo lo que hay, al fin y al cabo, usted ganó. Él se buscó este final, nosotros nos vamos. Que el patrón limpie los destrozos. ¿Cuánto se debe aquí? –Gritó el bocón en dirección a la barra. -Si se van tranquilos, yo me ocupo de saldar la cuenta. –Dije, al tiempo que deslizaba mi mano en dirección a la escopeta que yacía en el suelo. Los tres que quedaban se pararon y empezaron a caminar hacia la salida. En un rápido movimiento me hice del arma y con la otra mano así la anilla de la jaula donde Carcamal se revolvía en un espasmo que me pareció algo similar a un festejo, en su cara convulsa se había instalado una sonrisa. Los tres, ya de espaldas a mí, alzaron las manos y fueron abandonando el local. Así fue como tuve mi primer mascota mutilada, que sería la única, ya que a partir de allí resolví nunca más adoptar a otra de este tipo. ¿Qué era finalmente sino un hombre al que le habían arrancado los brazos y las piernas, siendo apenas un niño? Un ser mutilado al que habían cortado la lengua para que no pueda ya dar a entender sus pensamientos y sentimientos. Al que también despojaron de su sexo. Un humano roto al que habían depilado completamente y pintado todo su cuerpo de dorado, en este caso, grabándole a fuego las iniciales de su entrenador. Esa fue la solución para los indigentes, ofrecerse a formar parte activa (si hubiera una palabra no sería esa) en el circo de la vida de las clases más acomodadas. Corría el tercer año del incanato vitalicio que había sido colocado en el poder después de la cuarta guerra civil por orden del general Honorato, cuando se redactó la ley que permitía el uso de mutilados para compensar “la tremenda falta de nuestras bien amadas mascotas animales”. Este incanato estaba constituido por un grupo de indígenas arrancados de los últimos jirones de selva chaqueña, que sirvieron de instrumento para legitimar un régimen genocida, apenas los sobrevivientes de una cultura, cuya lengua ellos solamente conocían, vinieron a ser una suerte de corte de los milagros, dirigida en principio por el alto mando militar. Meras figurillas ausentes de la realidad terrible de un mundo devastado, títeres manipulados hábilmente, primero por los militares de alto rango y últimamente por la casta de los traductores. Al caer toda suerte de soldada para mantener a los hombres de armas en sus puestos, el ejército se disolvió, quedando todo en manos de las policías distritales, que se dedicaron a vivir abiertamente de la rapiña, como las bandas de saqueadores y los grupos paramilitares de las barriadas. Un puñado de intelectuales asistidos por una nutrida burocracia creó esta ficción de poder y la colocó en lo más alto. Los indígenas vivían aislados en el llamado Templo Central, una pirámide escalonada al mejor estilo de Macchu Picchu o Chichén Itzá, adonde sobrevivían con el mínimo de cuidados y alimentación, dedicados a sus cultivos y adorando a sus dioses. Este Templo y la llamada Ciudadela Dorada, sede de las corporaciones de empeño, se enclavaban en el centro de una isla artificial, no más que un monte que logró sobreponerse al gran cataclismo que hundiera la metrópoli de Buenos Aires. Otro engendro ficticio que quería asimilarse a la mítica Isla de los Sabios, adonde se mantenía una especie de muestra abigarrada del viejo casco metropolitano, con una plaza central adonde convivían un tercio del antiguo obelisco, la antigua cúpula catedralicia, la Pirámide de Mayo, casi intacta, aunque algunos aseguraban que era una burda reproducción, y un ombú casi milenario, como elementos fundacionales del nuevo orden. Este sede funcionarial-gubernamental de la Ciudadela se hallaba rodeada de edificios y casas de cartón piedra y contrachapados, como si fuese un gran estudio hollywoodense, adonde no habitaba nadie, sólo se sostenía como una gran maqueta a escala real. Estaba guarnecida bajo una gran cúpula, hecha de un compuesto volcánico tornasolado que la hacía ver opaca bajo los rayos solares. Decían que tenía su propia adaptación atmosférica. Estaba separada por un puente, fuertemente guarnecido por una guardia de corps, de los condominios y las playas privadas. En ese Templo, los indígenas reproducían su vida, lo mejor que podían. Cada tanto, el más anciano de ellos era llevado a la cúspide del edificio desde donde se lo obligaba a dirigir unas palabras al pueblo de Sur28. Ciertamente, nadie conocería la especie de ese discurso y sería sustituido por otro que habían redactado los traductores, plagado de medidas punitivas y racionamiento de los víveres para la mayor parte de la población. Alguna vez, el doctor Iván Egurren, que se había destacado como arqueólogo en las últimas décadas antes del desastre, me dijo, siendo ya un anciano enfermo, que el mensaje del noveno inca, Ayar Capayoc Yupanqui, reclamaba que los humanos buscáramos reconciliarnos con la tierra, que estaba enojada por nuestro continuo ultraje de sus riquezas. Claro que nada de esto transmitieron los traductores. Todo lo contrario. Todavía hoy se recuerda el asesinato del tercer inca, Titu Chollo Capac, en plena ceremonia del Día de la Virgen, cuando el soberano disolvió la comitiva que lo acompañaba trayendo ofrendas y escupió en plena cara al obispo Manuel Trejo, queriendo luego echar abajo el altar de Nuestra Señora de los Milagros para denotar su furia, momento en el que fue ultimado por los milicianos. A esto siguió una dictadura de tres años, ejercida por el propio obispo, que también fue barrida con sangre para reimplantar el incanato, ya con pleno control por parte de los traductores. También se rememora en los círculos más íntimos del poder, la corta regencia de Bartolomé Santos Lobos, un filósofo humanista, que asesoró el incanato del quinto inca, Ande Mayta Ocllo, que, a pesar de permanecer mudo con su comitiva en todos los discursos, los traductores pusieron en su boca cerrada palabras que proponían medidas que reintegraran el equilibrio ecológico en la región. Este filósofo gobernó en una época de misticismo en que recobró fuerzas el culto a la Pacha Mama, pero fue ejecutado por orden de la Brigada Episcopal de la Iglesia Católica, que puso en su lugar a quien sería el sexto inca, Ucchu Lloque Roca. Probablemente, los indígenas tobas perpetuados en el poder nunca comprenderían la verdadera especie de lo que estaba sucediendo, ya que no se les permitía abandonar la zona del complejo del Templo Central. No me entusiasmaba particularmente la idea de poseer una mascota mutilada; una buena medida, honestamente piadosa y humanitaria, hubiera sido sacrificarla inmediatamente a ser recuperada. Por el contrario, decidí adoptarla y hasta dotarla de un nombre: Gerardo. Esto también escapaba a las recomendaciones del edicto que reglamentaba su tenencia. No podía darse un nombre humano a algo que se había querido deshumanizar hasta el tuétano por consentir los caprichos de la media y baja burguesía urbana. En esta condición de bestias domesticadas había caído la mayoría de los pobres y los desposeídos por deudas, siendo casi en su totalidad hombres libres, sin alimento, habitación o abrigo (no veo que haya en ello de libertad), habiendo sido dadas las mujeres a la prostitución carroña para el tráfico mundial que garantizaba la llamada Arca de Babel, uno de los pocos buques transatlánticos que aún prestaban servicios, o enviadas a integrar los serrallos de los poderosos como concubinas, o simplemente asignadas a una miserable servidumbre de la burocracia. Yo mismo, aún siendo un olvidable supernumerario del MINSUVA, tenía mi propio servicio doméstico, aún a regañadientes, asignado por el propio Estado; una mujer de mediana edad, una mulata fuerte, de parco carácter, llamada Nora, que había emigrado del asolado sur brasilero, de las inmediaciones de la ciudad-prisión, la Colonia Nossa Senhora Madre de Deus, adonde alguna vez existiera la tumultuosa ciudad de Porto Alegre. En principio, había decidido poner a Gerardo a su cuidado, en su sector de la casa, sabiendo que ella podría alimentarlo y asearlo con todo esmero, y podíra también darle un poco de eso que solíamos llamar cariño, afecto, y que hoy parecía tan extraño, tan propio de sociedades sensibleras, felizmente erradicadas por la disciplina y el orden. Si algo caracterizaba esta época era la falta de pasión, de realización emocional y de demostración sentimental, todas cuestiones propias de gente débil, que necesariamente debían ocultarse en pos de la franqueza de las necesidades inmediatas. Exentas de mayores riesgos y compromisos. Nora lo había instalado con su jaula, pendiendo de un gran anillo, sobre la sala anexa que, a veces, utilizaba como escritorio, adonde existía el mayor ventanal de la casa. Igualmente sospecho que, encontrándome yo ausente, lo soltaba, dejándolo deambular por el resto de las dependencias. Un día, al regresar de la oficina, hallé un trozo de excremento muy mínimo debajo de un sillón cercano a la cocina. También, la esquina occidental del comedor para invitados, apareció tiznada del dorado de su cuerpo. Nora disimuló hábilmente la escoriación que se había producido, con una tira adhesiva de cinta de papel, sobre su costado, que pintó de su color. Si bien me daba cuenta de esto, no me molestaba en lo más mínimo, por el contrario, aprobaba secretamente las decisiones de mi criada. Yo también sentía el deseo de permitir que Gerardo se desplazase sobre sus muñones por todo el largo y ancho de la casa; quería, sinceramente, dejarlo salir a correr por el parque. Todavía, mi adustez y mi carácter poco comunicativo me mantuvo al margen de tomar una decisión por algunos meses. Pero finalmente me resolví a hacerlo por mi cuenta. Nora no se inmutó al notar mi licencia, sabía que nunca la consultaba más que para las cuentas de la casa, el control del granero, o para encargarle alguna diligencia doméstica. Aún así, sabía que estaba feliz, cada tanto lo llamaba para que bebiese agua de su charola o comiese algunos bocadillos de su plato, y Gerardo acudía contento, dando saltos sobre las callosidades de sus miembros mutilados, corriendo hasta su lado, para recostarse y estrecharse contra sus piernas en señal de agradecimiento. A mí me sorprendía cómo este pobre ser había asimilado sus actitudes sociales a los hábitos de las pequeñas bestezuelas caninas o felinas que alguna vez ocuparon el ocio y la atención humanas. En mi presencia no se permitía ser tan efusivo, tal vez por temor, Nora encontró en su cuerpo marcas de viejas heridas, quemaduras y golpes en todo su cuerpo, recuerdos todos de su antiguo dueño. Me felicité de haberlo matado, no se merecía nada mejor ese degenerado, quizás le hubiese ido mejor un largo sufrimiento, un lento desmembramiento, una tortura mayor como la que ejercía sobre su mascota y sus eventuales compañeros. Aunque supongo que ya la vida le había dado mucho de todo esto para que llegara a ser tan despreciable como había sido. Yo mismo no me consideraba mucho mejor que él, realmente, y creía que no había alcanzado tamañas crueldades nomás por no tener el valor de hacerlas. A esta altura de la degradación humana, estaba seguro de que un elemento terriblemente perverso y malvado nos era legado por naturaleza, y que todos descargábamos nuestro odio y frustración de una u otra manera en el resto de nuestros congéneres. Ya nadie buscaba una sublimación positiva y creativa de sus impulsos destructivos, porqué había de hacerlo si el infierno había ascendido para reinar en la propia tierra. No había ninguna posibilidad de redención. Solamente podía uno adaptarse a una rutina sin demasiados sobresaltos. Esto era lo más próximo a la felicidad y a la tranquilidad que podía uno pedir a la vida, a lo que todavía nos quedaba de vida. Los pocos conocidos con los que guardo alguna confianza, en su mayoría, amigos y allegados de los últimos tiempos, no más que un puñado de hombres y un par de mujeres, me tienen por un introvertido solitario, bastante retirado de la vida social, con aficiones reposadas de carácter más bien pasivo, como la lectura, el ajedrez, los paseos por los parques, las charlas de café y, menos frecuentemente, ciertas reuniones en casas y algunas fiestas íntimas. Aclaro que esto no fue siempre así, no sé para quien escribo de modo que he decidido dar algunos detalles mínimos de mi pasado, del cual no me siento particularmente enorgullecido. Hubo un tiempo en que tuve una familia o algo por el estilo. También fui un niño y compartí la casa de mis padres con dos hermanos y una hermana. Podría decirse que nos criamos juntos, pero luego resultamos ser tan diferentes que nadie afirmaría que crecimos en una misma casa. Mi padre era un intelectual, parte de la elite de los traductores, allegado al primer reformista del Códice Nomenclator Nova Ordine Urbii, Celestino Céspedes, se desempeñó como su asesor en el Quinto Congreso de Traductores del Incanato Vitalicio. Era un crédulo que pensaba en instaurar una utopía adonde verdaderamente reinara el culto a la buena vida de los pueblos originarios, que nos devolviera a un equilibrio pacífico con el mundo natural y sus múltiples especies, apenas antes de que se decretara el exterminio de los animales salvajes y domésticos por el virus Folcher Alfa, antes apenas de que pueblos y ciudades enteras fueran confinadas por las horribles mutaciones que éste ocasionara en los grupos humanos, transformándolos en hordas de caníbales de mente aniquilada por la peste. Poco antes también de la Tercera Guerra Continental entre el llamado Dictador del Norte, el colombiano Alcibíades Lopreste Cárdenas, y el Cónclave Democrático del Sur, dirigido por Mora Kuperman Loria, alcaldesa de Sao Paulo. Mi hermano mayor, Rinaldo, se alistó como miliciano del Cónclave y fue asesinado en la batalla del Marañón por una partida de rojos. Mi otro hermano, Jano, se sumó a las partidas parapoliciales de Matanza y hoy es uno de sus líderes, asolando poblaciones enteras con sus huestes. Por último, mi hermana Felicia se casó con un poderoso industrial, John Evans Cooper, quien hoy dirige el Proyecto Alborada Clara, que pretende hallar una cura para la pandemia viral que creó esta raza de muertos vivientes que inunda el mundo con su acecho. Hoy ejerce funciones como Doctrinaria en el Concejo Permanente de Educación del Incanato. Yo no quise participar de la depredación del mundo y me quedé como un pobre espectador, sumándome a las filas de la nutrida burocracia del MINSUVA. Dedicando mis superpoblados momentos de ocio a la escritura amateur, de un universo que ya no le presta ninguna atención a la lectura. De mi madre preferiría no hablar. Sólo encuentro sentimientos contradictorios en mí sobre su persona. Adela Bellman fue, durante años, la menor de las criadas en la casa Nirman, casi podría decirse que creció conjuntamente con mi padre, Belisario, y su hermano, Orestes. Una infidencia de mi tío me reveló que, en sus mocedades, fue amante del viejo Saúl Nirman. Mi padre nunca desconoció esa situación y se empeñó en desposarla. Ella nunca volvió a ocuparse de los asuntos de la casa, ni de la crianza de sus hijos. Dirigía una pléyade de sirvientas, cocineras y cuidadoras en la vieja casona, antes del terrible colapso financiero que dejara a mi abuelo en ruinas. Por supuesto que, con él, caímos todos en la más tremenda miseria. También pesó negativamente la querella que le entabló una mujer, Felisa Rappamonti, casado en primeras nupcias con el viejo, y de quien nunca quiso divorciarse ni separarse legalmente. Esta situación, la dejó a ella y a sus hijos, como primeros herederos de las pocas posesiones que conservó el patriarca: principalmente, aquella casona. El resto, lo obraron los desfalcos subsecuentes que efectuaron John Evans Cooper, mi cuñado, y la tercera esposa de Orestes Nirman, Julia Pineda. Así mantuvieron una sociedad secreta, en los negocios y en la cama, que llevó a Evans Cooper a construir todo su prestigio en ese proyecto científico en el que se destacara. Nunca supe si mi hermana llegó a percatarse de esa infidelidad, si lo hizo prefirió seguramente mantener silencio para gozar de una buena posición social y de cierta inmunidad política. Hace tiempo ya que no sé nada de mi madre, aunque me informaron que sigue viva, casi centenaria, en una casa de los Altos de Pacheco, atendida por su cohorte de sirvientas. Madre es un eufemismo, pues fui criado casi enteramente por una colla, Mercedes Apaza Quispe, ella debería ser considerada por mí como una madre y no esa otra ingrata que se consume en soledad. En cuanto a mí, no está todo dicho en lo ya expresado. Quiero ser justo con quien lea estas notas, menos autobiográficas que coyunturales, testigos de un tiempo resistente en un mundo devastado por el caos. Total, a mí casi no me pueden ver, me pueden adivinar, si es que son perceptivos, en alguna carrera de mascotas o en alguna riña de mutilados. Pero ya no queda de mí más rastro que ese. Afortunadamente. Mi carrera en la burocracia no comenzó en el MINSUVA sino en la Junta Clasificadora de la Cuenca Cerealícola (JCCC), comprendiendo este espacio a ambas márgenes del Mar del Plata y toda la cuenca del acuífero guaraní hasta el norte del antiguo territorio del Brasil. Ese torrentoso complejo de aguas dulces se mantuvo, a pesar de toda la depredación, como un vergel agrícola y ganadero, en mucha menor medida, para el sustento de nuestras poblaciones, pero con la peste, tuvimos que evaluar, muy seriamente, que los cargamentos que llegaban al Puerto Nuevo de Matanza, no estuviesen infectados de Folcher Alfa. Hubo un tiempo, todavía reciente, si se quiere, en que la carne faenada de las reses bovinas, porcinas y equinas era desechada sin más contemplaciones. Las corporaciones de insumos vacunos de Norte8 habían insistido en una serie de estudios que probaban que su consumo era perjudicial y peligroso. Luego se demostró que esos estudios estaban amañados para mantener el monopolio exclusivo de la región. Así se franqueó la habilitación para las carnes de Noreste16, Noreste2 recién estuvo disponible cuando la alcaldesa de Sao Paulo rompió con el Holding Internacional de Productores para el Cambio, quienes, por supuesto, tacharon a sus productos de infectados, prohibiendo su venta en buena parte de los meridianos occidentales y algunas plazas importantes del Oriente4, el resto de la región siguió canjeándole insumos, pero en poco tiempo quedó a merced de las hordas infectadas, siendo clausurado para el tránsito humano como zona de desastre. Lo mismo debió haber sucedido en las zonas boscosas de Occidente2, pero el poder que todavía poseían los mandatarios del poderoso G5 impidieron su clausura y aislamiento. Así fue que tuvieron que bombardear con poderosos químicos y material radioactivo toda esa zona hasta hacerla tierra arrasada. En esa dependencia del Ministerio de Racionalización y Gestión del Producto Bruto de Sur28, ascendí raudamente, sobre todo a causa de mi participación en aquella investigación científica que nos devolvió la habilitación mundial para el consumo de nuestras carnes, hasta llegar a ser Subdirector de Asuntos Aduaneros. La dirección me fue negada sistemáticamente por intervención directa del procurador Hermes Gargano, quien fuera asesor del actual inca, el décimo en su cargo, don Túpac Huáscar Ocllo, mejor dicho, su traductor, el hombre detrás de las cortinas: su titiritero. Gargano ocupaba un modesto puesto de asistente de cámaras de la panaca del inca Ayar Capayoc Yupanqui, una serie de intrigas políticas (estar apegado a quien corresponde en el momento exacto) y algunas extrañas muertes (como la del procurador Antonio Espejo Hoyuela, de la que lo hago directamente responsable ante mis ocasionales testigos) lo catapultaron a ese alto cargo. Mi padre, que había conseguido mi ingreso a la burocracia estatal, fue el responsable de que lo expulsaran del Congreso adonde regía por usurpar un trabajo ajeno en su provecho, sobre la reforma de una serie de artículos legales que permitían el tráfico legal de niños sin hogar y autorizaba al Arca Babel a realizarlo. Sabemos que él tenía directa influencia sobre, por lo menos, uno de los principales, de esa tripulación, el navegante y empresario naútico Reginald Vörriksenn. Es decir, que tendría una suculenta participación en esas ganancias, ya sea para adopción como siervos en las familias adineradas o en su venta para usos sexuales y de simple violencia y crueldad. Esta expulsión me valió su antipatía y oposición durante toda mi carrera. No pudiendo enviarme a un puesto de menor jerarquía se me puso primero al frente del MINSUVA y luego se llegó a crear un cargo ridículo para poder librarse de mí, dentro de la misma dependencia: Superintendente de Valores. Así me mantuve por un tiempo en el pináculo funcionarial. Esto correspondió a mi época más socialmente activa, adonde contraje matrimonio y llegué a tener dos hermosos hijos: Katia y Damián. Mi esposa se llamó Silvana Mérola. Digo bien se llamó, porque en el vórtice de mi locura, cometí un crimen que nunca nadie me habrá de perdonar. Yo la maté, con mis propias manos. Fue una época intensa, rodeada de protocolos, obligaciones y una vida vertiginosa, no exenta de excesos y desparpajo. Por el contrario, llegó un momento en que sólo vivíamos para eso: recepciones, ágapes, fiestas interminables, una carrera loca contra el tiempo para adquirir bienes y lujos, hasta el último desquicio del confort y la tecnología. También fue la época en que comenzamos a ser padres. Nuestros primeros años como familia fueron gloriosos. ¿Quién podría suponer entonces el luctuoso epílogo de esta pequeña historia de ambiciones y vanidades? Yo entonces no podía. Y lo que imposibilitaba aún más mi comprensión cabal de la realidad que nos rodeaba, más bien que nos asfixiaba y nos tendía un cerco inexpugnable, fue, sin lugar a dudas, mi adicción a los estimulantes. De los rutinarios narcóticos farmacológicos pasé a fumar calaverina, un derivado potente de los canabinoideos sintetizado con metadona y morfina, luego me metí en el consumo de la estinfallia, básicamente una combinación letal de cocaína y heroína, de uso inyectable. Silvana me siguió en los primeros tiempos, cuando comencé con la estinfallia, decidió abandonarme, primero como compañera de juergas, luego en todos los aspectos de mi vida, que se había reducido solamente al lapso que difería entre cada dosis. En el estado más profundo del consumo, ya no me alimentaba, ni me bañaba, ni concurría a mi puesto del MINSUVA. Solamente buscaba emociones para complementar mi delirio y grandes cantidades de alcohol y tabaco para suavizar sus efectos. Como corresponde a un yonkie en mi posición, me rodeé de un séquito de inútiles: dealers, algunos artistas marginales, algunas bailarinas desnudistas y una fauna extraña de enanos, mujeres gigantes, travestis, hasta mascotas mutiladas. Yo, como antes sostuve, no llegué nunca a apasionarme por las apuestas ilegales en las peleas entre mascotas, ni quise patrocinar a ninguna. Me remitía a observar, como si estas acciones sangrientas, fueran nomás un apéndice de mi mente afiebrada. Silvana se fue, con los niños. Recobré algo mi estado de consciencia y decidí intentar desintoxicarme. Durante unos meses funcionó mi plan, con la asistencia desinteresada del buen doctor Egurren, y el servicio esmerado de un psiquiatra, el doctor Santarelli. En esta tregua, salí a recuperar a mi familia. Me advirtieron que no lo hiciera, que aún no estaba preparado para cambios emocionales fuertes. Hice caso omiso de cualquier consejo. Pensé que una fuga geográfica podría solucionarlo todo. Licenciado de mi cargo, empacamos las maletas y viajamos hacia Estocolmo, Copenhague y Amberes. Fueron vacaciones de una tensa calma, yo mataba mi mono con algunas dosis de ajenjo y vodka, Silvana seguía fumando calaverina y, cada tanto, acababa fumando con ella. Los niños permanecían sus noches encerrados con su dama de cámara. En Berna, Rachel nos abandonó, a pesar del buen sueldo que le pagábamos: había cosas que nadie estaba dispuesto a soportar por buena que fuera la paga. Llegamos a la estación transorbital de Piamonte y desde allí viajamos directamente a Montevideo2, parte de la ciudad vieja y las afueras era lo que quedaba de aquella ciudad. En ese lugar se desencadenó la tragedia. Reñimos, ya veníamos riñiendo en todo el viaje, pero nuestras peleas fueron subiendo en violencia y mal trato. La noche de su muerte, de mi asesinato, los niños se habían quedado en casa de unos amigos, los Gómez Arquatti, así que quedaron al margen de este episodio. Si se hubieran quedado con nosotros, ¿qué? ¿acaso nos habríamos salvado? Nunca lo sabremos. Todo comenzó a consecuencia de la estadía en Montevideo2 de un viejo conocido, el famoso playboy y dealer Nicanor Capuano Tapia. Salimos a algunas noches de copas juntos, él viajó con su esposa, Nancy, quienes apenas días más tarde, eran acribillados a balazos en el sur de Matanza. Él me proveyó algunas dosis de estinfallia y también un poco de cocaína de cierta pureza. Algo muy difícil de conseguir ya en esta zona meridiana. Silvana me notó más agresivo que de costumbre, falto de sueño e irritable por cualquier nimiedad. Evidentemente se dio cuenta de que había vuelto al ruedo, pero yo les digo hoy, sinceramente, que ninguno de los dos había puesto nada de sí por dejarlo. No quiero excusarme ahora, pero ella tampoco fue de gran ayuda. En uno de estados alterados, regresamos al hotel aquella noche. La discusión empezó con una ronda de reproches, por intentar tomarnos de lo que nunca fue, nunca tuvimos o sencillamente perdimos por no saber conservarlo. Nunca fui un hombre violento, aún habiendo tenido la potestad para mandar a guardar a unos cuantos, siempre preferí eliminarlos en la competencia por la eficiencia y la calidad de mi trabajo. El evento que narré en principio, me sucedió tantísimo tiempo después de aquella fatídica noche. Pasamos de las palabras a los golpes muy rápidamente, en principio, volaban las cosas que nos arrojábamos, casi sin la intención de dañarnos, como queriendo parar la pelea. Pero esto no pareció bastarnos. Silvana se me colgó de la espalda y me arañó la cara. Yo giré sobre mi eje, enloquecido del dolor, y fui a dar contra el ventanal, destrozando los cristales. Una punta afilada se clavó en su costado, eso la hizo aflojarse, cayendo en el balcón. Mi furia me había enceguecido, no reparé en nada de esto, y alzando un cantero con flores, se lo arrojé en la cabeza. Murió al instante, según revelaron los estudios forenses, que luego fueron convenientemente adulterados por el doctor Ignacio Egurren, a la sazón procurador, hermano menor del juez que me apadrinara en el MINSUVA. Como contrapartida, yo tuve que renunciar a la tenencia de mis hijos y limitar mi régimen de visitas a una fecha mensual, en la que entregaba mi ración proporcional, a modo de mensualidad, a la casa de Delfina Briante, su abuela viuda, madre de Silvana. Sabiéndome totalmente culpable de este crimen, fui espaciando aún más mis visitas, haciéndoles llegar cada mes, puntualmente, su ración correspondiente, sin que les faltase ni un atado de apio, ni un corte de solomillo, aunque ya mi posición no lo permitiera, me habían bajado de categoría, a ser un funcionario supernumerario del ministerio simplemente. De todas formas, aún a riesgo de pasar hambre, enviaba todos los meses a Nora a alcanzarles lo que les tocaba por ley. Puse a nombre de ellos mis contadas propiedades y bienes muebles, sabiéndome ya muerto, ya sin ninguna herramienta con que pelearle a esta vida. Extrañamente, dejé de consumir todo tipo de drogas, aunque cada tanto bebo una copa y fumo algún cigarro, drogas sociales, que le dicen. No dejé de ser adicto, solamente detuve una parte del consumo, barrené la punta del iceberg y me sometí a un exilio voluntario en mi propia tierra. El tiempo me volvió más parco que oscuro. Hallé en Nora una compañera ideal, de pocas palabras, minuciosa, casi imperceptible en la espaciosa casa. Solamente Gerardo vino a alterar esa monotonía. Porque yo así lo quise, yo mismo busqué este destino. Nora fue quien me aconsejó meterlo a las carreras, el oficio más noble en el que podía llegar a destacar una mascota mutilada. Pero Gerardo seguramente tenía una historia, y una familia, antes de que se lo rebajara a esta condición bestial con su desmembramiento. Pero callaba toda esta verdad, prisionero sin palabras al privárselo de su lengua. En sus guturalidades, a veces, me parecía comprender algo de lo que sentía o añoraba. Fonemas confusos que me hicieron hilar vocablos aislados. Papá, Berazategui, nenes, obrero, la roca (pensé inmediatamente en la roca del suplicio, un artificio adonde se descoyuntaba a estos seres para su consumo en aras de la frivolidad). Lejos estaba aún de reconstruir una historia con estos fragmentos disociados. Pero podía intuirla. Una casa humilde, tal vez de chapas estibadas sobre paredes de adobe, cartón o maderas mal aparejadas. Una partida de parapoliciales que llega a requisar su terreno. Gerardo los enfrenta hasta caer entre balas y culatazos. Su mujer es llevada para ser vendida en el Arca Babel o es violada en el lugar, y luego asesinada. Los niños son expropiados para ser entregados al tráfico o para ser sometidos a esclavos. El niño, criado para ser un futuro chucho mutilado. Las niñas (porque le oí decir insistentemente un gruñido similar a tres, tres, tres) entregadas también al negocio de la trata de mujeres. Separadas entre sí y de su madre, embarcadas, traspoladas, más allá, a tierras extrañas, a ser poseídas por hombres extraños. A morir en tierras extrañas y ser sepultadas entre la nieve o el alto follaje. Pero Gerardo se había salvado. Su entereza física atrajo la atención de algún entrenador de mascotas, un purificador, como solían llamarlo los “hombres y mujeres de buena casa”. Horrenda paradoja, quien los mutilaba, les enseñaba luego a andar y hasta correr sobre esos muñones que él mismo había causado. Él grababa a fuego sus iniciales en sus lomos, él rebanaba con inmenso placer, quizás con más rutina que oficio, sus lenguas, él los golpeaba y torturaba hasta el sometimiento. El resto lo harían sus futuros amos, a fustazos, cadenazos y quemaduras. Los más cuidados eran, en general, aquellos seleccionados para correr. Hasta se formaron equipos célebres en las carreras de mascotas. El más popular era la llamada Jauría Humana, donde descollaban Centella y Rayo Rojo, un ser de extraordinarias proporciones y fortaleza, con una mente totalmente perdida, ya en plena posesión de la bestia. No sólo era popular este equipo sino también temible. Ningún patrocinador quería enfrentarlo. Su entrenador era un célebre purificador, de nombre Jeremías Lahan. Un verdadero monstruo, más letal que las fauces de sus mascotas, a quienes limaba especialmente sus dientes para que fuesen colmillos, a quienes alimentaba con carne de hombres para intensificar su fiereza y cebar sus estómagos y sentidos, hasta volverlos verdaderos asesinos de otras mascotas y de quien se les pusiese a tiro. Por eso, solía pasearlos embozalados, eso nunca fue necesario con el bueno de Gerardo. Ni siquiera quise usar en él correa o cadena para evitar que escapara. ¿Adónde podía ir el pobre infeliz y mejor aún, adónde querría escapar? Podía pasear con él a mi lado, sin temor a que se acercara a otros transeúntes, porque tanto él como yo, despreciábamos a esas alturas de nuestras pobres vidas, toda compañía humana. No estoy seguro todavía acerca de qué perseguía cuando me decidí a dar este golpe. Honestamente no creo que haya ninguna forma de redención para mí. Tal vez, Gerardo haya encontrado la suya. Quien diligentemente se ha ocupado de tomar estas notas por mí, sabe que tengo las horas contadas antes de pasar a otra vida. De modo que no miento, simplemente no tengo la capacidad de dilucidar más razones que el mero instinto de libertad. Movido por este instinto fue que lo inscribí en un primer certamen, luego de un arduo entrenamiento en el parque Pereyra Iraola de la capital distrital. Él fue quien se ganó la gloria de competir en las ligas mayores, su sacrificio, su espíritu y su rabia, lo llevaron a alcanzar los primeros puestos en todas las competiciones en las que participara. Podría escribirles más detalladamente acerca de esos tiempos, los últimos. Pero no es el objeto de estas notas, que el amable caballero Guido toma por mí; es alcanzarles mi verdad, un testimonio de este tiempo plagado de injusticias y absurda impiedad. Por cierto que compartí, junto a Nora y al fiel Gerardo, días de regocijo y esplendor. Hasta por un momento, creí que esto podía llegar a ser una nueva vida, con una nueva familia para mí, y una nueva oportunidad de vivir. Pero inmediatamente sobrevino otra vez ese estigma, esa necesidad de encarnar un destino trágico hasta sus últimas consecuencias. Tras el denominado Derby de Longchamps, tras alzar la copa del vencedor y colgar en el cuello de Gerardo su cucarda triunfal, decidí emanciparlo. Se lo dije, en sentidas palabras, que ya no tenía porqué vivir con nosotros si no lo quería, que podría instalarlo en una casa lejana, por Trenque Lauquen, con algunas personas a su cargo. Nada de esto le pareció suficiente para abandonarnos. Me besó las manos, me baboseó todos los dedos, en señal de agradecimiento y denegó moviendo su cabeza. Ante toda oferta, denegó. Ya no tenía objeto ninguna libertad que pudiera ofrecerle. Debía ganársela, pero solamente la muerte lo libraría para siempre de su mal, no había compensación posible sobre la tierra o encima de ella que lo librara de su carga y su pena. Fue ahí, creo yo, que pergeñé aquel plan. Sabía que todavía nos quedaba retar al equipo de la Jauría, así que me entrevisté yo mismo con el señor Lahan. Era un tipo macilento, alto, desgarbado, de piel amarillenta y ojos prominentes, con temblores de Parkinson en sus manos. Tenía una manera irritante de hablar, con un español mal digerido en su juventud. Hablaba de forma despectiva, como si yo fuera un ser inferior a él, otra de sus mascotas. Aceptó de mala gana mi desafío, advirtiéndome que no tenía la menor chance de triunfar frente a su troupe. Centella le sacará un kilómetro rápidamente a su chucho, y Rayo Rojo acabará por destrozarlo, me dijo, hubiera sido mejor quedarse en el circuito chico, las ligas mayores no son para nenitas desconsoladas y resentidas del mundo. Me escupió estas querellas a la cara, yo ya quería buscar la forma de acabar con su vida, sintetizada hallaba en un solo hombre toda la pudredumbre del mundo, toda su maldad. ¿Acaso acabar con Jeremías Lahan terminaría con ella? ¿Qué pensaba entonces? Hoy sé que no es así, también sé que soy su rehén por el resto de mis días. Pero en ese momento, me inflé de valor y orgullo, y acepté su reto como si me hubiera arrojado un guante a la cara, como en los antiguos duelos, como una cuestión personal y de linaje. Naturalmente, la carrera se realizaría en un campo de su propiedad, en el Rancho Morón, adonde años antes funcionara la plaza central de esa localidad. A la redonda de todo el predio, se desplegaba el canódromo, no habían encontrado otro nombre mejor todavía. Hacia el interior, varias dependencias: cuadras de entrenamiento y aforo, oficinas de apuestas, corrales y salones donde se preparaban los futuros mutilados para engrosar sus huestes y la nómina de sus negociados. Solamente correrían sus dos preferidos y Gerardo, no se permitió la inscripción de otras mascotas, a pesar de los berrinches y quejas que evidenciaron los demás entrenadores, entre ellos, el afamado Víctor Warren y su estrella, Corsario, llevando la denuncia hasta la propia Asociación Mundial de Mascotas (WPA). Claro que cayó en saco roto, siendo el mismo Lahan su vicepresidente. Sí se permitió el acceso a una nutrida prensa que cubriera este evento. Lahan era sobre todo un engreído y necesitaba no solamente ganar, sino hacerlo con gran estruendo y cobertura del mundo mediático. Así que se dieron cita aquí los miembros de las más importantes cadenas holotelevisivas. También montó un inmenso gazebo, con un exquisito servicio de catering para no menos de 200 invitados, todos hombres de negocios y representantes de la milicia y el clero. La carrera comenzó como él lo predijera. Centella partió en punta, aventajando a Gerardo, que era acechado por los estiletes de las fauces de Rayo Rojo, siendo también desplazado en el cuerpo a cuerpo, por esa masa sanguinolenta. Debía esquivarlo si quería acercarse al puntero. Si algo le faltaba al feroz mastín era agilidad con su cintura, y eso notó mi patrocinado. Aprovechando que aquel se le prendió del lomo con sus garras y dientes, para voltearlo, giró sobre sí, y lo golpeó con ambos muñones delanteros en las sienes. La mascota cayó pesadamente sobre su portentosa anatomía y rodó contra las vallas de contención de la pista. Aún perdiendo sangre, Gerardo comenzó a acercarse a Centella, con paso firme y seguro, hasta ponérsele a una cabeza de distancia. El gigante rojo se despertó de su letargo y atravesó la pista diametralmente, contraviniendo todos los reglamentos, para interferir la marcha de los contendientes. Lahan hizo una pantomima, como de ordenarle a sus hombres que lo picanearan para que deponga esa actitud. Sus matones caminaron esa pista como si se les hubiese encargado traer más champaña. Así, Rayo Rojo saltó sobre Gerardo, quien al caer, enganchó las patas traseras de Centella, y los tres giraron sobre la arena, hasta quedar tendidos en el pasto. Centella tenía un hombro dislocado, la otra bestia, aún con la cara magullada y el cuerpo maltrecho, seguía en pie, mientras Gerardo se esforzaba inútilmente por ponerse otra vez sobre sus cuatro patas. Varias dentelladas abrieron una herida en el cuello de mi protegido. En una loca carrera, logré llegar hasta donde estaban y le arrojé a Rayo Rojo una sombrilla de punta que le atravesó el lomo. Allí quedó, agonizante, desangrándose, mientras vi a los matones correr a paso vivo para auxiliarlo. Jeremías Lahan me echó una maldición, me acusó de trampear la justa, como si él no hubiera hecho exactamente lo mismo apenas un momento atrás. Entretanto, Gerardo, con sus últimas fuerzas, volvió a la carrera, seguido por el contuso Centella, que corría rengueando. Fue un final reñido y maratónico. Los dos estaban destrozados. En los ojos abrasados de Nora, vi la verdad desnuda. Aunque ganase, su suerte estaba echada. Yo lo sabía desde el primer momento, cuando aún no tenía el cuero desgarrado. Tuvimos apenas un día para reconocer el campo y ejercitarnos en él. Hubieran sido solamente unas horas, si un ayudante de Lahan, un tal Guido Rivera, no nos permitía permanecer allí más tiempo, mientras Lahan estaba ocupado con otros asuntos en su casona de Berisso. No es entonces extraño que sea él quien tome estos apuntes antes de que se cobre esta deuda. Este tiempo nos bastó para sacar adelante esta carrera y también para registrar algunas estancias de esta propiedad. Así fue que supe de la vieja armería, apenas debajo del podio que se había construido para consagrar al vencedor de la justa. Con Gerardo nos miramos, la puerta derruida apenas estaba atrancada con un gancho oxidado. Una vez abierta, nuestros ojos se posaron simultáneamente en una caja sin tapa, contenía granadas de alto impacto. Solamente activar una significaría hacer volar todo el predio por los aires. Y a Lahan con él y a sus infernales chuchos. ¿Y nosotros? ¿Qué sería de nosotros? Vi una seguridad escalofriante en sus ojos inyectados de lágrimas, y entonces lo supe. Finalmente, Gerardo llegó en primer lugar en aquella carrera, la última carrera de aquel hombre reducido a su mínima expresión por el sadismo humano. Lahan no estaba dispuesto a coronarlo, eso fue claro cuando sus hombres lo flanquearon munidos de sus ametralladoras. Si alguien tenía algo que discutir, sus balas responderían por él. En ese momento, nada le importó que allí hubiera concentrado a gran parte de la prensa, que los módulos cibernéticos siguieran cada uno de sus pasos. -Esta competencia será anulada. Usted violó las reglas al herir a mi mascota más preciada. Centella es el legítimo ganador, su chucho nunca lo hubiera alcanzado si se hubiese mantenido íntegro hasta el final. Pero, ya ve, usted este fatal accidente, y encima lesionó a Rayo Rojo. No sabemos si sobrevivirá. Me debe usted una jugosa indemnización. No necesité hablar, ni quise hacerlo. Nomás miré a Gerardo, ya desfalleciente, y asentí. Mi fiel compañero saltó del podio y entró a la armería. Volvió casi de inmediato, con unas fuerzas inusitadas para su condición. Llevaba una espoleta entre sus dientes. Y su sonrisa, si ustedes la hubieran visto, se conmoverían tanto como yo ahora. Por primera vez, desde que lo conocí en aquel bar inmundo, sonreía. Su mirada era pacífica y cristalina como un remanso. Fueron apenas unos segundos en que pudimos reconocernos y estrecharnos en un abrazo que se esfumó en el aire. Nos supimos hermanos, oprimidos por similares destinos. Nos supimos libres. Libres. Entonces, nos inundó el estallido. Solamente algunas cargas explotaron. Otras seguramente estarían inultilizadas por la humedad y el abandono. Pero fueron suficientes para hacer saltar en pedazos a Lahan y a sus esbirros. Lamentablemente, de Gerardo no quedó ni una muestra. Yo también volé por los aires. Se contaron cincuenta víctimas del siniestro. Nora salió ilesa, afortunadamente. Yo desperté días más tarde, en la cama de un hospital. Había perdido mis extremidades, brazos y piernas. Tenía escoriaciones y quemaduras en el resto de mi cuerpo. Pero estaba, estoy, atrozmente lúcido como para comprender la terrible verdad. La muerte no había tenido piedad de mi alma. No alcanzó esta treta para librar a un asesino de su suerte. Debía seguir pagando. Si bien intervinieron las autoridades militares, no se acusó a nadie por el atentado, se lo consignó como un accidente. Tampoco se informó la identidad de los muertos, aunque después supe que Lahan era uno de ellos. Sí se dio a conocer la nómina de sobrevivientes, ahí me enteré que Nora formaba parte de ellos. Suspiré aliviado, era lo único que no me cerraba de este plan, cargarme también a mi querida criada, a mi amada Nora. Otro dato interesante de este desastre fue que los corrales se desmadraron y de ellos escaparon buena parte de las mascotas que tenían allí encerradas. Ayer leí en el holodiario del panel central que uno de ellos, que no había logrado todavía ser mutilado, se puso al frente de un movimiento para liberar a otros mutilados y evitar nuevas capturas. Un tal Camponigro, conocido también como Leopardo, por tener el cuerpo sembrado de vitiligo. Hoy vino a verme Atilio Zangaro, albacea de Jeremías Lahan, para notificarme de mi situación. En un mundo sin justicia, nosotros somos la justicia, me dijo. Y usted nos pertenece, agregó. Ha perdido su condición de ciudadano y será integrado al número de nuestras mascotas, acelerando el proceso de su purificación, sentenció finalmente. ¿Purificación? Siempre se las arreglan para disimular un genocidio, para atribuirlo a la pura ciencia, a la equidad de los recursos, a medidas extraordinarias del gobierno para salvaguardar a los buenos ciudadanos, siempre los mismos, la única clase que se debe salvar de todo riesgo, para que siga mandando o para que enceguecida con diversión y estimulantes conceda y apruebe los dictámenes que otros toman. Tortura, mutilación, crimen, así lo llamo. Pero ahora voy a llamarme a silencio. Tal vez, para siempre. Ahora, el gentil caballero Guido Rivera, avanza navaja en mano para seccionarme la lengua. Quizás sea mejor así. Ya hemos logrado multiplicar nuestras voces.


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