PROYECTO ZOMBIE

EL DETALLE


Ya nadie lee sentada en la cama al tiempo que ve películas en blanco y negro, mientras los colores del día pasan hasta desaparecer, hasta fundirse en una sola y densa oscuridad. Las cobijas pesan de más en la ancha cama, lo que sería si estuvieras vos. Una gasa nomás, un calor simple, un cielo desparejo, una intimidad tan cercana, tan propia del mundo tuyo, adonde yo me asomaba a contemplar la multitud de sueños desfilando hacia la misma plenitud. Y ahora pesa tanto, carajo, tanto, y vos no estás para sostener esta voluntad que se me cae encima, este cielo encapotado arriba de mi pecho, esta lamparita floja que ya no puede darme luz. Vos te llevaste la luna, las estrellas, ¿adónde las guardaste, mi amor, con los fideos secos, en la lata arriba de la alacena?

Estoy acostado, eso quisiera, tumbado estoy, me talaron como a un árbol viejo. ¡Qué no daría yo por simplemente contemplarte! Aunque no me hables, así, escuchándote respirar, al son acompasado de tu menudo pecho. Viéndote de perfil, tus tres lunares alineados como una constelación, y tus pequeños ojos miopes que, al final, veían tanto o más que los míos, en una inagotable distancia, tan maravillosamente triste, tan cautiva de la libertad de todo cuanto amabas.

No me importaría deambular por toda la casa si te supiera durmiendo, y fumar en la oscuridad, en cada sillón del living, yendo y viniendo, como queriendo despertarme de tanta felicidad. Sacándome fotos locas que te mostraría en la mañana, y no en la mañana, en algún momento del día, en el día de algún momento, entre dos comentarios, dos confesiones de esas que empezaban: No te lo digo de mala, y etcétera; y tenías cada etcétera vos que me quedaba temblando, casi todo podía ser analizado y yo que me pasaba la vida analizando cosas no había penetrado nunca, ni de puta casualidad, ese sentido que parecía a simple vista tan descabellado. Por eso tenía que adorarte y sentirme un imbécil, un orgulloso imbécil que ama. Y ese orgullo de amante no podía tener desperdicio, podía ser miserable pero era auténtico, quizás lo único auténtico que supe de mí.

Ya no enciendo casi las luces, cada vez que doy con alguna película de esas que nos hacían reír y llorar, no la puedo poner en el reproductor y me entretengo recordando los repartos. Podíamos pasar horas así, ¿te acordás? Quiero creer que todavía te acordás, que algo de eso quedó en vos a pesar de todo. Yo te decía Paul Newman nomás y ya tenía El Golpe y La Leyenda del Indomable y Buffalo Bill y Butch Cassidy, y me reía porque no te acordabas nunca quién era el Sundance Kid, porque Robert Redford te caía antipático y cuando decía Todos los Hombres del Presidente me nombrabas solamente a Dustin Hoffman. Y así podían desfilar directores, actores, y después tarareábamos las bandas de sonido, como nos salían, medio a los gritos. Todavía recuerdo a tu hermana que nos chistaba desde el otro cuarto porque pensaba que estábamos borrachos. Y lo estábamos de bien que nos sentíamos. ¿Qué saben de borrachos los que no pueden emborracharse sin buscar un culpable, un motivo, un descuido? Que desafinábamos, que nos habrá puteado algún vecino… ¡Qué risa! Esa era la medida de toda felicidad, dejarse estar en esas noches lejanas. Tan lejanas, mi amor. ¿Pero no era ayer, acá a la vuelta, ahí en esa esquina, en este pliegue de la sábana?

No enciendo las luces, ¿para qué? Nomás ver tu ropa colgada, apilada en los estantes, tus fotos pinchadas sobre el telgopor recubierto de afiche. Cuando el día entra a pleno y me denuncia esos pedazos de vos que ya no te reclaman porque vos sabés bien desconocerlos, me voy, cierro la puerta. Me encierro en el cuartito chiquito, el de planchar. No queda casi nada ahí que te recuerde, porque odiabas planchar y yo nunca fui muy bueno, y las camisas siempre tenían la espalda arrugada. Pero quién iba a notarlo debajo del saco, debajo de la campera. Tenía la camisa arrugada y la sonrisa bien dispuesta, tenía cara de sueño a veces, y resaca, pero podía sonreír. Ah, si lo sabré yo que ya no sonrío. Hago morisquetas en el espejo a ver si algo cambia, pero es mi mismo gesto de dolor, esa contracción del alma.

Me habrás escuchado hablar, sobre todo a la noche, desde el balcón a la pieza, desde la pieza al baño. Te hablaba a vos, y vos no me respondías. Los primeros días te querías comunicar pero te costaba, hacías el esfuerzo y yo llegaba a comprender qué querías. Disculpame si te di agua o te lleve comida, no sabía en ese momento cómo calmarte. Te ponía los temas que siempre escuchábamos y hasta los cantaba esperando que me acompañaras. Solamente cuando te cantaba ¿Qué culpa tiene el tomate?, gritabas, y lo hacías de una forma tan particular que pensaba que podías recordarlo. Me alegraba entonces, no sabía por lo que estabas pasando, no podía comprender tu inmenso dolor. No sabía si ya estabas muerta o si querías morir, o si te estabas muriendo, o si querías que te matara o que me dejara matar. Solamente te veía irte, cada vez más ajena, más perdida de todo.

Mirá, si hablo es para no volverme loco. Para no escuchar tus gritos, tus gemidos, tus golpes en la pared. Siempre nos quejábamos de eso, de que las paredes eran tan finitas, como un sándwich de miga, que todos nos escuchaban y escuchábamos a todos los vecinos en el lugar del departamento en que nos encontrásemos. Que no podíamos hacer nada a voz en cuello, ni discutir, ni amarnos. Y a veces nos daba igual, y adelante, que se jodan los que no saben, los que no pueden, los que no quieren.

Desde que mataste a tu hermana, quedó libre la habitación y, por suerte, pude encerrarte. No tanto por mí, ¿qué hubieras podido hacerme? ¿Matarme? Yo ya estoy muerto, amor, definitivamente muerto con vos. Pero te encerré por vos, para que no te dañaras. Y mirá que sos, eh, porque igual te lastimaste siempre que pudiste, te sacaste jirones de carne. Al principio, un horror, porque te quedaba la herida abierta; ahora ya me estoy acostumbrando a verte cortajeada. Y no te veo, trato de no verte, de no acostumbrarme a tu nueva imagen, al olor nauseabundo de tu carne putrefacta, a los espumarajos con que solés salpicarme cuando te acerco algo de comer. Tengo que cuidar la vista y los orificios de mi cara, porque podrías infectarme. La boca vaya y pase, escupo, y ya no tengo riesgos, pero los ojos son la principal puerta para los contagios. Si no te beso nomás es porque temo que me muerdas los labios hasta arrancármelos. O la lengua. Nomás pensar que podrías hincarme profundamente los dientes me produce escalofríos. ¡Cómo pudo afectarte a vos! Vos nunca hubieras querido dañar a nadie, podías criticar a medio mundo pero tenías una sensibilidad tan delicada, te emocionabas con tanta facilidad, parecías tan vulnerable. En los primeros días, tenías una actitud tan frontal, tan decidida, que me daba envidia tu cambio. Eras como yo nunca pude haber sido, si llegaste a volarle la cabeza a Fernanda de un escopetazo. Claro que, a poco, te pusiste irritable, no dormías, caminabas por toda la casa y me daba miedo levantarme y encontrarte plantada en la cocina, desnuda, masticando una pieza de carne cruda. Vos sola te encerraste porque sabías que tenías la fuerza para destrozarme a dentelladas si querías. Por eso te aislaste. Yo podía verte desde el punto de vista clínico como a una paciente brotada. Pero como el hombre que te amaba no podía entenderlo, no lo entiendo aún hoy, ¿me creés? Un hombre de ciencia, ¡Ja! Un pobre tipo balbuceando incoherencias.

Desde que desalojaron todo el edificio, cada tanto escucho a alguien gritando en el pasillo, azotando nuestra puerta, incluso, un día, alguien me pidió a los gritos que le abriera. No pude hacerlo, a pesar de que eso podría haberlo salvado. Pero y si nos mordía, vos ya estabas mal, yo todavía pensaba en encontrar algo que pudiera recuperarte. Hoy sé que eso ya no es posible.

Mis notas están a la vista, también mis grabaciones. No van a tener que hacer un gran esfuerzo para encontrarlas, aquellos que aún puedan comprender el lenguaje humano. Aquellos que no han sido transformados por el virus.

Me estás mirando, sé lo que querés. Sabés que voy a dártelo, ya no cabe ninguna reflexión en mí. Suelto la fuente con el brazo recién amputado, ya no conseguía de dónde sacar comida y tuve que hacerlo. No sentí gran dolor, todo es más simple si se tiene el instrumental adecuado. Por suerte estoy bastante mareado por la anestesia y la falta de descanso, así que voy hacia vos como aquel día, cuando venías de la mano con tu sobrina, creo que salían de una calesita. Yo volvía del trabajo y se me cayó el diario del saco. Vos me lo alcanzaste. ¿Te acordás que me dijiste entonces? Me preguntaste si podías mirar los avisos clasificados. Así fue que nos conocimos y desde entonces hasta este día estuvimos juntos, ahora vamos a estar juntos para siempre. Mirá qué cosa estúpida lo que pienso: en cuanto seamos lo mismo vamos a tener qué comer y todo, qué detalle ponerlo en una fuente, ¿no?

Ya no necesitamos velas ni música de películas. Hacia donde vamos todos los días son iguales.

 
 
 
 
 
DESCOMPOSICIÓN


REGISTRO DE NOTAS – DÍA 8. Actitud hostil. Abandona cuidados personales. Energía desmesurada. Hiperkinesia. Iris amarillento, pupilas dilatadas. Fotofobia, se asila de motu proprio en zonas frescas y oscuras de la casa. Manifiesta ahogos y sudoración fría. Extremada palidez, pulsaciones débiles. Posible bradicardia. Permanece en estado sedente, con los ojos abiertos y cerca de una ventana abierta toda la noche. No responde a tratamiento con ansiolíticos ni sedantes. Esto estaría contraindicado a su depresión cardiopulmonar; se recurre a ellos no hallando ninguna respuesta con la medicación indicada para estos casos. Episodios afásicos en la variedad de Broca, manifestaciones aprosódicas, inexpresividad para manifestar emociones. Respuestas telegráficas. Inapetencia, adipsia. Boca pastosa, sin expectoración ni esputo. Pérdida de esmalte dental, pérdida de piezas laterales, pronunciamiento de caninos, coloración oscura interdental, posterior a gingivitis ulceronecrotizante aguda, se supone desaparición progresiva del hueso alveolar, en probable avance a periodontitis aguda. Pérdida de cabello. Aparente alopecia micótica. Episodios convulsivos moderados, se descarta epilepsia. Elevación anormal de la temperatura corporal. Presenta hematoma subdural no traumática. Posible encefalitis no acompañada de debilidad física, o principio de alguna forma meningocócica. Síntomas contradictorios que no responden a un patrón descripto para enfermedades tipificadas. Describe rigidez articular, hipotonía, que no se corresponde con fuerza física desproporcionada. Flujo vaginal excesivo. Orgasmos múltiples sin estímulo genital. Secreciones auditivas con sangrado. Las epistaxis han cedido. Labios secos y agrietados, ya no sangrantes. Presenta esclerodermias localizadas.





REGISTRO DE NOTAS – DÍA 14. Hoy es el cuarto día desde la evacuación masiva. Las fuerzas de seguridad desalojaron a la mayor parte de la gente que habitaba en el edificio. Desde la muerte de Fernanda, Evelyn y yo decidimos quedarnos a buscar una cura. Si fracasamos, pues moriremos juntos. Quizás desde este humilde lugar pueda hacer alguna contribución a la ciencia.

Perdimos contacto con el exterior, no sé si las líneas han dejado de funcionar o es que la infección llegó hasta el punto de incomunicarnos, porque han sido reservadas para emergencias de las autoridades. Ayer los canales de televisión dejaron de emitir boletines. No recibimos ninguna señal desde la noche. Temo por nuestros hijos; mi madre vive bien alejada de esta ciudad, casi en una zona de campo. Calculo que allí estarán al resguardo.

Lo poco que podemos observar de la calle, muestra muy poca actividad desde el domingo, el día del gran caos. Esa tarde no se sabía quién era qué cosa, todos corrían y la policía disparaba a la multitud, incluso vi como un agente asesinaba a su compañero de patrulla. Hoy, una línea de autos quedó abandonada a lo largo de la calle, los negocios y casas de la vecindad permanecen cerrados, cada tanto se ve pasar a grupos de seres vacilantes que parecieran avanzar sin sentido. Se golpean unos a otros, no parecen reconocerse entre sí, pero siguen marchando juntos como si una fuerza supraconciente los reuniera y los impulsara en la búsqueda de alimentos o fuentes donde saciar sus ansias. Todos lucen aspecto semejante a mi mujer, sólo que ella recibe cuidados que le permiten verse mejor todavía, aún conservada en algún sentido. Mi cuñada nunca alcanzó este estadio de la enfermedad; en un arrebato de furia mordió a Eve y le arrancó parte de la oreja derecha, lacerándole el cuello, dejándole una herida de 5 cm de largo. Cuando iba a clavarme sus dientes en el hombro, Eve tuvo que acabar con ella. Nunca creí que la escopeta de la baulera todavía pudiera ser disparada, hacía tiempo que no la limpiaba. Posteriormente, Eve me dio a entender que ella misma la había limpiado y cargado, previendo que las cosas pudieran complicarse. En principio, me enojé con Eve porque quería conservar a Fernanda para analizarla, le grité que quizás había eliminado a nuestro único ejemplar vivo para estudiar la infección. Evelyn sonrió con extraña lucidez y me dijo: Yo acabo de ser mordida, Esteban. Había cierta naturalidad y tranquilidad en su voz, como si entendiera de qué se trataba. A partir de esto es que supongo que Evelyn ya estaba infectada; una semana antes noté que tenía un arañazo en el brazo izquierdo.

Sucedió entonces que, Don Fermín, nuestro portero, tocó el timbre para verificar que todo estuviera en orden. Eve mantenía la entrada cerrada con las dos llaves y no había recibido a nadie desde que mamá se llevara a Pablo y a Martina. Habían transcurrido dos semanas desde aquella tarde. En ese momento apenas abrió la puerta, con la cadena puesta. Don Fermín se sonrió y la saludó pidiéndole que por favor lo dejara pasar, que era importante. Evelyn notó algo extraño en su aspecto y le dijo que no podía hacerlo, entonces fue que el portero quiso forzar la puerta y como no pudo, metiendo su brazo la arañó, atrayéndola con fuerza hacia sí, con tanta fuerza que además Evelyn recibió un golpe en la frente contra la puerta. Por suerte, yo pude ayudarla a cerrarla. El brazo de Fermín crujió como si se hubiera fracturado, tal fue la presión que ejercimos para evitar que entrara. Gimoteó, dio un chillido agudo y retiró el brazo, medio dislocado, hacia afuera, y se quedó gritando y maldiciendo en el pasillo.

Quise curarle esa herida, pero Eve se resistió, me dijo que no era nada, que no me preocupara, que si el tipo estaba infectado no la había mordido, así que no era problema. Yo pensé que igualmente podía tener alguna herida en las cutículas o en las yemas de los dedos, y podría haberla infectado a través de esa vía. La naturalidad posterior que exhibiera Evelyn tras asesinar fríamente a su hermana me dio la pauta de que ya había empezado en ella el cambio.

En cuanto al estado actual de la paciente, se ha agravado sensiblemente. No se le registra pulso a la palpación. Toda su piel ha tomado una coloración azulada grisácea, sus venas y arterias son visibles a la luz, emergentes. Se percibe en ella una agitación constante, un estado de irritabilidad ininterrumpido. No podría asegurar que respira, su pecho se mueve pero acercándole un espejo no se ha empañado, no tengo registro de exhalación. Hasta ayer distinguía latidos a nivel femoral, muy débiles. A la auscultación no encuentro registro de ritmo cardíaco. Tampoco hay signos de presión arterial. Hoy estaría clínicamente muerta. Sus ojos lucen hundidos en sus órbitas, no tiene reflejo palpebral. Carecen de brillo alguno. No reflejan la luz, lo he verificado con una linterna. Igualmente fue un instante y se puso a chillar como una rata, en un registro que no logro asimilar a ningún ser vivo. Está completamente atérmica, no podría decirse que su cuerpo está frío, tocar su piel es similar a tocar una madera. Ha perdido las uñas y el pelo, en cambio, las piezas dentales que le quedan parecen haberse afirmado.

Voy a intentar, sucintamente, relatar cómo hice para aprovisionarme de suministros con que alimentarla. En los primeros días de su infección, cuando decidí empezar a llevar un registro diario, había comenzado a rechazar la comida que abarrotaba las dos heladeras. Tenemos un freezer comercial, inmenso, lleno de verduras y trozos de carnes diversas: vaca, cerdo, conejo, pollo, pavo. Una noche en que se había ausentado del cuarto, la encontré junto al balcón intentando masticar un conejo entero que había sacado del freezer. Quise arrastrarla a la habitación pero me empujó contra uno de los sillones, indicándome que me aleje, que no quería dañarme. Dormí encerrado con llave porque temí realmente que pudiera devorarme aquella misma noche. En la mañana, no percibiendo actividad en el living, salí. La hallé durmiendo desnuda en la entrada del balcón. Del conejo nada más quedaban algunos huesos. Junto a estos restos encontré sus primeras piezas dentarias perdidas y rastros de sangre de su propio cuerpo, ya que el animal estaba congelado y supongo que lo ingirió y despedazó cuando su carne no había empezado a drenar sangre. Con algo de esfuerzo la llevé hasta la cama, ya había perdido mucho peso, así que no entendía porqué aún me seguía pesando levantarla.

En los días subsiguientes tomé la previsión de dejar piezas enteras de carne descongelándose en la mesada. Me di cuenta que prefería ingerir aquellos trozos que ya empezaban a ponerse fétidos por la falta de frío. Y dada su tendencia a querer morderme entendí que necesitaba carne humana para alimentarse. Así que, a pesar de que teníamos provisiones suficientes para varios meses, me decidí a salir.

Llevé conmigo un revolver en la cintura. Desde el ataque de Fermín y Fernanda, desde las corridas y griteríos de la calle, supe que entrañaba un gran riesgo el salir al exterior. No sabía con qué podía encontrarme en los pasillos y en las veredas.

Abrí la puerta, el pasillo estaba despejado. Ya al ganar la escalera, pues pensé que el ascensor, aún funcionando, era una trampa perfecta, encontré algunos cadáveres abandonados en los escalones. No tenían marcas de mordidas, habían sido muertos a tiros o despedazados con hachas y cuchillos, seguramente eran infectados asesinados por algunos sobrevivientes que habían escapado o por las fuerzas de seguridad que desalojaron el edificio. Con el arma cargada en una mano, arrastré los pedazos hasta mi departamento. En tres pisos hallé suficientes miembros y piezas como para soportar al menos una semana. Cada vez que salí tuve la previsión de encerrar a Evelyn en el cuarto que había pertenecido a Fernanda. Además cerré la puerta de entrada sólo con la llave de abajo. No tanto para que no se escapara sino para evitar que alguno de los infectados entrara. Evelyn se solía quedar quieta en su encierro como si supiera para qué salía yo al exterior. Eso fue por un par de días nada más. El último día que decidí salir sucedió lo que temía.

Tuve un incidente terrible con un infectado. Estaba en la escalera que va del quinto al cuarto piso, desmembrando un cadáver con mi cuchillo de caza, cuando desde los pisos inferiores llegaron a mí unos gritos desgarradores, dos tipos de gritos, el primero era grave y cavernoso, como un estertor sostenido, el segundo era agudo y chillón, así colegí que se trataría de un hombre y una mujer infectados. Me incorporé con el arma preparada para disparar y el cuchillo en la otra mano. Cuando los gritos estaban bien cerca se detuvieron. Justamente en el rellano. De pronto, un bulto emergió desde las sombras, disparé al instante, una mujer cayó a algunos pasos. En todo su aspecto era visible que estaba infectada. Subí un poco más dejando abandonada a la pieza que había cortado. El cuerpo de la mujer se agitó en el piso, noté como sus brazos se flexionaban hasta que alzó la cabeza y rugiendo se dispuso a dar un salto sobre mí. Le di justo en medio de los ojos y cayó con los brazos extendidos, ya exánime. Cuando el humo del disparo de disipó y mi vista se aclaró un poco, pude ver al otro infectado masticando el cadáver que me disponía a diseccionar. Clavó en mí sus ojos y abriendo bien su boca me mostró sus colmillos amenazantes. No atiné a dispararle. Reculé hacia arriba, corriendo desesperadamente. Llegué al departamento y cerré tras de mí la puerta, echándole doble llave y pasador. Esa fue la última vez que vi el exterior, aunque nunca alcancé la calle. De aquel infectado ya no volví a tener noticias, sospecho que se conformó con aquel cadáver y el de su compañera, para regresar a la calle.

En estos últimos días tuve que encadenar a Evelyn. Primero le había puesto una cadena de eslabones firmes pero finos, desde su tobillo izquierdo hasta la tubería del gas en la pared opuesta a la puerta del cuarto, era lo suficientemente larga como para permitirle llegar hasta el pasillo. Finalmente, haciendo acopio de voluntad y fuerza, tuve que maniatarla por entero, piernas y brazos, con una cadena gruesa. Por eso la única manera que tenía de agredirme era escupiendo, pero si me acercaba lo suficiente estiraba todo su tronco para intentar morderme. Así quedó encadenada a la tubería, que era lo más firme que encontré y lo único en toda la habitación que no había destrozado.

 
 
 
 
 
UN BUEN GOURMET


Como todos los miércoles, nos juntábamos en la casa de Román. Era el único que tenía lugar suficiente para que nosotros, que éramos doce, como los discípulos, como los meses, pudiéramos darnos un banquete a todo lujo, con todas las liberalidades que requería el caso. Este día era más que un sábado, más que cualquier salida de fin de semana, era el día reservado para los amigos, el íntimo ritual de descontrol y exceso, hasta ahí donde nosotros y solamente nosotros podíamos controlarlo. Esa noche el gordo dejaba de hornear pizzas para los clientes y cocinaba para los amigos. Así, con un interesante presupuesto al que todos aportaban en mayor o menor medida, porque los que estaban ajustados con el sueldo o no podían permitírselo, daban su contribución al grupo en un mejor momento y otro podía hacerse cargo de su aporte, comprábamos los ingredientes que el gordo solicitaba para preparar la cena.

La entrada arrancaba desde temprano, a eso de las 19 o 20 ya se abrían un par de buenos tintos y despuntábamos el vicio con queso cortado en dados, salamín en rodajas, la variedad que preferíamos era una especie de sorpresatta toda recubierta con granos de pimienta negra, aceitunas verdes, negras, rellenas con morrón, algunos encurtidos, ajíes en vinagre, pickles de todo tipo, escabeches diversos, comimos hasta nutria, vizcacha, carpincho, ciervo y jabalí. Comida, vino y charla. Algunos llegábamos bien temprano y para cuando arribaba el resto, ya nos encontraba algo entonados. Encima, como para matizar la velada, justamente, entre copa y copa, alternábamos nicotina y alquitrán de tabaco con el humito gentil de un buen cannabis: uno o varios porros, hablando en criollo. De modo que la bienvenida de los que iban cayendo era a pura risotada y buen ánimo. Y los que venían traían más vino, algunas cervezas, alguna otra bebida espirituosa para la sobremesa, algo más para picar y, a veces, postre. Éste consistía generalmente en helado, algunas golosinas surtidas, chocolates, alfajores, providenciales para el bajón del fasito digestivo, y, a veces, algunas dosis de cocaína y ketamina, que sostenían a los más díscolos muchísimo más que el café. Lo único que no abundaba en estas bacanales eran las féminas de sexo gentil, ya que la mayoría estaba casada, o en pareja. Y si bien las parejas solían no venir a estas celebraciones masculinas semanales, los celulares y beepers sonaban cada tanto y había que estar de una pieza para contestarlos. Además, éramos muchos para putanear, conseguir doce chiquitas era un dineral aparte y compartir, raras veces pudimos hacerlo, y venía a romper la armonía de los tópicos acostumbrados: política, fútbol, otras minas. Encima, Román vivía con su pareja y, si bien estaba previsto que ese también era su día de juntarse con amigas, podía elegir quedarse o reunirse en otra dependencia de la casa. Aunque no viniera quién sabe si no caía a cierta hora de la noche para encontrarnos a todos en plena orgía.

Generalmente, el reparto de vituallas se hacía de la siguiente forma: Teo, Fabián y el Mono, las bebidas; el gordo Roldán y Maldición, la provisión para la comida; Pipo y yo, pegábamos el faso, y sacábamos las fotos que quedarían como testimonio del acontecimiento, el doctor Nacho aportaba la alquimia y el control profesional de nuestra intoxicación; Perazzo, el “tío Gilito” y el cabezón Martín tenían funciones volantes, así que se acoplaban a cualquiera de estos menesteres. Los tres libres eran importantes, porque podíamos necesitar algún auxilio, in the middle of the night, y nadie daba pie con bola como para salir al ruedo y justo estos tres eran los más rescatados de la pandilla.

Cualquiera podría pensar que tales bacanales son parte del lumpenaje, pero hace falta suficiente guita para sostenerlas y que den un variado repertorio a los concurrentes. Entre los que había, como señaláramos, un “tordo”, un gerente de una prestigiosa multinacional, y dueño de casa, el pizzero, un maestro mayor de obras, un ingeniero, un bancario, dos telemarketers, un rentista, un tachero, un músico profesional y quien suscribe, un historiador. Vean qué selecto grupo, ideal para cualquier fiesta, el tema es que esta, justamente esta, no iba a ser como cualquier otra que tuviéramos, era la definitiva. Quién podía prever semejante desastre. Creo que no cabía en los planes de nadie. Ni aún Gilito, que se preciaba por imaginar historias monstruosas, hubiera alcanzado a tejer semejante trama. Menos con nosotros de protagonistas.

Fabián empezó a sentirse mal, fue el primero. Ni habíamos terminado la segunda botella de Syrah y apenas si le había pegado un par de secas al faso, cuando empezó a agarrarse la barriga con unas náuseas impresionantes. Tenía una horrible palidez, y vomitó un par de veces en el baño. Nacho lo asistió y no vio bien la situación. Temía que fuera un abdomen agudo. Perazzo se ofreció a llevarlo en su taxi, porque no había bebido ni fumado nada, Nacho y Martín irían con él hasta el hospital.

Los demás nos quedamos algo preocupados, pero pensamos que iba a superar esa ligera indisposición y pronto lo tendríamos de vuelta con los otros, para seguir con la reunión. El gordo entonces fue aprestando la comida. A algunos nos había entrado el hambre después de tres rondas de faso. De todas maneras, si había alguna novedad, nos enteraríamos al instante y haríamos lo que fuera necesario para sacar adelante al compañero herido en el cumplimiento del deber. Estas averías suelen suceder, pensamos, siempre va a haber alguno al que no le sientan bien las variaciones y las mezclas. Quedamos siete en la mesa, como los días de la semana, como los pecados capitales. Pero era demasiado hacer huevo, demasiada holganza, mientras el gordo se cagaba de calor para prepararnos la cena. Así que Teo y Gilito fueron a hacerle de ayudantes de cocina. Entonces, fuimos cinco a la mesa, como los dedos de la mano.

Así seguimos entrándole a los tintos y a la tabla de fiambres, cada tanto los otros dos venían e ironizaban sobre nuestra comodidad. Maldición se puso a improvisar con la viola de colgado nomás, y en esos momentos, capaz que terminaba componiendo un tema nuevo para su banda. El muy hijo de puta tenía un oído privilegiado, nomás de tararearle cualquier verdura el tipo te sacaba la canción entera, aunque esa canción no existiera, porque nos gustaba poner a prueba su habilidad con la guitarra. Recuerdo que el Mono y yo conversábamos sobre lo nefasta que había sido la década menemista y cómo todavía no podíamos recuperarnos de ese increíble vaciamiento que todos, de alguna manera, habíamos consentido. Pipo le buscaba letras spineteanas a la zapada de Maldición, era su cuelgue, si tenía un pedazo de papel cerca, o una servilleta, y alguien le alcanzaba una birome se ponía a dibujar o te escribía alguna poesía. Nadie entendía cómo ese delicado esteta se dedicaba a la construcción. Román, entretanto, revoloteaba entre la cocina y el comedor, hasta que el teléfono lo retuvo en su cuarto por un tiempo prolongado. Al volver noté cierta inquietud en su rostro, pero traté de no darle demasiada importancia, tal vez hubiera discutido con Claudia.

Las horas fueron pasando, Nacho no nos contestó los mensajes que le enviamos, nos fuimos preocupando un poco más, Martín tampoco atendía el celular y el tachero no contestaba su intercomunicador de alta frecuencia. No podía ser, algo malo estaba sucediendo. ¿Será que hay kilombos en la red, decía Pipo, y se cayeron las comunicaciones? Ninguno de nosotros entonces reparó en que los dos muchachos que asistían al gordo en la cocina no habían vuelto a aparecer en el ínterin. En eso, se aparece Teo, también pálido y todo transpirado. Le preguntamos si se sentía mal, porque realmente no tenía buen aspecto. Nos aseguró que no, que capaz que necesitaba tomar un poco de aire. Tenía la mano cubierta con una servilleta de tela porque, según él, se había quemado con el horno. Entonces apareció el gordo Roldán para anunciarnos que ya estaba listo todo.

Claro que, le dijimos, no podemos empezar sin los muchachos. El gordo frunció el ceño y respondió de mala manera que igual les íbamos a dejar bastante para ellos, que había comida de sobra, que tenía hambre y que si había que afrontar alguna complicación por lo menos tendríamos el estómago lleno. Pipo me miró extrañado, el gordo no era de reaccionar de esa forma, tenía un carácter bastante dócil y era más bien de pocas palabras, un hombre de acción. Román interrumpió el silencio y señaló que estaba bien, que él también estaba hambriento y que ya llegarían, que no nos preocupáramos más por ellos. Siendo que el anfitrión era de esa opinión, Maldición se sumó a la propuesta y el resto nos alzamos de hombros como diciendo no es lo mejor pero qué va, al final todos sentíamos esa ansiedad por saber qué carajo había pasado con nuestros amigos pero como estábamos fumados y algo escabiados se nos confundía con ganas de morfar. Así que nos sentamos a la mesa, mientras el gordo traía la asadera y una fuente con papas y batatas. Teo se quedó en uno de los sillones agarrándose la mano. Le preguntamos si no iba a comer, dijo que más tarde, que quería descansar un poco.

Nos extrañó que Gilito no hubiera vuelto de la cocina y Román fue a buscarlo, pero no lo encontró. El gordo lo tranquilizó diciéndole que lo había mandado a comprar unas latas de atún para el segundo plato. Yo mencioné que no lo habíamos visto salir.

- ¿Y para qué hay puerta de servicio, papá? -dijo grotescamente Roldán -. Por ahí sale la señora de los mandados -concluyó refiriéndose a Gilito con ironía.

Nos reímos un poco, el gordo sirvió las porciones, y empezamos a comer. En realidad, debo confesar que estábamos bastante nerviosos por la situación, no sabíamos qué podía haberle pasado a Fabián.

El gordo Roldán era un genio cocinando, el título de maestro pizzero le quedaba corto, hacía poquito se había puesto un restaurant en Castelar con un socio pero él seguía haciendo pizza porque le encantaba amasar. Pero esta vez la comida no estaba tan buena, nos miramos y nuestro gesto pareció coincidir. Román le preguntó si esa era la media res que había en la heladera grande. El gordo asintió, dijo que había fileteado unos cuantos pedazos y los había trozado, que era una receta hindú, que por eso picaba un poco y tenía un gustito dulzón la carne. Pipo lamentó que no hubiera respetado el costillar porque le gustaba mondar los huesitos, pero, dijo, que había que probar de todo, así que siguió comiendo, sustentando su teoría de que en esta vida había dos cosas que no podían dejar de hacerse antes de morir: chuparse una buena pija y tirarse en parapente.

Ya íbamos a servirnos el segundo plato y Gilito no había vuelto. No había ninguna noticia de los muchachos y Teo estaba cada vez más sumido. El Mono había hecho un curso de primeros auxilios en la Cruz Roja y quiso verle la quemadura, a ver qué tan grave había sido, porque Teo seguía con la servilleta que había empezado a mancharse de sangre. En general, las quemaduras no sangran, sostuvo, qué raro que esta sí. Contrariamente a lo que podía esperarse, Teo escondió la mano en su espalda. Pero al mismo tiempo empezó a moverse de manera extraña, adelante y atrás, como quien está empezando con una convulsión. El gordo se puso a hablar en voz alta, parecían incoherencias, y Pipo trató de callarlo.

- Estamos cambiando para mejor, me parece. Todos vamos a cambiar, al principio cuesta aceptarlo pero después ya no va a haber más dolor, se los puedo asegurar. ¿Alguien me lo dijo? No sé, capaz que mi socio, el Edu, no sé, capaz que no me lo dijo. Pero me lo dio a entender así cuando me pasó su saliva. ¡Ja, ja, ja! ¡Su saliva!

Nadie entendía nada, el gordo se había vuelto maraca, no tenía sentido lo que estaba diciendo mientras el pobre Teo empezó a largar un líquido viscoso por la boca.

Todo fue demasiado rápido. Teo se paró y se abalanzó sobre el Mono. Al pararse, se le cayó la servilleta y vimos su mano: le faltaban los tres últimos dedos. El Mono trató de defenderse, no sabía qué bicho le había picado a este que, de pronto, lo atacaba cuando él se había ofrecido a auxiliarlo.

Todos vimos la escena, como Teo empezó a morderle el cuello al pobre Mono y cómo el chorro de sangre saltó arriba de la mesa. Distraídos como estábamos no notamos que el gordo Roldán le había partido el cuello a Román. Simplemente le giró la cabeza. Lo advertimos cuando Román golpeó su cabeza arriba del plato y nos salpicó con salsa.

- ¿Les gustó mi especialidad? Se llama Gilito en su propio jugo con guarnición… Si querés los huesitos, Pipo, están en el baño de servicio -completó la información con los dientes manchados de sangre, porque le había arrancado la nariz a Maldición de un solo mordisco.

Ahí recién caímos, en parte, con lo que estaba pasando, y resolvimos defendernos de estos caníbales. Pipo se había tirado hacia la televisión y los sillones con una cuchilla en la mano, y se debatía entre el gordo que se le iba encima y las arcadas que le producían el haberse comido a un amigo, ver cómo mataban a otros dos y cómo nos atacaban para comernos.

Yo agarré el trinchante largo que había usado el gordo y con un dolor y un asco tremendo se lo ensarté en el ojo a Teo, que se alejó gritando. Sentía que no tenía más fuerzas, estaba espantado, no podía moverme, Pipo me llamaba, me pedía ayuda y yo sólo temblaba. Teo había desaparecido hacia el cuarto de Román. Me quedé mirando la nada, sentado en mi lugar, al lado del Mono. Lo miré y me estremecí, porque se movía, todavía se podía hacer algo por él, se movía. En un segundo alzó la cabeza de la mesa y me tiró a morder. Salté de mi asiento y no sé cómo me instalé al lado de Pipo que apenas podía resistir la fuerza de Roldán y estaba a punto de tumbarlo. En un último esfuerzo, le metió hasta el fondo del estómago la cuchilla. El gordo estalló en un grito y cayó al suelo, manchando toda la alfombra.

Pipo y yo quedamos ateridos, inmóviles contra la tele. El Mono se levantó con gran dificultad y se fue acercando a nosotros. Teo volvió del cuarto y se puso junto a él. Se miraron, hoy sé que hubo una inteligencia entre ellos, quizás el último rastro de algo parecido a una forma de conciencia. Maldición se incorporó entonces con la cara llena de sangre y gritó, medio cantando: Ah, come de mí, come de mi carne…

Por suerte, la ventana del living estaba abierta. Así que Pipo y yo corrimos hacia ella para intentar saltar al patio. Ya encaramado, sentí que Pipo era arrastrado hacia atrás. Salté de espaldas y entre el cortinado que ondulaba, vi al gordo Roldán pararse con el cuchillo aún clavado y arrojarles a Pipo por el aire a los otros condenados. No bien lo atraparon, empezaron a devorarlo.

Del patio a la calle mediaba una reja. Me trepé y logré ganar la vereda cuando el gordo ya sacaba los brazos a través de los barrotes para tratar de agarrarme. Me lo quedé mirando, cuando a mis espaldas, un auto se detuvo. Era el taxi de Perazzo. Habían vuelto, justo para salvarme. Mi amigo, el tachero, bajó. Venía solo aparentemente. Apenas dio dos pasos y se desplomó, tenía un fierro hundido en la espalda. De la parte trasera del auto, descendieron Fabián, Nacho y Martín. Estaban desencajados, llevaban un aspecto terrible, y caminaron pegados con la cabeza baja hasta unos metros antes de donde estaba.

Nacho alzó la vista y entonces supe que ya no era él. Vas a venir con nosotros, gritó. Y los tres empezaron a correrme.



En ese momento, Oscar detuvo su relato y se echó a llorar como un chico, después supimos cómo había escapado. Pero eso ya es parte de nuestra historia. Aparentemente, tanto Fabián como el gordo Roldán ya estaban infectados cuando llegaron a la casa de Román. Fabián, el ingeniero, trabajaba en la misma fábrica que Paco y yo, entonces nos miramos y pensamos lo mismo. Aníbal Druso, el hombre que inició una de las mayores carnicerías que habíamos visto hasta aquel momento, de la que nosotros fuimos los únicos sobrevivientes, seguía vivo, aunque vivo sea sólo una forma de decir.






LA DISPUTA


Existen espacios en la ciudad que parecen solamente escondrijos para ratas, gatos, y malvivientes que se refugian de la ley o acechan en las sombras. Claro está que la ley hace rato dejó de protegernos de nosotros mismos y, por cierto, nunca lo hizo de aquellos que tenían el poder para dañarnos o privarnos de lo que hubiéramos conseguido con esfuerzo.

Los puentes solían ser nexos que interconectaban la ciudad, debajo o encima de las redes ferroviarias y sobre algunas avenidas. Éste en particular, donde me encontraba, seguramente era uno de los más sórdidos de esta ciudad. Siendo una calle adyacente al gran entramado que desde Rivadavia desemboca en las vías, pasaba por debajo de ella y, respetando de alguna forma las veredas, tenía sendas peatonales a ambos lados que ofrecían una oscuridad razonable a cualquier hora del día. En algún tiempo circularon por ella decenas de autos pero, últimamente, con la gran carestía de combustibles y el caos generalizado se veía aún más desoladora, realmente abandonada.

Entonces estas sendas se habían convertido en verdaderos recovecos donde refugiarse. Yo ya estaba acostumbrado, de alguna manera, a vivir en el límite de lo humano. No había pasado una mala vida hasta que a algunos se les ocurrió que la tuviera.

Durante años me desempeñé como técnico agroquímico en el INTA, antes de la primera revolución campesina, que fue, en términos prácticos, una avanzada de sectores múltiples, entre los que no se puede negar que hubiera personas abocadas a la labranza de la tierra, pero que estaban conducidos por terratenientes arruinados y otros aún poseedores de grandes extensiones latifundistas en la provincia de Buenos Aires. La cosa estalló cuando el boom de la soja y el biodiesel, cuando se descubrió su enésima aplicación industrial, tal vez la más importante: la fibra sintética conocida como Alfa 4. Desde entonces este derivado fue explotado en textiles, envases que sustituyeron al plástico y hasta juguetes y revestimientos sintéticos en enseres de cocina, pisos y sanitarios. El INTA fue desplazado de su espacio y en su lugar se centralizó la temida Oficina General de Racionalización Agropecuaria, el OGRA. Todo esto sucedió bajo la dictadura de Agenor Pascal Méndez, un ingeniero agropecuario vinculado a la más rancia elite, que había concedido todo el poder de policía a los siniestros mellizos De Felice.

Entonces sucedió lo impensado. La gran infección. El peronismo desplazado del poder quiso ver en ella una plaga profética que, desde el campo, vino a arrasar con todo lo conocido, a instaurar su régimen de terror. Culparon al Alfa 4 como portador del germen y esto produjo una caída en la venta del sintético y de todo lo que lo contuviera. La Agencia Patriótica de los De Felice empezó a perseguir al elemento peronista de la sociedad y a asesinar a todo aquel que hubiera tenido alguna conexión con el poder depuesto. En la que fuera llamada la zona de la City Porteña, con sus casas de cambio y sus sedes bancarias, se establecieron barricadas y algunos antiguos edificios públicos se constituyeron en sede de la llamada Nueva Resistencia Peronista. En medio de estos enfrentamientos del Estado Campesino y los militantes de la Resistencia, que disponían de recursos suficientes para sostener en el tiempo el conflicto, la población mayormente había optado por una tercera posición, que tenía sus dos vertientes: una combativa y expectante de lanzarse a la lucha armada y otra indolente, replegada en sus hogares y participando de los saqueos a los comercios organizados tanto por uno como por el otro sector enfrentado. La AP aprovechaba las nefastas consecuencias de la infección masiva para sindicar a cualquier sujeto sospechoso de independencia de criterio (en su clasificación: neozurdos o escleroperonchos) de infectado y eliminarlo. Tanto la Resistencia como la fracción combativa de tendencia izquierdista, denunciaban este manejo y, en comandos organizados, atacaban a las diversas oficinas de comunicación, inteligencia y archivos de las dependencias campesino-oligárquicas. Siendo resonante en esos días el secuestro y asesinato con juicio sumario del empresario tecnoagrícola Nicolás Gussani. Una leyenda urbana sostenía que la OPLN (Organización Paramilitar para la Liberación Nacional) había cobrado por un supuesto rescate del dirigente, cinco millones de euros, aunque se supo que la cifra no había rebasado el millón y tuvo por destino equipar los arsenales populares.

Yo había sido despedido con el resto del personal del INTA que ya había sufrido serios recortes presupuestarios; yo fui uno de los últimos en ser despedidos antes de la clausura. Inicialmente me dieron una indemnización que apenas me sostuvo por todo un año. Una parte de ella la invertí en bidones de aceite de girasol. Las hordas campesinas habían incendiado muchos campos de la región y casi todas las aplicaciones agrarias habían sido erradicadas para plantar más soja. Así que el maíz, el trigo y el girasol cotizaban a un precio exorbitante en bolsa. Maldigo el día en que me decidí a especular con esos valores. Yo tenía dos hijos y una mujer que mantener y queriendo salvarlos los condené. Por suerte mi mujer se infectó y hoy vaga con los demás vectores de contagio por las calles de Buenos Aires. Digo por suerte, porque pudo derribar a dentellada limpia a todo un escuadrón de la AP luego de que se cargaran a mis dos hijos a punta de pistola. Esos cinco malditos quizás vaguen hoy junto a ella por esta ciudad. Yo no estaba entonces en mi casa. Al llegar, un vecino me advirtió que no entrase, que ya no había nada que hacer, que no quedaba nadie por salvar, que mi casa ya no era mi casa, que no tenía adonde volver.

Desde ese aciago día vago por las calles con mi carro, pude construirlo de uno de los tantos móviles abandonados. A la parte trasera de una F-100 le anexé una bicicleta vieja y herrumbrosa, gracias a la colaboración de la Caravana Itinerante, un grupo de desempleados de la industria automotriz y metalúrgica, con sede en Gral. Pacheco, en dependencias de la inmensa planta de Ford, tomada por la OPLN para forjar carros de asalto y móviles diversos que sustituyeran a los viejos autos, hoy inútiles ante la falta de combustibles. Todos de tracción a sangre, para los que utilizan caballos y hombres que accionan sistemas de poleas y monociclos equipados con cabinas de cierto blindaje. La AP todavía cuenta con depósitos de biodiesel. Esta ventaja aún los sostiene en el poder. Las refinerías fueron en su mayoría incendiadas para disipar la ola de infectados que fluía hacia la Capital. Al gran depósito de hombres y mujeres. Al Mercado Central infinito para los denominados organismos necróticos antropófagos, comúnmente llamados Muertos vivos.

Así, con mi carro, vago por las mañanas ofreciendo aceite a bajo costo para los vecinos aún a salvo de la gran infección. Guardo algunos bidones en un cine abandonado. Y los pocos euros que puedo reunir me alcanzan para sobrevivir día a día. De todas maneras, en esta tierra, pocos se manejan con este valor de cambio. El gobierno lanzó en su lugar, pero manteniendo la cotización en paridad con el euro, los ceibos, billetes del tamaño de una palma, similares a la plata de juguete del Estanciero, con la cara de Julio Argentino Roca de una lado y del otro, una flor de ceibal, de color rosa pálido, y según dicen, también fabricados con Alfa 4 que los hace parecer plastificados como naipes. No constituyen un verdadero valor de cambio, así que suelo no aceptarlos por mi aceite, he llegado a casos de intercambiarlo por otros artículos de primera necesidad o algún servicio personal, de no contar mi ocasional cliente con euros. Pero aunque sean centavos los que logro juntar, esos centavos de euro valen mucho más en el mercado que la denominación más alta del ceibo: el billete de cien, con el rostro del Almirante Isaac Rojas. Con esos pocos centavos puedo aprovisionarme de comida, para la que necesitaría cientos de ceibos a la semana.

Lo único que poseo además de mi carro y mi aceite, es un perro. Se trata de uno que recogí de la calle años antes, que cuidaba mi pequeño depósito de aceite en Barracas. Cuando la AP devastó buena parte de los emprendimientos individuales y sociales para privilegiar a los negocios del Estado o de aquellos que mantenían al día sus contribuciones (calculen 3/4 partes de sus ganancias), vacié el depósito y pude traer mis bidones al Abasto donde hoy funciona una Cooperativa de Insumos, custodiada por el OPLN en conjunto con la NRP. A mí me alquilan una de las viejas salas cinematográficas a muy bajo costo mensual. En ella suelo, a veces, pernoctar, una parte de la sala la ocupa una familia que vino de Formosa, dos mujeres, hermanas entre sí, y un anciano, su tío materno, tres de los cincuenta sobrevivientes de esa provincia, en otro sector funciona un pequeño mimeógrafo donde mi primo Dante edita el Boletín de Almagro, que se comercializa clandestinamente entre los vecinos a un ceibo con cincuenta. Dante es el único que puede ayudarme con el sostén del refugio, porque los formoseños no han encontrado ninguna actividad lucrativa todavía, aunque las chicas son docentes primarias y le dan clases de español a un grupo de ghaneses que viven en la sala 4 sin ningún costo alguno. Yo prefiero la calle a la seguridad de los cines del Abasto. Mi primo dice que me expongo tontamente por un puñado de moneditas pero bien sabe que esas moneditas nos permiten seguir viviendo, aún a riesgo de toparme con un grupo de infectados o ser acribillado por una partida de la AP. Me topé con una de ellas y me dieron un 22 por una botella de aceite. Por suerte todavía tengo qué comerciar a cambio de mi vida. Otra cuestión muy distinta son los infectados, ellos no tienen ningún reparo en transmitirme su virus porque justamente tengo en mi cabeza su fuente primaria de alimentos.

Hace unos días, penetraron en las galerías inferiores del Abasto y contagiaron a tres grupos. La NRP tuvo que incendiar toda la planta baja con lanzallamas y contaron a veinte infectados eliminados pero tuvimos que lamentar la baja de tres compañeros, dos descuartizados y uno que se sumó a los necróticos tras ser mordido. Vicente Palacios, líder del comando 4to y para colmo de males guía interurbano.

Un día caluroso, con Volta, mi perro, estacionamos el carro en las sombras del paso, y bebimos agua. Por suerte, tuvimos este amparo, cuando vimos esta particular secuencia. Un señor Enrique, guía de los Luro en esta zona, avanzaba por Anchorena camino a Corrientes. Al llegar al puente, conversamos unos minutos sobre el estado en que se encontraba su grupo, los Luro lo habían enviado a explorar recursos que pudieran utilizar en intercambio con algo de lo que ellos producían, algunas explotaciones menores de madera, caucho y granos. Me contó que trabajaban en estrecha colaboración con los Liniers, que habían contactado a Ramos Mejía donde resistía un grupo de veinte personas casi aisladas, cerca de la estación, que esperaban recibir refuerzos o ser evacuadas. El carril del oeste se encontraba aparentemente más despejado que el carril norte, actualmente en plena invasión de infectados. Recoleta, Barrio Norte, Palermo y Belgrano habían sido arrasados. Él tenía la sensación de que las hordas de muertos vivos no volvían a transitar por los lugares en los que ya se habían alimentado, y como la primera ola provino del oeste de la provincia de Buenos Aires, ellos consideraban a esta parte de la ciudad como zona liberada. Si bien le acepté esta posibilidad, le indiqué que guardaba algunas dudas. Ayer nomás, una horda acometió la entrada trasera del Abasto infectando a cuatro guardias, a la cabeza de esta horda iba Vicente Palacios transformado. Así que cabía la eventualidad de que conservaran por algún tiempo cierto rastro de memoria que los hiciera volver sobre sus pasos, a los lugares que acostumbraban frecuentar. Enrique me miró desalentado, me estrechó la mano y prosiguió su camino. Yo volví con Volta al resguardo de mi sombra. Recuerdo que le dije que me extrañaba que no llevara con él a un perro. Me contestó mientras iba perdiéndose hacia el final del túnel, en plena calle, que un cimarrón se lo había matado en La Floresta. Que iba a conseguirse otro y que Volta era un espléndido ejemplar, que lo cuidara. Mi perro tenía la alzada de un lebrel, el hocico aguzado, y las orejas largas y caídas, con el pelo bien pegado al cuerpo, y una cola corta, delgada y enhiesta.

Casi llegando a la salida, le salió al paso un infectado. Parecía reciente porque no había adquirido la costumbre de agruparse, quizás había sido mordido por un particular, algún renegado en mutación, esos eran los más peligrosos porque todavía poseían el don de comunicarse y, a lo lejos, tenían todavía todas las características humanas, sin pérdidas notorias. Pero éste veíase enteramente como un infectado, le faltaba la mayor parte de la ropa, estaba descalzo, y uno de sus pies se veía destrozado, estaba casi pelado, con la cabeza minada de eczemas, el tronco desviado y el pecho pronunciado hacia delante, agitando los brazos de manera espástica, gruñendo y gritando.

Enrique empezó a retroceder hacia mi lado, sin darle la espalda y blandiendo una vara de hierro negro afilada, aparentemente arrancada de alguna reja, larga, que se asemejaba a una lanza. Creo que ambos lo sentimos a un tiempo, desde la entrada al puente nos llegaron unos ladridos lastimeros y plurales, era patente que una jauría se aproximaba. Volta se agazapó contra la contención de la senda y comenzó a gruñir. Sabía que sus congéneres salvajes eran realmente peligrosos y si debía luchar tenía que proteger su retaguardia, yo saqué la 22, me quedaban sólo cuatro cargas. Enrique apenas se volteó, conservando una línea de visión paralela que apuntaba tanto a lo que se venía como al infectado amenazante. Como buen guía que era había desarrollado una visión periférica, su campo se había ampliado notablemente, tanto que aún mirando de frente podía ver a ambos lados sin mover su cabeza.

La jauría llegó, unos cinco perros cimarrones, entre ellos un dogo blanco, una cruza de collie y un ovejero belga. Los otros dos eran cuzquitos de pelaje grisáceo. El dogo, de formidable porte, alcanzó a Enrique en dos trancos, y saltó sobre él, el guía le perforó el vientre con su vara y el animal cayó de costado entre agudos quejidos. Al notar esto, el infectado se sintió libre de la amenaza de la vara, así que dando unos pasos empujó hacia atrás los brazos de Enrique con sus ennegrecidas manos. Inmovilizado el guía, le quedó franco el cuello para la letal mordida. Yo podría haber disparado, no lo hice por dos razones: los perros nos hubieran atacado y podía atraer a bandas de infectados cercanas a nuestra ubicación, y así delatar nuestro refugio transitorio. Quizás estuve mal, pude haberlo salvado, pero para sobrevivir en esta jungla hay que renunciar a toda contemplación. Pronto, el guía de los Luro estaba bañado en su propia sangre. Ante su grito de dolor, los perros avanzaron hacia donde estábamos Volta y yo. Mi perro se prendió del lomo de uno de los petisos y lo revoleó contra la pared. Me extrañó la elección, pero seguramente sabría, por instinto, que, eliminado el dogo, macho alfa de la jauría, este enano le seguiría en jerarquía. El can, malherido, no cargó contra Volta sino que volviéndose a los suyos les ladró alguna orden y todos se abalanzaron contra el infectado. El putrefacto ser se alejó a los tumbos perseguido por el resto de la jauría. Ese día, aprendí algo importante de los perros salvajes, que entre sus enemigos, los infectados tienen la prioridad.

Pasado el tumulto, me acerqué a Enrique, me reconocía todavía.

-Hizo bien, Ariel, yo hubiera obrado igual. -Dijo mientras se desangraba y sus ojos iban perdiendo el brillo- Ahora dispare, antes de que me vuelva uno de ellos.

Me tomé algún tiempo. La transformación nunca era tan rápida pero ese hombre ya estaba condenado. Tomé una botella de aceite, la puse contra su cara. No cubrí mi mano, Enrique pudo haberme mordido pero no lo hizo, se contuvo como intentando retener vanamente su naturaleza humana. Disparé a través de ella y le volé el cráneo, el plástico amortiguó el estertor. Igualmente, me subí a mi carro y pedaleando me alejé, seguido por Volta, muy de cerca.



EL RENEGADO

“Nunca supe cómo fue que llegué hasta allí, sólo sé que me cansé de todo y mi mente estalló”. Así comenzaba su relato Daniel Muzak al licenciado Covelli, asignado al Comité de Analistas por la Libertad, una agencia de actividades reservadas, creada por el Programa Bachelor de control sistemático de la población. Gastón Bachelor era un conocido animador radial de la red Animotion de contención social; había empezado un ciclo de música y reportajes a grandes figuras del espectáculo pero fue virando a personajes destacados por su valor social. El giro que dio su vida se inició con una entrevista al doctor Gardiner, el primero en obtener una muestra infectada para su análisis, descubridor del factor Beta Plus en la sangre, vector principal en la transmisión del llamado virus Tanatheria neoyorcaensis que últimamente venía diezmando los índices poblacionales de todo el mundo. Abraham Gardiner ya era un destacado infectólogo y genetista cuando el virus se manifestó con todas sus fuerzas en su hijo Dago. Lo más terrible de todo no fue que tuviera que aislarlo del resto de su familia luego de haber sido mordido por un compañerito de escuela, sino que finalmente, con un método incruento, una inyección letal en la base del cerebro, tuvo que provocar su deceso. Él ya había visto muchos casos de esta enfermedad y, lamentablemente, había asistido a la ejecución de esas jaurías humanas, encendidas de violencia destructiva en contra de su propio género y embriagadas de ansias de sangre, aparentemente único medio para mantenerlas aún con vida. Si eso podía ser considerado una forma de vida. Pero este caso, al tratarse de su propio hijo, le dio tiempo para reflexionar en buscar una cura para el mal. El doctor Gardiner iba a terminar bajo los efectos del mismo mal que se dedicó a combatir, cinco años después de comenzar su búsqueda, cuando la horda de seres sin alma penetró en los laboratorios Avalon y acabó por destruirlo. El profesional dejó unas cintas con su historial, desde que fuera infectado, resistió unos veinte días en un gabinete hasta que lo consumió la fiebre, murió solo; seco como una pasa. Bachelor atesoró la grabación y nada volvió a ser igual para él desde entonces; bien podríamos decir para nadie. Así fue que decidió fundar ese programa de protección para infectados. Reunió a un grupo de profesionales y voluntarios que dedicaron su tiempo a comprender a esas víctimas transformándose en inconscientes perros de caza, empujados por la sola voluntad de sangre humana y líquido encefalorraquídeo. El mismo Bachelor cedió su enorme casona de Vicente López para este emprendimiento.
“Estábamos con Fabio Marchena, cameraman de la Cadena 3, cubriendo un terrible accidente ferroviario en la terminal de Constitución. El maquinista estaba arribando cuando aceleró la máquina, chocando contra la contención, descarrilando el tren. Nunca bajó la velocidad, a pesar de haber sido avisado de la cercanía. El tren venía atestado de gente, como era costumbre en esos días de emigración. El cordón sur recibía ataques constantes de los infectados y algunas zonas ya habían sido evacuadas. Los alrededores se habían convertido en una carnicería, había personas mutiladas desparramadas por todas partes. Se veían algunos muertos, otros heridos gemían en el suelo, a pocos metros de donde habían caído los vagones”.
El relato sonaba monocorde a través de los parlantes. Bachelor fruncía los labios como si presintiera algo extraño que Covelli no hubiera comprendido. La voz de Daniel Muzak sonaba algo nasal, como muy contenida, casi midiendo cada una de sus palabras. La descripción del hecho era casi periodística, no tenía rasgos de pasión, como si el que relatara no hubiera participado del incidente más que circunstancialmente, como un observador pasivo o un técnico eficiente.
“Por todas partes confluían ambulancias, paramédicos, rescatistas, socorristas y cuadrillas de bomberos. El público se agolpaba detrás de las vallas que había colocado la policía. Algunos efectivos rondaban por el perímetro hablando por sus handies. Los pocos medios que cubrieron el
siniestro iban llegando lentamente. No había todavía ningún móvil de trasmisión, y el único que llegaría, al cabo, era el de Impacto 24 TV, tachado de amarillista por las grandes corporaciones pero que, al menos, se ocupaba de las tragedias del hombre común, de la vida cotidiana. Siempre admiré el aplomo de esos cronistas, su carácter impertérrito que les permitía cubrir los crímenes más nefastos con una asombrosa presencia de ánimo. Yo nunca alcancé ese estado ni quise alcanzarlo. Siempre me sentí afectado cuando tuve que cubrir cosas tan terribles como esta”.
Su voz caía cada tanto en pozos absortos de silencio, pero en su tono no se delataba ninguna alteración emotiva, curiosamente, en ese momento, Daniel Muzak se oía tan sereno como aquellos reporteros que admirara. Incluso hablaba como si alguien le hubiera escrito esas líneas y él simplemente las repitiera. “Debería haberlo sabido”, le dijo Bachelor a su asistente, la mujer lo miró de soslayo, casi sin interés. El mecenas sonaba en ocasiones con afectación, como si creyera que podía controlar todas las situaciones sólo con la experiencia de sus asépticas entrevistas radiales.
“Las cuadrillas desplegaban su actividad con eficiencia. Los rescatistas avisaban cuando iban emergiendo las víctimas de entre los fierros aplastados. El personal ferroviario no salía de su perplejidad, el maquinista Moreno estaba por cumplir veinticinco años en su oficio, no comprendía cómo podía haber causado semejante desastre. Yo creía entenderlo, no sé porqué extraña razón comprendía el sentir del chofer en aquel instante. Como si, de alguna forma, me lo hubiera trasmitido. Claro que era difícil de sostener viendo a su cuerpo incrustado en la pared, a unos metros de los parantes de hierro. Pero yo lo sabía, tenía la conciencia alterada, de pronto todo me parecía susceptible de ser interpretado, todo me resultaba sensible a la percepción, cada textura, cada herida. La máquina tenía toda la trompa destrozada y había quedado clavada tras soportar la embestida de los vagones que acabaron volcados, salvo el primero que quedó encajado contra la máquina. Todo olía a muerte, aún el rancio tufillo del diesel derramado, el humo negro y luego gris tras el auxilio de los bomberos. Todo estaba preparado, de alguna manera, para lo que nos esperaba. Cuando la mayor parte de los hombres que cubrían la emergencia comenzaron a desbandarse, yo me mantuve como clavado en el lugar”.
Gastón Bachelor hizo un gesto de obviedad y golpeó la mesa con el puño. Un analista como Covelli debiera haber entendido lo que podía leerse entrelíneas, acaso no previó lo amenazante de esa afirmación. El murmullo lineal y persistente de Muzak tal vez hubiera ejercido algo parecido al trance hipnótico para que la narración, bastante monótona, se le metiera adentro del cuerpo al profesional, hasta el punto de sentirla como un recuerdo de pronto implantado. Solamente así se explicaba su parálisis y las escasas e irrelevantes preguntas del inicio, típicas formas de la entrevista clásica pero en absoluto reveladoras del carácter real del entrevistado. J.J. Covelli había sido terapista carcelario, no era hombre de pocas palabras y sabía poner el aguijón donde había que ponerlo. Durante años había sido el preferido de las autoridades para interrogatorios complejos, para sonsacar datos valiosos en una investigación.
“La cuestión se inició cuando el oficial Penayo perdió de vista al cadáver de Moreno. Aparentemente había desaparecido. Entonces, interrogó a sus subalternos y al personal forense, para ver si alguien había movido a la víctima de la escena. Nadie entendía qué había pasado. Unos gritos ahogados provinieron desde la retaguardia del personal policial. Pudimos ver cómo algunos efectivos volaban por arriba de la fila, los otros al voltear nos vedaban la visión. Recuerdo que Marchena avanzó a las corridas hacia el escuadrón. Yo me mantuve en mi sitio, estoy seguro que Fabio no notó mi inmovilismo. De repente, una masa sangrante de músculos se abrió paso entre los efectivos hasta llegar a la primera línea. Tenía la cabeza destrozada, abierta al medio hasta la nariz hundida. Era Moreno. Abrió la boca rebosante de sangre y emitió un espantoso grito al
tiempo que estrujaba el cuello de dos policías con sus manos. En ese instante, como si su grito hubiera sido una orden o les hubiera infundido vida, de los vagones volcados, empezaron a emerger cuerpos destrozados, mutilados, incluso los pedazos esparcidos por el campo comenzaron a moverse y a abalanzarse sobre espectadores y asistentes. Yo seguí la acción en mi lugar, aterido, pero no horrorizado, sentía una especie de alivio y esperaba serenamente a que me cayeran encima. Pero eso no sucedió, al menos como pensaba. Lo vi a Fabio volver hacía mi puesto, estaba transparente y sudaba frío, sólo balbuceaba extrañas articulaciones, tenía el rictus tetanizado como quien ha recibido un golpe mortal. Señaló un lugar invisible a mis espaldas, yo no quise voltearme, vi pasar junto a mi cuerpo a tres seres maltrechos que saltaron sobre el transfigurado cameraman. En segundos todo era un amasijo de sangre y carne. Los infectados destrozaron a Fabio Marchena pero no pudiendo detenerse se lastimaban entre ellos, como buitres en un festín macabro. Se exhibían entre sí los dientes, se daban golpes de puños, los que aún conservaban sus puños; uno de ellos, manco de ambos brazos, volteó de un caderazo a otros dos para hacerse con un hombro del caído. Las fieras se disputaban su presa y no dudaban en lacerarse para conseguir un pedazo más. Tenían la voluptuosidad propia de las criaturas que pasan por un largo período de abstinencia alimenticia, incluso daba la impresión de que apenas estaban descubriendo su nueva naturaleza, su renacimiento desde sus mortales restos. Algunos efectivos que aún sobrevivían del escuadrón abatieron con disparos a la turba, recuerdo que uno me echó a un costado y me instó a correr, a ponerme a salvo, a salvarme de aquella locura. Caí al suelo y ahí me quedé por un rato. Hasta que sentí una presión caliente sobre mi antebrazo derecho. Una mano que todavía conservaba un pedazo del húmero me presionaba con extremada fuerza, era una visión demencial esa mano seccionada ejerciendo tal presión con sus nudosos dedos, con sus uñas ennegrecidas. Entonces fue que me paré, y al no poder zafarme, comencé a correr con ese apéndice colgándome del brazo. Tal vez por eso los demás infectados no procuraron interceptarme. Esa porción ya seca de carne muerta parecía parte de mí, como si yo también me hubiera secado con ella. Corrí un buen trayecto, hasta salir de la estación y llegar al medio de la plaza. Allí me detuve, entre la fuente y el monumento. La mano ya no oprimía tanto, había quedado quieta, sin ejercer más presión. Deduje que estaba muerta del todo finalmente pero aún así no pude arrancármela. Eso me llevó a pensar que ya formaba parte de mi propio cuerpo, es decir, que quizás yo me había convertido en su cuerpo. Este organismo huésped me había dominado por completo. Un desconocido brío empezó a crecer en mí, una fuerza inhumana me enderezó de mi postración y me empujó nuevamente hacia la estación”.
“Si ya sentía ese extrañamiento, esa sensación de ya no pertenecer... ¡pero qué carajo quería decir Covelli con ese aserto, con esa conclusión absurda!”, chilló Bachelor al escuchar esa penosa intervención del entrevistador que en esos momentos se escuchaba. La asistente ni parpadeó, emitió una mezcla de suspiro y quejido y entrelazó sus manos sobre el regazo. Muzak continuó con su relación de hechos.
“No lo sé, qué puedo decirle. Sólo sé que volví al lugar del que cualquier otro hombre huiría. ¿Le parece eso racional? Claro, tal vez piense que es una actitud de arrojo el volver por los sobrevivientes. No sabe de qué habla si está pensando en eso. Cuando llegué aún corrían confusos unos pocos socorristas y miembros del personal policial. Los agentes ni siquiera atinaban a sacar sus armas, solamente corrían, como enloquecidos, para escapar de lo inevitable. Pronto noté que otros infectados me rodeaban; pero curiosamente no me atacaron, me olisquearon como perros sarnosos, sin descubrir en mí ningún resto de humanidad que los impeliera a clavarme sus dentelladas en la carne. ¿Acaso ya no corría la sangre por mis venas?, yo la sentía golpetear con fuerza, mi corazón parecía un fuelle pinchado, latía con fuerza pero en su lugar, no me dolía sentirlo. El aire envenenado de muerte entraba en mis pulmones con inusitada pureza: respiraba
destrucción y una sonrisa anómala se me instaló en el rostro. Era la percepción de alguien que acaba de perder su cordura, y así y todo puede ser consciente de ello, incluso regodearse de ello. Flanqueado por estos ávidos predadores asistí a cada asesinato que perpetraron entre los escasos sobrevivientes, vi cómo destrozaban sus cuerpos, cómo manaban negros chorros de sangre de sus múltiples heridas, cómo asomaban las pálidas fluorescencias de sus huesos, las fibras verdosas y azules de sus músculos al aire, la crispación inútil de los tendones macilentos. La grisácea materia de sus cabezas se esparcía entre las fauces de las bestias, que acababan muchas veces prodigándose macabros besos al querer devorar esos fragmentos de masa encefálica que arrancaban de sus víctimas. Y yo no me asqueaba con este festín sangriento, por el contrario, hallaba en esto un regocijo perverso. Creo que en ese instante estalló mi mente, en ese momento me acepté como uno más de ellos. Me reconocí otro espectro”.
“Lo teníamos, hubiera sido nuestra síntesis, lo que buscábamos, si no hubiéramos confiado en este inútil sabríamos mucho más acerca de esos engendros del infierno”, bramó Bachelor ante el desdén de su asistente, que perdió un rato su mirada sobre el cuerpo tendido, apenas cubierto por una sábana.
“Desde entonces vagué con ellos, aceché en terraplenes, en predios desolados, en callejones oscuros. Me encaramé en lóbregos sótanos, en umbríos alares y desvanes. Y ellos conmigo. Me cuidaban con rara dedicación, como si fuera su líder, como si intuyeran un resto de conciencia en mí, un rasgo de superioridad. Pasaron muchas jornadas con la jauría inhumana hasta que me decidí a probar un pedazo de carne fresca. Di mis rodeos, no crea que es fácil asumir el canibalismo. ¿Acaso usted se animó alguna vez a entrarle a una pieza de carne cruda? ¿Vio acaso morir alguna vez a una vaca? Mucho menos se atrevería a llevarse a la boca un bocado de carne humana, recién arrancada de un cuerpo aún palpitante, créamelo, no se atrevería. A menos que estuviera tan loco como yo, mi amigo. No se atrevería. Vi caer a innumerables hombres bajo mis ojos, ahogados en su propia sangre, bajo la turba de íncubos, en esa delectación casi sexual que podía ver en sus ojos sin luz. ¿Y qué era yo en medio de ese caos, un Baphomet, un Samael? No, señor, era el lucero de la mañana, el más bello de los demonios. Ríase usted, si puede, yo ya no puedo. Yo lideré a esas hordas furtivas, a esos monstruos sin alma, yo llegué a amar su piel putrefacta, sus gestos espásticos, su fétido aroma. Yo y sólo yo pude ser consciente de esa masa enfurecida. Ellos ya no saben de mí pero si me hallaran aún me respetarían. Porque saben, no me pregunte cómo, saben. Como un gato sabe de su cola. Como un perro alcanza a odiarlos, con esa animadversión básica, instintiva y profunda, irrenunciable. Usted, licenciado Covelli, un hombre de ciencia, aceptó entrevistarme y vino hasta aquí con ese precioso ejemplar de golden retriever. Buscando ampararse en el odio perro del odio necrótico. Por favor, creo sentirme subestimado. ¿Notó siquiera casualmente alguna muestra de furia en ese animal hacia mi persona? El pobrecito huele aún un humano en mí, un superior, me teme quizás aún más de lo que teme a los hombres. Una sencilla orden y le juro que podría destrozarlo sin que yo pose un dedo sobre su persona. ¿A quién cree que obedecería ese animal? ¿A usted? ¡Por favor! Va a lograr que me ría y ya he olvidado cómo era eso”.
“Y creyó que con una dosis de fenobarbital podía aspirar a dominarlo… ¡Idiota, hemos confiado en un perfecto idiota, Gladys! Un experto en criminalística que no pudo reconocer el mal ante sus narices, madre mía”, Gastón Bachelor echaba voces sobre el cuerpo inerte como si pudiera escucharlo. Su asistente abrió el expediente de J.J. Covello. En la grabación comenzaban a oírse los ruidos propios del forcejeo. Leyó atentamente cada línea, el cuerpo forense y el personal técnico de desgrabación habían hecho un gran trabajo. De acuerdo a los sonidos que quedaron en la cinta llegaron a interpretar acciones concretas. Covello se paró cuando Daniel Muzak acabó de hablar, se excusó con que debía ir al sanitario. Resuelto preparó la ampolla y la jeringa, la cargó en
el gabinete contiguo a la sala. Los sonidos, aunque lejanos, pudieron rescatarse de un análisis de la grabación a muy bajo registro. Si los peritos lograron oírlos cómo creyó Covello que Muzak no los oiría. En ningún momento del testimonio se percibe que Daniel Muzak se moviera de su silla. Sin embargo, no bien volvió a la habitación, un grito ahogado provino del cuerpo de Covello, como si algo cubriera su rostro, más precisamente algo le tapara la boca. El hombre que estaba siendo entrevistado seguía quieto. Conjuntamente con los gritos ahogados se puede escuchar al perro ladrar y luego quejarse como buscando huir de algún instinto, finalmente Covello cae, los ladridos y gruñidos se alejan en su dirección. Lo que ocluía su boca se había retirado pues Covello gritaba a viva voz y el obediente golden estaba destrozándolo con sus colmillos. Lo que sea que hubiera estado silenciándolo volvió a su origen, ¿sería la mano muerta sobre el antebrazo de Muzak, quizás? No lo sabemos. Covello, en un alarde de suficiencia, había registrado, en un pequeño cuadernito que se halló en su chaqueta, estas palabras: delirio místico, disgregación yoica, psicosis endógena inducida por tensión extrema. Pero era él quien estaba tendido en esa fría bandeja de aluminio. ¿Y qué había pasado con Muzak? Sencillamente se había esfumado. ¿Volvió el apéndice de la mano muerta a colgar de su brazo? ¿Volvió Daniel Muzak, ese lucero oscuro, a liderar aquella horda maldita? No lo sabemos. Gastón Bachelor lo buscó incansablemente entre los despojos que arrojaron las sucesivas cacerías, sin éxito alguno. Todavía lo sigue buscando. Quizás algún día cazador y presa se vuelvan uno para siempre. 1

1 En un estudio publicado recientemente por Anna Meyfart Göldin se habla de un poder de trasmisión neuronal ejercido por los miembros seccionados en animación suspendida por infección indirecta del Tanatheria neoyorcaensis que infecta transitoriamente a los seres autoconcientes, mientras el miembro ejerza algún contacto con el cuerpo huésped. Los miembros seccionados en animación suspendida tienen una vida limitada al contacto con nuevos cuerpos en los que trasmitir su energía neural terminal. 




LOS ADORADORES OSCUROS DE PLAZA ONCE

En la vieja oficina de despachos y encomiendas de la cabecera central del Ferrocarril del Oeste, se habían dispuesto largos escabeles y mesas que iban de pared a pared, respetando el tabique que la separaba del sector de clasificación postal y reclamos de equipajes perdidos. En estos largos bancales, un número impreciso de hombres se dedicaban a copiar densos volúmenes jurídicos, misales, tratados metafísicos y de ocultismo, libros considerados sagrados de todas las religiones que habían existido. Se llamaban a sí mismos los Oscuros, pues repetían como un ritual las mismas costumbres de los infectados: dormir de día y, en lugar de acechar en las calles, velar de noche, copiando textos, compartiendo meditaciones y elevando oraciones a un panteón sincrético de dioses y criaturas mágicas; así creían estar haciendo el mayor aporte para salvar al mundo. Pero mayormente se dedicaban a embriagarse, a masturbarse en grupo con pósteres de la revista Playboy, a leer pasajes del Eternauta y a jugar al truco. Solamente los más poderosos podían consumir psicofármacos.
En el antiguo sector de registros, cinco individuos permanecían en un perpetuo trance, intentando comunicarse con el inframundo. Entonando cánticos y alabanzas, recitando salmos y repitiendo infinitos mantras agitaban incensarios, bendecían el agua y las balas porque creían que este era el modo más efectivo de eliminar a los devoradores de hombres. Hacia el final de un pasillo, había una oficina donde antes funcionara la administración ferrovial. Dos filas de escritorios vacíos, atiborrados de papeles apolillados, dejaban un estrecho pasillo, al final del cual se hallaba el despacho del gerente, ahora ocupado por el Pope Karnak, Abad Superior de los Oscuros.
Los Refectorios Oraculares se hallaban en todas las estaciones centrales o que habían guardado cierta importancia en el entramado ferroviario. Contrariamente a las recomendaciones de los Cazadores, ellos se habían establecido cerca de la masa de infectados, allí donde los dioses, decían, más los necesitaban, en el frente de batalla contra el poder del Traidor Celeste. Estas recomendaciones tenían que ver con que cerca de estas estaciones, había solares abandonados, antes grandes plazas, adonde confluían los infectados al amanecer para agruparse en busca de su sueño colectivo. Allí dormían apiñados, unos sobre otros, como montañas de cadáveres. No podía precisarse cómo descansaban ni para qué, simplemente se echaban y como caían quedaban, al parecer improvisando las poses de los abatidos, desparramados, sin respetar ningún orden.
Al atardecer, algunos despertaban sin un brazo o sin una pierna, mientras otros directamente habían sido comidos durante su sueño impersonal por las jaurías de perros que rondaban por ese laberinto de moles abandonadas en que se había convertido la ciudad. Extrañamente habían desarrollado un trato simbiótico con las palomas, que les picaban el cuero para limpiarlos de gusanos y parásitos. Esto no les impedía picotear algún cadáver destrozado, como buenas carroñeras. Pero a los infectados vivos los respetaban hasta cierto punto, aunque los Adoradores habían observado cómo una paloma le arrancaba a uno de los que ellos llamaban Resucitados del Juicio un ojo de su órbita sin que éste se mosqueara. Sabían desde entonces, que si veían una reunión de palomas, Avis Mortis, era probable que aguardasen en un punto de encuentro de los Resucitados.
Este nuevo clero abominaba del dios cristiano y lo culpaba de esta verdadera plaga que asolaba al mundo. En una interpretación del Juicio Final, veían en ellos a aquellos que se levantaban de sus tumbas para juzgar a todos los mortales en nombre de ese dios, al que denominaban el Gran Traidor Celestial, en su variante más leve, o el Amo Siniestro, pero, en general, el Hijo de Puta Cósmico, la Gran Puta Infame, el Artífice de la Mayor Mierda, la Pija Omnipotente, e insultos de la más baja categoría. Y en sus oraciones siempre comenzaban con la palabra Carajo, o juraban por la Concha de Dios, o rogaban por este Mundo de Pelotudos. En el momento de la meditación se reunían en un patio interno, desde donde se veían las vías, y realizaban el ritual del Pogo Santo, chocando unos con otros hasta lastimarse, repitiendo estribillos de viejas canciones del pop y del rock, como si fueran cantos gregorianos. Y no sólo bastaba con empujarse, se puteaban entre ellos y se tocaban el culo unos a otros. Algunos se tomaban a las piñas y entonces el resto hacía una ronda alrededor de los que peleaban, saltando tomados de las manos, al grito de: ¡Piña va, piña viene, los muchachos se entretienen!
Solamente los cinco tipos de la oficina de equipajes y objetos perdidos, vivían encerrados y dando vueltas entre mantras y alabanzas; eran conocidos como los Cinco Custodios del Pedo Cósmico. En el fondo, todos los religiosos depositaban en ellos una fe relativa, porque pensaban que ellos todavía podían creer en algo y repetir religiosamente himnos y liturgias olvidadas esperando a que llegara el Mesías de los Resucitados, para salvar a todos por igual y equilibrar los poderes y la inmortalidad, repartiéndolos entre todos. De todas formas, les gustaba ir cada tanto a burlarse de ellos, pegarles patadas, escupirlos y llamarlos Putos del Orto Recogido Eternamente. Cierta vez se propasaron y obligaron a uno de ellos a ser penetrado por el ano por otros veinte, se llamaba Felipe Navas y era abiertamente homosexual, y convivía con el autoproclamado Padre Frutillita, pero los Oscuros gustaban de llamarlo el Reverendo Ojete. Navas era un hombre ya mayor y, como consecuencia de los tumultuosos y repetidos coitos, sufrió un paro cardiorrespiratorio y falleció. En sentida procesión trasladaron en andas a su cuerpo desnudo, Frutillita le dirigió un emotivo réquiem y luego lo arrojaron por un ventiluz de la Estación Once a la plaza del Miserere, donde los infectados se abalanzaron sobre el cadáver para devorarlo.
En realidad, los copistas vivían ebrios todo el tiempo así que copiaban cualquier cosa, lo que les parecía interesante; lo demás lo cambiaban por lo primero que se les pasaba por su cabeza delirante. Por ejemplo, una Biblia copiada empezaba el versículo primero del capítulo uno del Génesis: En el principio todo era tinieblas cerradas como una hilera de conchas de vírgenes, y Dios dijo: que se haga la luz, pero como no pasó nada, se hizo una paja y con su leche creó todo lo que existe. Y así estuvo acabando siete días seguidos, y con el último chorro de huasca creó al Hombre. Y los primeros hombres empezaron a garchar entre ellos y como no les salían pendejos del culo, Dios creó a las mujeres. Miles por cada tipo, y ahí sí, demostraron ser terribles putañeros. Y las minitas parieron a toda la demás gente de esta tierra. Y vio Dios que eran todos una manga de forros y los mandó a cagar, abandonando a toda su inmunda creación. Y así seguía mezclando palabras del libro con ideas de los copistas. Algunas eran más creativas que estas porquerías. Daban como Hijo de Dios a Drácula o sostenían que los Doce Apóstoles se llamaban: el Tucu, Nahuel, Carlitos, Nimrod, Fellatio, Pelado, Pipi, Estegosaurio, Maradona, Marilyn Manson, Quique y Rabanito. Decían que el Diego era el discípulo amado y sobre una piedra de merca se había edificado la Puta Iglesia. Adoraban indistintamente a Satán, Gardel, Anubis, el Ocote, el Chupacabras, Bin Laden, el Gauchito Gil, San LaMuerte, Viracocha, la Pacha Mama, o Boca Juniors.
Así, una oración muy recordada elevada por el Pope Karnak, decía: ¡Carajo! Que no nos falte el puto licor, que los infectados se vayan a la recalcada concha de sus madres y nos dejen de joder para siempre, por los siglos de los siglos, por el Ocote te lo pedimos, la mierda. Y todos repetían: ¡La mierda!
Esta bizarra secta de Adoradores Oscuros había reemplazado a todas las religiones en la antigua capital, la vieja Catedral Central había sido dinamitada por el loco fanático fundador de la secta: Emiliano Baal Pueyrredón. Llamado entre los venerables, el Primer Iluminado, Pope Culo Roto, Su Santidad de la Puta Cruz Invertida. Y seguían los títulos, pero ya nadie los recordaba.
Baal Pueyrredón realizó la primera maratón de feligreses a través de Plaza Constitución, el único milagro que se le conoce en vida, pues llegó al otro lado sin que ningún infectado le tocara un solo cabello; el resto de los feligreses fueron convertidos o destrozados. No se sabe cómo murió o siquiera si murió: la leyenda urbana dice que se metió adentro del obelisco y se encerró para siempre en su cúspide con la saga completa de Harry Potter. Por eso muchos fanáticos han perdido esta vida arrodillados frente al obelisco y se lo considera aún hoy, la representación de las deidades infernales en la tierra prometida, que, por supuesto, no es esta.

A lo largo de las vías del viejo Ferrocarril del Oeste, pueden verse muchas formaciones de trenes abandonadas, en algunas se dice que vive gente. No se sabe bien en cuáles, así que nadie se acerca a ellas, por dos razones: por temor a hallar infectados y porque los habitantes de las mismas los reciben a balazos. Lo que sí continúa transitando, cada anochecer, son las zorras y algunas máquinas tiradas por caballos, que transportan carga custodiada por Cazadores.
Bernardo Versailles es uno de los más afamados matadores de infectados y de todo ser circulante en las cercanías de la alambrada que separa a las vías de la avenida Rivadavia. Es uno de los líderes del Grupo Luro. Él y su lugarteniente, Marcelo Ciudadela, junto con Paula Luján, llevan en su haber la mayor devastación entre las filas de los Resucitados. Su particularidad estriba en que consagra todos sus éxitos a las balas bendecidas del Pope Karnak. Así que cada vez que necesita reaprovisionarse de municiones, viaja a través de la red vial con su zorra, llamada la Magnífica, hasta la estación Once a visitar al líder religioso, su Puta Santidad.

El atardecer era plomizo, una intensa lluvia se abatía sobre la ciudad, Versailles conducía a la Magnífica por la vía central, a toda marcha, desde Liniers hacia el Once. Llegó cuando ya la oscuridad se cerraba sobre él. En la entrada, con sus cartuchos restantes, le voló la cabeza a cinco infectados, al tiempo que Paula, que lo seguía a sol y a sombra, y la creían su mujer, arrojaba parafina caliente sobre otros tantos que perseguían corriendo a la zorra. Los Adoradores salieron de sus oficinas al oír el tumulto. Viendo que se trataba de Versailles, dieron aviso al Pope, que salió a recibirlo.
-Que la mierda sea contigo.-le dijo-Y con tu puto espíritu.-contestó el Cazador.
-¿Qué te trae por estos malditos aposentos, reverendo hijo de puta?
-¿Qué va a ser?-le comentó mordisqueando un tabaco-Vengo por las putas municiones. Busco cartuchos para mi recortada. ¿Habrá algo de buen licor para un culeado amigo?
-Claro, bendito culeado, siempre sabemos recibir a los cazadores amigos. Si así quieres puedes chuparme la poronga.
-Que te la chupen tus Adoradores, mal parido Pope Karnak. -Y los dos se confundieron en un abrazo, ni bien hubo estacionado la zorra. -Veo que vienes con esa hija de una gran puta de Paula.
-Hola, Pope Karnak, que los gusanos te coman la pija. -saludó la muchacha al viejo líder besándolo en la boca. Más bien escupiéndole dentro de ella.
-Buena saliva, por lo menos no te han infectado, ramera. -comentó Karnak palmeándole el culo, entre divertido y molesto, porque odiaba la compañía de los hombres. Paula notando su incomodidad le apretó el bulto por encima del largo hábito, para incomodarlo aún más.
-Cuando quieras, putita floja, te la meto por el orto. -Y entonces sí los dos sonrieron.
Ya más tranquilos, licor de por medio, se instalaron en la oficina del Pope a conversar, más bien a negociar. Porque el Pope pedía a cambio de sus cargas alguna contribución en ceibos para sus Adoradores.
-Ceibos, no hay-comenzó aclarando el Cazador-, tenemos dos bolsas con papas y algunos choclos. Por dos cajas.
-Dos cajas es mucho, caja y media, y que te baste, hijito chupapijas.
-El tema es este, reverendo retardado. Un importante núcleo de infectados viene avanzando desde el cruce de Floresta y en menos de un día van a estar arribando a Once, tu congregación de soretes se encuentra en serio peligro. Como ya te habrás enterado por algún correo, los depósitos del Retiro fueron destruidos por los infectados. Chacarita resiste a duras penas, por lo que sé, una ola infectó restos de seres incompletos en el viejo Cementerio y dicen que algunos grupos fueron atacados por miembros seccionados y troncos con brazos, algunos con cabezas o cráneos pelados. Los llaman los Reanimados. Marcelo me habló de unas piernas con caderas corriendo por Lacroze. Todo el norte de Buenos Aires ha sido infectado. Ahora van hacia el sur, ha caído el grupo San Nicolás. Un guía, un tal Hermes, me previno de todo esto. Se cree que es el único sobreviviente de un grupo de doscientos hombres. Este es el panorama, oh, su Puta Santidad. ¿Quieren que ayudemos en la defensa? Entonces colaboren, sino los dejaremos librados a su suerte.
-Lo que piden será.
-Eso no es todo, Su Excremento, queremos que se nos dé vía libre para mover a la Resacosa. -agregó Paula.
-¿Ustedes están en pedo? La Resacosa no se puede ir, es nuestro único salvoconducto por si las hordas penetran en la estación. Esa formación puede sacarnos hacia algún paraje del oeste, dicen que es zona franca de infectados.
Paula miró a Versailles: -¿Cuántos matamos recién de camino? ¿Veinte, treinta?
-Yo conté treinta y ocho para ser más exactos. ¿Quieren ser su cena de esta noche, Pope?
-Podemos negociar con la AP, ellos tienen suficientes hombres y armas todavía, y además carros motorizados.   
-Paula, leele el expediente, si sos tan amable.
-¡Cómo no, benemérito pelotudo!
-¡Paula, que yo no soy uno de estos locos! -Paula lo miró con picardía y sacando una carpeta de su bolsa, comenzó a leer en voz alta:
-Melgarejo, Adolfo. Alias, Bruto Diamante, alias, Profesor Escabio, alias, Pope Karnak. Cargos: atentado incendiario a la cuarta agencia distrital de Balvanera, asesinato en primer grado del agente Fermín Berdiales, asesinato en primer grado de la vecina Clodomira Valle, asalto a la Droguería del Pacífico, secuestro, seguido de tortura y muerte, del agente José Canesa, asociación ilícita en los autodenominados Adoradores Oscuros, toma de la estación Once y los depósitos ferroviarios… ¿Quiere que siga, divina mierda? Usted sabe que es uno de los primeros en la lista de los De Felice.
-Está bien, me tienen agarrado de las pelotas. ¿Cómo accedieron a esos archivos?
-Muy fácil, Bernardo salvó a un funcionario de una banda de infectados.
-¿Y así nomás le dio ese expediente?
-Tuve que arrancárselo con su lengua, amiguito. –contestó Versailles con una risotada. -¿Tengo que arrancarte también las bolas para que colabores? Sabés que puedo hacerlo…
-Está bien, la Resacosa es suya. Pueden sacarla pero necesito que nos dejen a dos de los suyos en custodia. Marcelo Ciudadela y Diego Luján-al-norte.
Versailles miró a Paula, sabía que Diego era casi como un hermano para ella, la mujer asintió. –Está bien, los tenés, para que veas que no vamos a cagarte. Igual precisamos a la formación para rescatar a los sobrevivientes de los distintos ramales. Y, claro, las cargas. Dos cajas.
El Pope Karnak sacó la llave que colgaba de su cuello y abriendo una inmensa caja fuerte, le entregó las dos cajas. Se la veía repleta de municiones y no pocas armas, los Adoradores contaban con un verdadero arsenal. Versailles meditó que, luego de esta misión de rescate, no estaría mal volver con un buen número de hombres a saquear estos depósitos. Total, pensó, estos tipos no son más que basura, no le hacen ningún aporte a la comunidad, nosotros tenemos que manejar estos recursos.
-Gracias, Su Auténtica Cagada. Vamos al tren Paula.
Y los dos subieron a la máquina. Tenía una cantidad limitada de combustible para moverse, ya que la electricidad del tendido había dejado de funcionar desde que los infectados destruyeron las usinas. Debían aprovechar al máximo ese recurso, luego, si se quedaban en alguna vía, tendrían que palear carbón para la vieja caldera de la máquina que pertenecía a un modelo intermedio que admitía las dos formas de alimentación. Había estado mucho tiempo guardada en el Museo Ferroviario, e incluso había servido de coche comedor en Puerto Madero en los últimos años de la administración de Máximo Menem III. Versailles encendió el motor y tuvieron que esperar a la despedida protocolar para poder marcharse.
-¿Es necesario?-preguntó Paula.
-Dale, vamos.-apuró Versailles. Entonces Paula sacó medio cuerpo por una de las ventanillas y abriéndose la camisa dejó expuestas sus tetas. Veinte Adoradores se masturbaron, en lo que ellos llamaban la Eyaculatoria Final. Cuando hubieron acabado, el tren empezó a moverse y al tranco fue saliendo de la Estación Once. A lo lejos fue quedando el Pope Karnak y su legión de pajeros. Como despedida Paula agitó bien en alto su dedo medio. Karnak respondió inclinando ligeramente su cabeza y gritó:
-¡Cuando quieras te revuelvo bien el guiso, hijita puta! ¡Carajo! Que no les falte el puto licor, que los infectados se vayan a la recalcada concha de sus madres y nos dejen de joder para siempre, por los siglos de los siglos, por el Ocote te lo pedimos, la mierda. -Y los demás repitieron: ¡La mierda! 



UN PLACER AÑEJO

Tenemos una vida artificial tan maravillosa que se confunde fácilmente con realizaciones que otrora hubieran llevado años. Todo sea por reeditar los días sin aplazamientos de la infancia; a pura dispersión lúdica, en horas densas como matorrales que vedan el monte, ahí donde el ascenso se ofrece accesible sobre un leve colchón herbáceo. Pero están los matorrales, las zarzas espinosas, los altos pastos, los arbustos nudosos y retorcidos; para eso, sí, para eso, los estimulantes agudizan los sentidos: visuales, dérmicos, intradérmicos, alcoholémicos, olfativos, kinestésicos, hipnóticos; místico-químico embotamiento que nos permite ver y luego atravesar sin ver, siendo un cuerpo-todo-ojos, todo-lengua, estomatológico más que escatológico; boquitas inmundas que nos transportan sobre lúbricas sendas de baba. Eso queda de la alquimia, del trance religioso; la neurosis última. La alienación de la alienación ya es un rescate en fuga. Y nos vamos por la botella, por la jeringa, por la pastilla, por la tubería, hacia el vasto subsuelo, hacia el proverbial inframundo. Hoy más que nunca necesitamos demonios, pero es un ritual sin pentáculo, sin invocación, sin sangre propiciatoria.
Estímulos. Música invasiva, una bola sónica que estremezca en demasía, poco sueño para soñar esta vigilia. Y una pantalla que lo lame todo. Un cuarto de gelatina, paredes coloidales y la luz viciada de polvillo cósmico. Y dejarse atravesar, ser la música, la rabia catódica, plasmática, la inervación extrema de cada folículo, esperando desbordarse en emanaciones mucosas hasta ser el áspic, la manzanita cubicular encerrada en el plasma. Gluón, placentero placebo, adherencia interpolada de palabras.  

La película corre sola. Virginia deja que corra porque no sabe ni quiere hacer otra cosa. Para eso están los eventuales; el papel engomado espera, no engaña, es lo que es. Nadie espera otra cosa de él. Virginia lo sabe y es cuestión de tiempo. Eso le sobra, la hechicera no hace más que sostenerlo sobre sus hombros y debajo de su barbilla. En equilibrio. Sus tetas flotan, y el mundo debajo de ellas se eleva misteriosamente. Es su momento; la noche es fláccida y su cuerpo es un arpón. Es necesario dejarte atravesar para poder entrar mar adentro. Hay que alimentar a Cosmo. La vida ha sido dura con él. Ella tiene que ser dura entonces con esa vida endurecida.

Mauricio vio todo lo que había por ver. No queda nada más que la red. Unos pocos ordenadores inalámbricos, portátiles, aquí y allá, en ningún lado. ¿Qué distancia, qué lengua no se le hizo la suya? Esa misma lengua que sale de su caverna para tentar a la hechicera. Fuera de esa ventanita policromática de alta definición quedan escenas de mutilación: autos incendiados, ciudades muertas, las órbitas vacías de tantísimos edificios que ya no miran hacia el mundo. Algunos estrafalarios deambulan por donde pueden y traen esas escaramuzas de necrópolis. Con sus camaritas multifunción en mano, queriendo comunicar expresamente lo que ya todos saben, dejar constancia del caos. Mauricio va hacia la gelatina para emerger de lo sólido que lastima. No le importa cuántos quieran inmolarse por sostener la alerta del mundo, por inventar espacios transitables. Ya los fijó alguien, un poder que no se sabe si aún existe, fijó esos caminos seguros en la zona muerta. Así que no hay más para hacer, el GPS puede solo, todavía. La programación central no necesita de nadie para proseguir sus instrucciones con exactitud cada día. Es más, se tiene la certeza de que en la estación no hay nadie con vida. Aunque podría llamarse vida aquello. ¿Vida? Qué bonita extraña palabra.
La sola imagen no puede transmitir lo que está escrito en el borde inferior; aunque bien podrían esos labios vaginales contar lo que la boca de arriba bien calla. Mauricio lame la pantalla que lo lame a su vez. Está desnudo bajo esa luz enfermiza. La pantalla es desmesura, le sobra por todas partes; si no fuera sólo pantalla, Mauricio podría meterse enterito adentro de ese cuerpo. Realizar un camino de retorno a un útero nuevo que podría hacerle nacer otra vez, todo untado de otra adherencia inmune a las adherencias vacuas de todos los artificios. Nacer. Sí, nacer. Se ríe alocadamente mientras apura un trago de raras mixturas: rastros de hierbabuena flotan en la viscosa poción amarillenta; en la botella una rama con sus hojitas flota en el licor de oro, como una palmera a contraluz, como un ocaso insular. Mira a su falo que pistonea, asciende y desciende como diciendo sí, para todo sí, sí siempre. Y le causa gracia verlo tan chiquito al lado de esa expresión genésica desproporcionada, ese molusco bivalvo extraplanetario y tan, tan, tan humano. Igualmente sabe que al otro lado, la hechicera lo ve como una víbora ciega, como una ascendente germinación a punto de eyectar sus esporas. Mauricio lee debajo algo que lo retiene, que le impide estallar. “Vení, si te animás, podemos hacerlo a la antigua”. Todo su cuerpo le grita que acepte, que ya está, que por lo demás es inútil preocuparse. ¿Cuánto resta ya de este simulacro, cuántas noches más? Porque “la antigua” había sido tan moderna, tantos siglos disfrazando la verdad, encaramándose en rincones mugrosos para hacer aquello que era, al fin, tan natural. Y ahora había que cuidarse, había que suprimir el simple contacto; el flagelo ya no era una cuestión a largo plazo, no mataba ni moría, infectaba de una vez y para siempre. Y él no quería vivir para siempre, no así, para perder toda conciencia. “¿Venís entonces?”. Y el ardor, sí, y la tensión y el sudor, sí, y el hambre y el deseo, sí, sí, sí. Iría. La ruta hacia la casa de Virginia era segura, estaba dentro de lo aún seguro de la zona insegura. ¿Tendría que atravesar restos, vestigios, hierros retorcidos, paredes desconchadas, autos fósiles, cadáveres hechos cadáveres, o cadáveres cadáveres? Algo de eso quizás, pero no lo peor de eso. Y ella que pone “la quiero” y pone “pija” y pone su boca inconmensurable que se relame una y otra vez, que deja fluir saliva, y otra vez, “pija”. ¿Cómo decir que no, por qué, por qué, por qué? El plano baja nuevamente, roza un pezón del tamaño de una ciruela, baja hacia el vientre y cae, la cámara cae entre sus piernas, queda colgando de la silla, y, de pronto, se levanta, Virginia se levanta, sus nalgas se despegan del tapizado con un ruido de succión. En la parte inferior de la pantalla queda flotando un “es ahora, no hay después”. La cámara se queda enfocando la pared.
Mauricio se echa encima una remera, se calza un jogging y monta descalzo en su bicicleta, que hace rato perdió el cromado y ha empezado a oxidarse. Atraviesa tres calles, ve a lo lejos columnas de humo, pasa entre dos autos volcados, uno muy junto al otro, como si hubieran chocado entre sí, de la ventana de una casa cuelga un torso con los brazos destrozados. Hay huesos, ratas que cruzan una y otra vez la calle, algunos ladridos lejanos, olor a putrefacción. Todo esto lo disimula, lo oculta bajo el único olor que desea, el sexo de Virginia bajo sus ojos que ya nada ven. Así, en esa ensoñación, llega al porche de la casa. El localizador de su bicicleta le avisa a Virginia de quién se trata. La puerta se entreabre, con el pasador aún puesto, y ella lo ve, y él la ve. Son ellos más allá de cualquier artificio. Ella está desnuda, huele a jabón y a espuma marina. Se besan mientras traban la puerta. Se tocan cayendo hacia adentro. No hay tiempo para charlar del tiempo, la ropa se le despega de la piel, no saben si se aman, sólo saben cuánto se desean, por cuántas noches desearon este instante. Un sillón raído los recibe, sus cuerpos caen entrelazados. Él la muerde, la lame, la penetra. Ella lo atrae hacia sí, le aprieta el culo para forzarlo a entrar bien profundo en todo su sexo.
Pasan minutos de éxtasis, de olores, humores, sabores; gelatina, piel con piel en movimiento. Mauricio se toma un descanso y ella lo sigue escarbando con la lengua por todas partes. Ella sabe exactamente donde ir, donde detenerse, donde apenas pasar para lograr otro estremecimiento. Ella succiona, lame, chupa y echa a andar otra vez la maquinaria. Otra vez la víbora ciega se levanta. Y ella la deja decir sí, moverse buscando a tientas su cavidad. Pero se repliega, pantera sobre su propio vientre, se acuclilla, se trepa a su pecho, a su cara. Y él bebe de ella, degusta sus desbordes, mordisquea su fruto. Él estalla otra vez pero ella no contiene, deja brotar; pierna, espalda, vientre acumula espumoso semen. Y entonces se retira, se deja vencer del cansancio, se echa a un costado, mano aún aferrada a su mano.
Unos ruidos la distraen, los conoce bien, vienen del cuarto cerrado. Se sonríe como diciendo bueno, ya es hora, hay que levantarse.
-¿Qué pasa, Virginia?
-Lo de siempre, el bebé. Cosmo tiene que comer.
Se pone una bata de seda púrpura. Busca en un cajón unas llaves. Llega hasta la puerta del cuarto y abre el candado. Entra, dirigiéndole dulces palabras. Se pierde por un momento. Mientras tanto, Mauricio se sirve un vaso de whisky de la mesita ratona.
-No sabía que tenías un hijo.
Virginia volviendo: -Es mi hermano. Cuando se extendió la peste, nos quedamos solos. Pobre, era muy chiquito para entender. Fue el último día en que vimos a mis viejos. Yo lo había ido a buscar al jardín, de esto hace ya cinco largos años. ¿Está bueno el whisky?
-Sí, todavía tiene buen sabor, se nota que es añejo.
-Es herencia de mis antepasados. Irlandés. Tiene más de trescientos años, ¿podés creerlo?
Mauricio se rió: -¡Impresionante! Sabe realmente bien, como para templar el espíritu.
-Eso sobretodo. Alcanzame aquella bandeja que está en la mesada. No quiero que Cosmo tome frío.
Mauricio se levantó, desnudo como estaba, dejó el vaso en la mesita y tomó la bandeja. Sobre ella, había unos bocadillos rebozados en harina. -¿Esto es todo lo que come tu hermanito?-dijo mientras se la acercaba.
-Esa es la guarnición-contestó mientras sacaba un puñal de adentro de su bata. La bata se abrió y en la penumbra brillaron sus tetas erizadas. -El plato principal sos vos.
Y le abrió el vientre de una puñalada. Mauricio se tambaleó sintiendo el puntazo. La sangre caliente que, a poco, cubrió su sexo aún erecto. Virginia salvó la bandeja cuando casi se le caía de las manos. El hombre herido quedó algo encorvado en el vano de la puerta. Y entonces lo vio. Cosmo era un niño de unos tres años de vida, estaba atado en la pequeña cama. Sus ojos aún parecían los de una criatura, tenían un extraño destello, casi hubiera jurado que estaba vivo. La herida seca de su cuello afirmaba lo contrario y los chillidos que daba confirmaban su total infección. Cinco años, dijo Virginia, habían pasado desde entonces, pero claro, el niño no había envejecido un solo día, solamente había transcurrido su tiempo pudriéndose en vida. ¿Vida? Qué bonita, extraña palabra. Fue lo último que pensó Mauricio antes de que Virginia lo arrojara sobre la criatura.  







LA PESQUISA

Hay momentos en que la interacción social se fragmenta hasta atomizarse, momentos en que el caos se apodera de todos los estamentos que conforman una sociedad determinada: por caso, en términos casi absolutos, la sociedad capitalista; el único modelo de sociedad hegemónico de un tiempo a esta parte. Pero aún en esta forma extendida y globalizada, y a pesar de los efectos de la concentración impune de riquezas en pocas manos, en alianzas corporativas que sólo responden a la rentabilidad de sus negocios, que parecieran (y de hecho lo hacen) sobrepasar la autoridad y el poder de las instituciones gubernamentales que se encargan de impartir justicia y sancionar leyes, en suma, de mantener el statu quo para que esos pocos sigan manteniendo sus privilegios bajo el aura protectora de la propiedad privada y el libre comercio, aún así, no ha conseguido escapar a lo inevitable.
Ahora bien, aún estos poderes supraestatales habían perdido sentido ante la igualadora mortandad e infección, y las grandes corporaciones buscaban más bien la forma de encontrar un aislamiento lo suficientemente impermeable del contacto social, habida cuenta la pandemia que estaba exterminando a la sociedad mundial. Ya no era una cuestión de gobierno ni de capital financiero sino algo que excedía holgadamente el ámbito de la política y la economía; la biología se había vuelto contra el género humano, su propia genética había degenerado en un progresivo bestialismo gracias a un engendro tóxico de dudosa procedencia; quizás allende en el tiempo, en los lejanos conflictos interétnicos de los Balcanes, los serbios hubieran empleado, por primera vez, como letal arma bacteriológica, esta toxina completamente humana de los laboratorios del opulento norte en contra de sus odiados enemigos musulmanes. Es la teoría más aceptada. La cuestión es que nunca previeron que esta arma letal se volvería no tan sólo en su contra, sino en contra de todo el género humano. Esta ola se disipó en poco tiempo; pero alguien decidió volver a soltar a esta monstruosa mutación en el mismo corazón del más grande imperio: en Chicago. Y ese norte, responsable de tanta devastación y muerte, fue la primera víctima de la gran epidemia. Ahora, apenas si el pobre y vapuleado sur resistía en nombre de toda la humanidad.
Ya no había lugar para héroes, las limitadas acciones individuales de arrojo en pos de la seguridad de los sobrevivientes parecían estériles para garantizar la propia supervivencia. Vulgarmente, había que cuidarse el culo porque nadie era totalmente confiable, nadie podía considerarse a salvo de haber quedado infectado por una simple lastimadura o una pequeña excoriación obtenida en alguna refriega callejera contra los resucitados. Una gota de sangre en contacto con una ínfima veta de la propia sangre bastaba para inficionar el torrente todo. Para convertir al más apacible de los seres en una furibunda máquina de matar. Entonces alguien que quisiera calzarse ajustadamente la ropa del héroe lindaba peligrosamente con la locura. Era el total y completo “sálvese quien pueda”. Y en ese salvarse estaba el condicionante de preservar al último vestigio, quizás, de toda la humanidad.
Tal vez en esto pensaba Reinaldo Salvat mientras recorría con sus ojos los afiches y fotos que aún colgaban de las paredes de su oficina en el otrora distinguido distrito norte de la ciudad de Buenos Aires. Antes fue un destacado detective, un esmerado agente de la policía científica que decidió colgar su uniforme para buscar la verdad y la justicia por su cuenta, lejos de la corrupción oficial que obstaculizaba las investigaciones más profundas hacia el eje del crimen. Años de laboriosa actividad lo habían llevado a resolver decenas de casos relevantes, en muchos de ellos las autoridades no habían logrado avanzar, fuera por lo intrincado de las complicadas pistas
que el caso arrojaba o fuera por mera ineficiencia o voluntades compradas por influyentes implicados. La cuestión era que la dedicación del detective Salvat había llevado a buen puerto lo que en manos policiales hubiera acabado durmiendo junto con otros expedientes, en algún cajón de sus dependencias.
Hoy, ante esta catástrofe internacional, el detective observaba absorto tantos registros inútiles de casos que estaban en vías de ser resueltos y cayeron en el olvido, en la vorágine degenerativa que asimiló a víctimas y victimarios en el ejército de las masas sin alma. La costurera María Dos Santos y la enfermera Nadia Sikorski caminaban ciegamente, en busca de sangre fresca, junto a su asesino, Osvaldo Lamar Campos. ¿Cómo, en cualquier otra circunstancia, hubiera sido posible esto? Dos fríos cadáveres de la morgue fugados por sus propios medios, tras la pista de quien las asesinara, quizás sin saberlo, quizás con una remota conciencia, pero alcanzándolo en una ruin pensión del Bajo; cobrando una venganza insospechada, bebiendo su sangre, y transformándolo inmediatamente en uno más, uno menos para la supervivencia del mundo consciente de sí. Todo porque una patrulla de condenados alcanzó el depósito de la morgue judicial, infectando a las víctimas recientes. Infectando a los muertos con rediviva muerte: ni la mente más alucinada podía imaginar semejante ambigüedad; que los tejidos muertos podían revivir, que la materia orgánica inanimada podía volver a andar, no como Lázaro, ante el llamado de Cristo, con su conciencia de siempre a recobrar un lugar entre los suyos y poder disponer de sus bienes materiales y espirituales, sino como un ente sin alma, un agente de la destrucción sin conciencia de su pasado. ¿Había alguna diferencia entre los infectados vivos y los infectados post-mortem? ¿Qué ocurría con los propagadores del mal si se alimentaban de un tejido muerto, allí donde ya la sangre había cesado de circular? ¿Se reintoxicaban, se exponían a volver a morir, esta vez definitivamente? No había en ellos conciencia alguna, así que nada era malo ni bueno sino simplemente era, hasta que dejaba de ser. Filosóficamente todo sonaba a un aserto insostenible: ¿Cómo podía dejar de ser lo que ya no era?
De acuerdo a unas notas, apenas legibles, de los últimos días del doctor Abraham Gardiner, los resucitados “tipo A”, los vivos-muertos, es decir, los infectados de primera mano, guardaban algunos signos de conciencia de su anterior vida, algunas mínimas muestras similares a recuerdos de impresiones pasadas, lugares a los que concurrían, personas a las que conocían, etc. Luego, estaban los resucitados “tipo B”, los muertos-revividos, éstos no tenían ningún rastro de conciencia, iban junto a aquellos que los habían regenerado como si fueran sus amos, pero razonablemente estos amos tampoco los reconocían como sus criaturas y en no pocas ocasiones los dañaban y hasta llegaban a destruirlos. Los resucitados “tipo B” no transformaban a sus víctimas en vivos-muertos ni en muertos-revividos, simplemente los destrozaban y los dejaban tirados y exánimes, salvo que un “tipo A” también participara del festín de sangre, con lo cual lo que quedaba de las víctimas sí cobraba nueva vida en muerte. Los “tipo B” solían ser carroñeros, en general, no tomaban vidas de motu proprio sino que accedían a cuerpos ya desgarrados por los “tipo A”, así que rara vez devastaban a un ser por su cuenta. Pero cuando lo hacían dejaban tras de sí una carnicería. En estos descuartizamientos, quedaban piezas anatómicas desperdigadas que, por extraño capricho, habían sido separadas del plan alimentario, ya fuera de los “tipo A” o ya fuera de los “tipo B”, como quien aparta algunas presas de un pollo trozado para comer en otro momento porque prefiere las patas o la pechuga; en estos casos, siendo víctimas de primera mano o cadáveres diseccionados por tipos A y B, estas piezas podían adquirir una vida refleja y relativamente autónoma, y como tal transmitir un poder transferencial de adherirse a algún tejido viviente en su descontrolado desbande. Esta información es mucho más precisa en el estudio de la profesora genetista, doctora Anna Meyfart
Göldin, publicados en Berlín el año pasado. Este tipo de tejido infectado de animación transitoria, fue reconocido por Gardiner como del “tipo C”, hoy se sabe que no sería más que una sub-categoría de los tipos A y B.
Todos estos índices e investigaciones habían sido contemplados por Salvat. Ahora bien, ¿qué fin perseguía este sabueso del orden y la justicia? Como decíamos antes, nunca había dejado un caso sin resolver y no podía permitirse que este, su caso final, quedara impune. ¿Qué necesidad había de resolverlo si todo lo conocido estaba desapareciendo, si ya la justicia no tenía valor alguno en un mundo sin ley? Él era un representante de este tiempo decadente y no podía evitar caer también en esa decadencia de los valores antiguos, aunque tuviera que caer con ellos en la misma boca del infierno. Obsesivo como pocos, a esta altura de los acontecimientos, había entrado en un callejón sin salida. Este caso en particular tocaba sus fibras más íntimas, Nadia Sikorski había sido su amante. Él mismo tuvo el perverso placer de acabar con su sufrimiento de muerta-revivida en una refriega de efectivos parapoliciales en un paraje de Villa Libertad. No fue casual su estadía en ese sitio, desde el momento de la profanación de la morgue judicial persiguió a los revividos y a sus creadores día y noche, y tuvo el buen tino de no ser descubierto. Junto con su ex amante se cargó a otros doce revividos e infectados. El encuentro en aquel paraje fue una verdadera carnicería, en la que murieron veinticinco efectivos de la resistencia (o fueron convertidos, nadie sabe cuántos corrieron esa suerte) y fueron exterminados cerca de cincuenta y ocho infectados y reanimados. Entre ellos, Nadia Sikorski, por su propia mano. ¿Acaso Lamar Campos la asesinó sabiéndola su amante? Sí, por cierto. Este psicópata venía de degollar a la costurera cuando cayó en la cuenta de que Salvat estaba tras su pesquisa. Antes de este crimen, había violado y asesinado a otras cinco mujeres. Lamar Campos era hijo de un poderoso industrial, por eso había permanecido en la más espantosa impunidad. Su padre, quien aún vivía, había extorsionado a la policía con negocios que los vinculaban, para que dejaran a su hijo seguir cometiendo atrocidades. Salvat iba por su cuenta, nada debía a nadie por su prestigio, así que no podía comprarlo, aunque lo intentó en varias oportunidades. En medio de esta persecución, estalló la epidemia local de Tanatheria neoyorcaensis. Así que tanto uno como el otro, fueron sorprendidos por esta realidad que los excedió. Como a todos. El señor Ezequiel Lamar se puso a buen resguardo de cualquier contagio y sus poderosos contactos lo aislaron en un local subterráneo con otros empresarios influyentes, en los viejos recovecos debajo del casco central de Buenos Aires, en la antigua Manzana de las Luces. Esa era ahora su residencia y también su prisión. Su preciosa criatura, ya monstruo mutado, iba a perseguirlo desde su recuerdo deformado para convertirlo a su estado. Eso también lo obligaba a recluirse. Un resucitado guardaba especialmente sus fauces para devorarlo. Su hijo. ¿Cómo pudo el hijo transformarse en un muerto viviente si fue desgarrado en vida por sus dos víctimas fallecidas reanimadas? Seguramente algún infectado de la clase A habría participado de su sangría dándole esta forma maldita de vida. Salvat volvió a verlo una vez más a Lamar Campos, le faltaba el brazo izquierdo y parte de la cara y el cuello. Así que el odio de sus víctimas debió quedar en algún rincón de su anatomía mutilada para ejercer tal destrozo en su asesino. O cabía otra posibilidad. Eso es lo que justamente pretendía averiguar el detective. Pero, ¿cómo hacerlo sin dejar la vida en eso? ¿Cómo descubrirlo y seguir viviendo de este lado de la vida?
La cosa fue que Lamar Campos persiguió a quien lo perseguía y le asestó un muy duro golpe: habiéndose despedido de su amante, la enfermera dejó la oficina de Salvat; nunca llegó a su auto. Fue atravesada con un estilete a la altura del omóplato izquierdo, directo al corazón. Se desplomó al instante. Unos testigos llamaron a la
ambulancia o al 911, la cuestión es que Salvat oyó las sirenas y bajó inmediatamente presintiendo lo peor. Tarde se dio cuenta que el asesino volvió tras sus propios pasos.
Casi estaba sobre el asesino cuando una turba de resucitados invadió la zona donde pernoctaba. El recuerdo lacerante de aquel momento aún persistía en su mente, muchas veces había despertado bañado en sudor, en el instante en que lo capturaba. Pero otra vez aparecían los infectados y se abalanzaban sobre él. Inmovilizado veía cómo Ezequiel Lamar, rodeado de sus sicarios se sacaban de encima a los que lo acechaban y ponían a Osvaldo a resguardo, en un Mercedes con los vidrios polarizados. Entonces, hubiera preferido que le dispararan mientras intentaba zafarse de los resucitados y sus bocas infectas. Lamar Campos se limitó a mirarlo con desprecio y le gritó que sufriría eternamente la muerte en vida con los demás infectados. A duras penas, Reinaldo Salvat salvó su pellejo y corrió por su suerte hasta dar con un viejo caserón abandonado. Se refugió en el sótano hasta que la horda dejó de buscarlo. Finalmente el infectado fue el propio asesino. El tiempo había hecho justicia pero a él no le alcanzaba, necesitaba destruirlo con sus propias manos y además conocer exactamente cómo había sido transformado.
La mejor forma de llegar a Osvaldo Lamar Campos, al muerto-vivo, era acechar las inmediaciones donde se hallaba refugiado el viejo Lamar, a quien su querido hijo buscaba aniquilar o convertir a la horda.
Así se instaló en un viejo Taunus maltrecho, con escaso combustible, frente al lugar donde había funcionado el Colegio Nacional de Buenos Aires. Sabía, por la vigilancia que había ejercido, que debajo de la iglesia de San Ignacio de Loyola, frente al altar de San Judas Tadeo, donde alguna vez fuera sepultado el revolucionario Juan José Castelli, había un túnel que conectaba directamente con Plaza Francia, por las tripas de la ciudad. Debajo de esa plaza, la llamada Orden del Divino Arquitecto, una logia masónica integrada por encumbrados popes del mundo empresarial, de la que Ezequiel Lamar era Soberano Gran Comendador de la Zona Austral, había construido un refugio hermético, con paredes de titanio sólido. La galería que conectaba ambos puntos había sido también reforzada y dotada de un complejo sistema de seguridad. De manera tal que si alguien, cuyo ADN no fuera reconocido por la celda de control, instalada bajo una loseta de mármol añeja que hacía de placa recordatoria del sepultado prócer, sería inmediatamente destruido. Esta celda tenía una aguja que extraía una pequeña muestra de sangre del índice del visitante: sólo tres muestras eran compatibles con el dispositivo, la de Lamar, la de Vargas Watson, su mano derecha, y la del Gran Maestre Ernesto Crick, dueño de Media Gen y Okazaki Inc., laboratorios multinacionales que experimentaban con el genoma humano. Cualquier otro que intentara penetrar en ese recinto violando el sistema de seguridad por cualquier medio, aún buscando sabotear el dispositivo, accionaría múltiples vórtices de puntas láser, instalados en la bóveda del templo, que lo fulminarían al instante. Entonces, ¿cómo podrían los infectados alcanzar a Lamar? Ese era el quid que animaba a Salvat a permanecer en su celosa custodia del templo. Allí seguramente estaba el secreto que esperaba descubrir. No tendría que intentar él tamaña empresa, los infectados le facilitarían las cosas con quienquiera que los condujese, porque esa era justamente su hipótesis. Alguien estaba muy interesado en cargarse al viejo Lamar y quedar al mismo tiempo con las manos limpias. Porque no sería otro que su propio hijo quien se encargara de eliminarlo.
Salvat pensó en todos sus enemigos y aún en sus más dilectos colaboradores para hallar al posible responsable. A todas luces, la respuesta parecía sencilla: Vargas Watson o Crick, no quedaba otro, ya que eran los únicos que podían abrir la galería de acceso al refugio. Nunca pensó que el propio Lamar iba a abrir las puertas del mismo
infierno. ¿Cómo, bajo amenaza? No, con una simple muestra de su sangre. Pero la aguja tenía que penetrar en un tejido vivo para extraerla. A menos que se usara de receptáculo de la muestra un saco de tejido muerto o necrotizado. ¿Pero cómo implantarlo en un infectado? ¿Cómo llegar a él?
Un Volvo gris le dio la respuesta a su pregunta. Era un sedán, de las dos puertas descendieron dos gorilas con anteojos oscuros. Del asiento trasero descendió Aquiles Vargas Watson, la mano derecha de Lamar. Él también podría haber franqueado la entrada al túnel, ¿por qué usar la propia sangre del viejo? Porque los análisis del dispositivo arrojarían el dato de que el mismo viejo cometió el error de dejar entrar a la horda no cerrando las defensas a tiempo. Nadie más sería acusado.
Todo cerró cuando los gorilas sacaron del portaequipajes a Osvaldo Lamar Campos maniatado. El infectado daba saltos y echaba espumarajos por la boca, se notaba su fuerza bestial que hacía estremecer los eslabones de las cadenas que lo ataban, eslabones delgados de una aleación de mayor pureza que el acero quirúrgico, en fin, aún transformado, Lamar Campos seguía estando hecho de carne y hueso como todos los humanos y no podía quebrar ese acero sin destrozarse los miembros que le quedaban. Un bozal de cuero y acero le cubría la boca y preservaba a sus cuidadores de ser mordidos. ¿Y los demás resucitados de la horda? Quizás no importaba, quizás bastaba con que el hijo se reencontrara con el padre para consumar la masacre. El viejo empresario no rechazaría la visita de su amigo y consejero. Pero ignoraba que la visita le reservaba una desagradable sorpresa final.
Vargas Watson abrió el portal con su llave y los guardaespaldas penetraron arrastrando con ellos al infectado. Luego, cerraron la puerta tras de sí. Salvat tenía experiencia en cerraduras, había tenido que forzar algunas entradas para llevar a cabo sus pesquisas. Pero este cerrojo, con lo antiguo que era, ofrecía una singular resistencia, el mecanismo interno estaba herrumbroso y oxidado, al propio Vargas Watson le había costado girar la enorme llave de bronce. Igualmente, la gran embocadura le daba a Salvat mayores chances ya que le permitía maniobrar con mayor comodidad con sus ganzúas. Mientras tanto, sabía que ya los hombres abrían accedido a la galería, no tenía demasiado tiempo si quería ir tras de ellos en persecución. Finalmente, logró entrar. La puerta se desplazó con un quejido sobre sus goznes. No había nadie a la vista, vivo o muerto, que lo acechara. Todo parecía estar extrañamente en orden.
Mayor aún fue su asombro al notar que el acceso a la galería estaba libre, los hombres de Vargas Watson no habían corrido la compuerta al penetrar en ella. Entonces, pensó en una hipótesis muy probable: Vargas Watson iba a arrojarle encima al viejo Lamar a su propio hijo, pero alguien más iba tras el viejo y, más aún, había decidido que Vargas Watson lo acompañara en ese último viaje. Claro que sabía que si él entraba también estaría en gran peligro, fuera cual fuera el plan que tenían.
El recorrido por esa galería blanca, aséptica, pareció interminable, por cierto que había varios kilómetros desde la Manzana de las Luces hasta el refugio de Plaza Francia. No mucho más adelante, calculaba que iban los hombres de Vargas Watson, por los murmullos que llegaban agravados por la oquedad de la galería y los gruñidos de Lamar Campos que hacían cimbrar las paredes metálicas. Afortunadamente no sentía ningún otro sonido proveniente de la dirección contraria, nadie lo estaba siguiendo. Al menos, por ahora.
Finalmente, llegó a la desembocadura del túnel. Una puerta doble de cristal grueso, a prueba de balas, que estaba abierta de par en par. Luego otra compuerta de acero también deslizada y finalmente un portón de madera que también estaba abierto. Quizás ya sería tarde para el viejo Lamar. Lo extraño es que no llegaban hasta él berridos o gritos de dolor desde hacía varios metros.
Llegó al recinto principal adonde confluían varias escaleras que seguramente llevaban a las dependencias principales del refugio. No había seguridad de ningún tipo. Al penetrar a un segundo recinto al final del corredor, comprendió todo. Los hombres de Vargas Watson estaban de cara al suelo, cada uno tenía un disparo en la nuca, seguramente hecho con silenciador. Pasando una mesa larga de conferencias, entre la pared que tenía una pantalla enorme de televisión y el último sillón, yacía el cuerpo de Aquiles Vargas Watson. Tenía serias heridas en todo su cuerpo, señales de que había sido desgarrado por el infectado. Tenía poco tiempo de muerto así que eso le daba alguna ventaja, antes de que se convirtiera en otro resucitado. Con cierta prisa, recorrió otras habitaciones de la estancia. Nada, en ninguna de ellas. Solamente muebles. Ni rastro de ropas, enseres o restos que probaran que allí había vivido alguien. Salvat estaba desorientado, aparentemente los demás habían huido y se habían llevado con ellos a Osvaldo Lamar Campos, el asesino serial infectado. Sobre la mesa de conferencias encontró un DVD, con un rótulo que decía: Para G.M. Tardó un poco en comprender de quien se trataba. No era un nombre, era una fórmula de cortesía como Su Señoría o Vuestra Majestad: Gran Maestre. Eran imágenes para Ernesto Crick. Debía verlas. Allí se explicaría lo que le quedaba por saber.
En el DVD, un Ezequiel Lamar demasiado calmado explicaba que un sueño le había revelado el complot que se preparaba en su contra. En él, su hijo mismo le pedía que se cuidara del custodio del refugio, del guardador de su alma. Inmediatamente, al despertar, lo relacionó con Aquiles Vargas Watson; quien en su momento le procuró a su hijo un escondite seguro y lo ocultó de aquellos que lo perseguían para darle captura por sus numerosos crímenes. Y concluía: “Quizás parecería absurdo dar crédito de un sueño, pero ¿acaso los emperadores más grandes de este mundo no dieron crédito de sueños y visiones para conservar su poder? ¿Por qué no habría de ser esta una auténtica advertencia para protegerme de la muerte?” Su ladero no fue recibido entonces con amabilidad; los hombres de Lamar tenían órdenes de dispararle a él y a sus compinches. La sorpresa del viejo Lamar habrá sido encontrarse con su hijo maniatado, convertido en un monstruo que quería ser usado en su contra. Fuera por el sueño o por seguir encubriendo sus atrocidades, que no eran menores que las que el mismo viejo había cometido para aumentar sus intereses y su poder, Lamar se llevó consigo a su hijo. Pero antes le dio a comer la carne de Vargas Watson. ¿Por qué? La grabación finalizaba con estas palabras: “Gran Maestre, Sabio Cuidador de los Secretos de la Orden, me voy por el cielo hacia la Isla Prometida, llevo conmigo al carnicero, procuraré que no llame la atención en ese paraíso…” Salvat entendió que salió del refugio en un helicóptero con su hijo, pero no pudo precisar a qué lugar se refería con la Isla Prometida. Continuaba diciendo: “Al enemigo le dejo la peor de las venganzas, convertirse en lo más despreciable de este mundo, en otro ser resucitado. Sé que no debí rescatar a Osvaldo para llevarlo a nuestro destino, quizás piense que estoy violando secretos vitales y estoy poniendo en riesgo a un lugar libre de epidemia, pero le prometo voy a cuidar que esta bestia no vuelva a ver la luz del sol, sabe que soy capaz de eso y más. Ya preví que una carga semanal me provea de cadáveres frescos para mi corrompido hijo. No creo poder salvarlo de un espantoso final, de todas maneras, pero es lo único que puedo hacer como padre, ya que nunca le di una atención sincera y cariñosa durante toda su vida terrenal. No estoy seguro de que Usted encuentre esta grabación, ya que cuando el traidor despierte a su vida infrahumana, atraerá a las hordas de resucitados con su olor y el olor de la sangre fresca. No hablo de los cadáveres exactamente (miró de una manera muy particular a la cámara y Salvat se dio cuenta de que le estaba hablando a él), sino de algún vivo que se las ingenió para seguir a mi hijo hasta este refugio…”
De pronto, unos gemidos leves provinieron del cuerpo de Vargas Watson, y una estampida de pasos fue creciendo en la galería, pasos que iban aumentando su frecuencia, pasos que empezaban a correr. Salvat sacó su arma, con un mantel hizo un lío con las demás armas de los guardaespaldas. Acercándose al cuerpo que empezaba a moverse, le disparó varias veces en la cabeza. Ya la horda había llegado al recinto principal. Salvat corrió escaleras arriba hasta la habitación de Lamar, entró y activó el sistema de seguridad que bloqueaba la puerta. Aterrado escuchó los pasos, múltiples pasos que ascendían hacia él, y los espantosos gruñidos de la enfurecida horda. Los primeros en llegar, cayeron electrificados por el dispositivo de seguridad. Alguno de los golpes que sobre él descargaron lo dañaron irremisiblemente. Ahora nada más le quedaba la resistencia de la puerta, sólo eso lo separaba de una muerte segura y horrenda. Y la horda arremetía con toda su potencia ciega. Salvat atravesó el cuarto, al otro lado de la cama, un ventanal inmenso daba a una suerte de balcón terraza, sólo que en las profundidades. Descorrió la puerta de vidrio y contempló un cubículo amplio, que en su cúspide tenía una enorme reja por la que penetraba un hilo de sol, entre los espacios de la reja se filtraban gruesas y sarmentosas raíces que colgaban como enredaderas y cuyas terminaciones goteaban pegajosa savia, seguramente se trataba de un inmenso árbol ubicado en el centro de la Plaza Francia. Quizás esa era su única vía de escape si la horda le daba tiempo a treparse y llegar hasta la reja. No había más que ese cubículo separándolo de la superficie, ¿cómo habrían salido entonces Ezequiel Lamar y sus hombres de allí? La idea del helicóptero que antes había concebido quedó así descartada. Debía haber otra forma de escapar de ese refugio prisión.
La fuerza aniquiladora de la horda metió la suficiente presión para lograr voltear la puerta. Entraron alocadamente, montándose unos sobre otros, empujándose y lastimándose entre ellos por alcanzar al detective. Lo vieron plantado en medio del cubículo, con el arma en la mano, estaba aterrado porque ellos no dejaban de avanzar, ya rompían los cristales y trasponían el umbral que los separaba de él, ya se abalanzaban sobre su cuerpo. Sonaron algunos disparos. Algunos resucitados comenzaron a destrozarse entre ellos. La enorme turba se agolpó donde antes hubiera estado parado Reinaldo Salvat, pero el detective había desaparecido.





LA ISLA PROMETIDA
I
Aparentemente era un puente. Abrió los ojos con gran dificultad, la conmoción no había sido poca. Sí, un puente, pero de dónde venía. No tenía inicio o diríase que no tenía fin si alguien viniera corriendo desde el otro extremo; daba a un gran abismo. Despertó y un punzante dolor en la nuca empujó su cabeza hacia arriba, de una manera antinatural, como un sobreviviente de una gran explosión. Incluso sentía que de sus ropas emanaba una suerte de polvillo, con partículas que quedaban suspendidas en el aire prístino, un humo grisáceo que no alcanzaba a desprenderse de las prendas y permanecía ondeando en torno a su anatomía yacente. Más que puente una plataforma de despegue, o algo por el estilo. Pero, ¿en qué había llegado hasta allí? No recordaba haber abordado una nave de ningún tipo. Claro, el tema de Ezequiel Lamar lo había llevado hasta aquel refugio, y la hipótesis del helicóptero. Mas no había forma en ese patio subterráneo de elevarse hacia el exterior. Recordó la reja y las raíces del grueso tronco. Recordó la horda amenazante, los disparos vanos. Los cuerpos desgarrados arrojándose sobre su cuerpo, ya indefenso, ya presto a ser infectado. Y entonces, ¿qué pasó? ¿Cómo llegó hasta esa extraña plataforma?
Se sentó y sus huesos crujieron como si hubiera estado sumido en una enorme tensión. Flexionó sus piernas, se revisó los pies, quitándose los zapatos, para comprobar que estaban intactos, que tenían todos los dedos en su lugar. Sólo entonces intentó incorporarse. Volteó lentamente hacia la boca de aquella plataforma metálica. Una compuerta sólida lo separaba de una construcción similar a un suntuoso palacio de nobles materiales. Parecía tallado en la misma roca del peñón adonde había despertado. Placas de mármol muy sobrias recubrían los muros que servían de defensa al palacio, de un color ocre oscuro, pero que brillaba al sol como si en él se confundieran fragmentos de mica, pirita o formas diamantinas ambarinas, tal vez de amatistas, en un material impreciso traído especialmente de alguna cantera lejana, similar a la diorita, que contrastaba con la conformación rocosa de la pendiente. Hacia arriba se elevaba una torreta en punta con la apariencia del cristal, y en sus caras había unas láminas similares a enormes solenoides que tenían seguramente por función aprovisionar de energía solar al complejo. Ya de pie en la plataforma, atisbó la lejanía, todo cielo y muy debajo el mar, imponente, rodeado de riscos filosos en la costa y piedras obtusas de apariencia peligrosa. Daba toda la sensación de estar en un acantilado. En algún lugar de la pendiente se oían chillidos de gaviotas o alcatraces. Tal vez habría nidos que sus ojos no alcanzaban a ver en las estribaciones que iban desde la escasa playa hasta las alturas.
Estaba sumido en sus cavilaciones cuando la compuerta se deslizó con un rumor de brisa. Un hombre bajo, calvo y regordete, avanzó flanqueado por otros dos, vestidos con uniformes y cascos de soldados, empuñaban cierta especie de fusiles de particular diseño. A decir verdad parecían más bien guitarras eléctricas, gruesos en las culatas y el cuerpo central y afinándose hacia los extremos, rematando en un punta de diamante, lo que hacía suponer que dispararían alguna especie de rayo inmovilizador o fulminante. El sujeto calvo se veía rozagante y de buen humor que contrastaba graciosamente con el talante adusto y enojoso de los guardias, además llevaba una guayabera floreada y unas bermudas celestes, gastando unas franciscanas que chasqueaban a su paso. Salvat no se movió aunque no hubiera una orden de permanecer en su sitio, las armas hablaban por sí solas. El hombrecito se adelantó a su custodia.
- Imagino que debe estar sorprendido, inspector Salvat. A pesar de que usted mismo quiso acercarse a visitarnos, llegó hasta aquí sin saber cómo, ¿no es verdad?
- Por cierto que sí, ya me creía otro de esos monstruos y aquí me ve, de una sola pieza. Discúlpeme, pero no suelo conversar con extraños que encima conocen mi nombre.
- Perdone mi descortesía, Reinaldo. Mi nombre es Julio César Jiménez pero puede llamarme el Gran Jota si lo prefiere, porque así me solían llamar en otro tiempo que usted bien recordará.
- ¡Quién puede ignorar al Gran Jota! Uno de los más prestigiosos estafadores de Sudamérica, segundo del famoso Cartel de Tacna. A propósito, ¿qué sucedió con Álvaro Guamán? Porque se dijo que usted lo había eliminado.
- Recambios necesarios, mi amigo. Hay momentos para determinadas personas y no para otras, así son los negocios. Y digamos que Álvaro tuvo que dar un paso al costado, un gran paso hacia el océano con algo de peso adherido a sus pies. – Dio una risotada fenomenal, como si estuviera chanceando con un viejo conocido, aunque era la primera vez que se veían, y lo palmeó en el hombro ridículamente, lo que dejó aún más en evidencia la diferencia de altura que existía entre estos hombres. Reinaldo Salvat era un formidable tipo, de casi dos metros de altura, de anchas espaldas y un cuello que apenas se distinguía, mientras que el Gran Jota apenas rebasaba el metro y medio.
- Bueno, pasemos a contestar el primer interrogante de esta tarde. Usted recordará que estaba prácticamente atrapado por los resucitados en ese patio subterráneo en pleno Buenos Aires, ¿verdad? Pues bien, recordará el inmenso tronco hundido en parte sobre la gruesa reja. Usted dio unos pasos hacia el norte mientras disparaba. Claro que estaba muy pendiente de que no lo devoraran para ver qué demonios pisaban sus zapatos. Como bien se habrá dado cuenta la Gran Orden no había dejado librado nada al azar, incluso previeron que usted podría llegar a ponerse a resguardo cuando los resucitados ganaran todos los puntos del refugio. Por cierto que esperaban que usted sencillamente muriera a manos de los infectados o se volviera uno más en la multitud. Pero no. Usted verdaderamente nos sorprendió, compañero. Pero ya de rodeos; este es el tema. Su pie, ciego y confuso, accionó lo que nosotros llamamos el portal, así, a secas, el portal. Puede sonarle gracioso pero usted se teletransportó a este lugar desde Buenos Aires, sin escalas. – Salvat no se rió y bajó la cabeza como quien sabe de qué están hablando.
- Pensé que esa especulación era un chisme sin valor, ahora veo que era totalmente cierta. Cuando Margulis me habló de ello, no pude evitar desestimarlo aún siendo la confesión de un moribundo.
- Sí, fue una lástima haber tenido que matar a Pablo, pero sabíamos que podía quebrarse y delatar al sector más vulnerable de la organización.
- ¿Usted habla de Lamar Campos?
- ¡Ah, ese chiquito! Tendríamos que haberlo puesto en vereda antes, usted vio lo que son algunos privilegios caprichosos de los grandes hombres. Se lo permitimos porque era el hijo de. Usted sabe el valor implícito que tienen algunos hijos de. Claro que este era un consumado hijo de puta, eso siempre lo supimos, un degenerado sin remedio. Pero, ¿quién le hacía entender a Ezequiel esa cuestión? El viejo lo amparaba demasiado, ya ve, hasta quiso traérselo con él, siendo un caso que ya no tiene retorno. Sabe en el enorme riesgo que nos ha colocado este Gran Comendador y, sin embargo, ya ve, aún así lo tenemos con nosotros, bien guardado. En el fondo, no hemos de ser tan malos como se nos pinta entonces.
- No es una cuestión moral simplemente, Gran Jota. Es mucho más que eso. Creo que millones de muertos podrían ser más claros y contundentes si tuvieran
oportunidad de demostrárselo. ¿Cuántos son los felices residentes de este paraíso libre de Thanateria?
- ¿Qué, es para el censo sobre calidad de vida de la UNESCO, amigo? Mire aquí estamos los que tenemos que estar, y alcance con esto. Pero si quiere cifras oficiales no somos más de cincuenta mil, lo que se diría poco menos que un pueblo grande o una ciudad muy pequeña. Pero para nosotros es más que suficiente. No nos falta nada, al contrario nos sobra. Y usted bien puede disfrutar de estos beneficios, si así lo desea.
- Me sobrepasa su amabilidad, pensé que iban a eliminarme, siendo que sé demasiado.
- ¡Ah, muchas películas, Reinaldo! Ya le dije que no somos malos, verá, no tenemos necesidad de eso. Ya no existe una prensa independiente que escuche sus demandas, ni siquiera una justicia independiente, o una justicia como quiera que se llame. El mundo ha cambiado un poco, por si no lo notó. Además, hay un dato sumamente importante que debería conocer. – Se acercó como para decirle algún secreto. – No hay como escapar de aquí.
- Podría volver a teletransportarme desde esta plataforma.
- Eso es imposible, caballero. Ni usted ni el Comendador pueden volver al infecto mundo, una vez que se accionó el mecanismo teleportador no hay forma de volverlo atrás. Y si la hubiera, todas sus pusilánimes partículas quedarían desperdigadas por diferentes partes del universo. Este camino es de una sola vía, inspector. Y, créame, usted está del lado correcto.
Salvat tragó saliva con dificultad como si repentinamente hubiera resentido la sequedad de su boca: - Comprendo perfectamente su lógica pero no la comparto. Aún siendo así, no tengo porqué compartir su asqueroso paraíso. Si ustedes me dejan libre por ahí voy a intentar organizar una resistencia y, créanme, voy a poner patas arriba a todo su impecable poderío.
El Gran Jota volvió a reírse aparatosamente y apretándolo por la cintura le dijo: - No va a tener oportunidad de generar tal resistencia, Reinaldo. Ninguno de nuestros hombres tiene la menor gana de volver a la vieja organización del mundo. Nadie, en su sano juicio, pretendería regresar a enfrentarse a la horda de infectados que hoy ha invadido todo el planeta. Y, por otro lado, no vamos a darle la chance de pudrirle la cabeza a ninguno de ellos. Bien le dije que podía disfrutar de nuestras instalaciones pero eso no implica exactamente vivir con nosotros en la ciudadela. Tenemos un sector para los idiotas peligrosos aquí también y puedo asegurarle que no vamos a volver a vernos cuando haya entrado en él.
- Entiendo. Van a ponerme en una prisión.
- Sí, sí, en la más deliciosa de las prisiones, kilómetros y kilómetros de playa para unos pocos. Una bonita cabaña con todo lo necesario para sobrevivir en la Selva del Olvido. Así hemos denominado a esta zona. Bello nombre, ¿verdad? Mire, acompáñeme y contemplemos la geografía en la que estamos inmersos. – Lo acercó al risco. – Esto que usted ve es océano, miles de millas marítimas a ningún lado. Es inútil arriesgarse a buscar alguna tierra firme cercana. Estamos en una isla. Y lo que llamamos la ciudadela, está cubierta por una cúpula invisible con el mismo patrón teleportador, pero de energía inversa. Es decir, como le advirtiera antes, que si usted o cualquiera de los deportados pretendieran entrar a ella, se desintegrarían al instante. Pero, ¿para qué adelantarme? Ya lo verá usted todo con sus propios ojos. Estos señores amablemente lo acompañarán a su estadía definitiva, espero que disfrute de nuestras instalaciones, mi estimado Salvat. – Concluyó el Gran Jota llevándolo de vuelta hacia sus hombres. Los cuatro caminaron por la plataforma y se perdieron tras la compuerta, dentro del inmenso palacio.
II
Un jeep, alimentado por un panel solar, lo cargó en una dársena lateral del palacio, algo similar a las calzadas que se encuentran en las afueras de terminales y aeropuertos. Pero este no era un taxi que fuera a depositarlo en la más conveniente hotelería, aunque algo de eso habría: sólo un refugio definitivo. Un lugar entre los marginados, y aún así salvados de la gran destrucción.
Del palacio central poco y nada alcanzó a ver. Apenas transpuesto el acceso, el Gran Jota se esfumó sin despedida alguna, mientras los hombres armados lo llevaron a través de un lujoso salón que, a un lado, tenía mullidos sillones rodeados de altos muebles de cedro con gavetas rebatibles, que se accionaban con la voz, y en cuyo interior tenían revistas, libros, películas y archivos musicales en formato digital de alta definición que, al ser mencionados, podían vislumbrarse con asombrosa nitidez en pantallas individuales que surgían de la parte posterior de los sillones. En ellos, retozaban algunos hombres y mujeres, ataviados con lienzos similares a túnicas y calzados con sandalias, incluso algunos estaban descalzos. Aparentemente todos eran funcionarios de esta suerte de administración central y si bien se encargaban de la organización de las necesidades básicas de la ciudadela, era notorio que tenían mucho tiempo para dedicarlo al ocio y a la meditación. Acerca de quiénes eran, de dónde habían venido y cuáles eran sus funciones específicas, nada pudo saber Salvat porque inútil fue cualquier pregunta que les hiciera a sus guardianes, de sus labios no salió palabra alguna. Y como iban montados en una cinta transportadora, apenas tuvo tiempo de observar algún detalle. Al otro lado de la cinta, un gran cartel televisivo daba anuncios de las novedades internas. Vio dos caras familiares al menos en un montaje que funcionaba como propaganda de la administración central: una era la del Gran Maestre Ernesto Crick, otra la del terrorista más buscado por el gobierno de los Estados Unidos, hasta hace algún tiempo atrás, por el atentado que hundiera Staten Island, Rajid-Al-Qadesh, ahora asociado al control de la isla y seguramente a alguno de sus viejos perseguidores. Salvat nunca se había tragado esos argumentos que nada más se utilizaban para legitimar alguna invasión en países supuestamente hostiles a la mayor democracia del mundo, ergo el mayor imperio del mundo, imperio que ya no existía, así que ya no había porqué simular enconos con enemigos que nunca habían sido tales realmente. El gran cartel hablaba en español por lo que, seguramente, poseía un transductor que decodificaba la línea argumental en el idioma de aquel que la oyera. Salvat hubiera supuesto que el idioma oficial de la isla era el inglés pero notó que los soldados que lo custodiaban intercambiaron unas pocas palabras entre sí en un francés cerrado que él interpretó como creolé haitiano o alguna forma dialectal del norte de África. Así que no habría una lengua oficial, todas se hablaban en esta pequeña Babel pero cada uno comprendía al otro en su propia lengua gracias a un sistema de traducción neural implantado en cada residente, ya que él comprendía con dificultad algunas palabras sueltas de los soldados. En las inmediaciones del gran cartel, algunos empleados se ocupaban de la limpieza y otras labores de mantenimiento, vestidos todos con overoles naranjas con un escudo monograma del lado del corazón que reproducía un símbolo similar al que se usara para indicar desechos tóxicos o también la representación icónica del signo de Aries, seguramente el logo del poder central. Algo extraño había en estos empleados, sus rostros, tal vez se parecían bastante entre sí, incluso pensó que al menos dos eran casi idénticos a un funcionario que, displicentemente echado en uno de los sillones, seguía con su pie el ritmo de la música que recibía de su monitor. Y al mismo tiempo recordó cuánto le dolía la cabeza, todavía sentía los efectos colaterales de su viaje interdimensional en todo el cuerpo. ¿Sería
cierta la similitud observada o se trataría de un efecto alucinatorio post-traumático? Porque, de pronto, miraba a uno de los soldados y también hallaba en él una similitud fenotípica con una mujer que aspiraba el polvo del piso. De todas maneras, la cinta transportadora lo llevó tan rápido de una punta a la otra que no tuvo demasiado tiempo para contrastar sus hipótesis. Llegado que hubo a la dársena fue intimado a bajar a punta de láser. Y de la misma forma lo ascendieron al jeep.
La dársena iba paralela al murallón del palacio y luego a la urbanización, como si de una autopista se tratara, ascendía hacia las edificaciones, todas de un mismo estilo, paredes rectas, sin molduras, con ventanales grandes de vidrios polarizados. Todas recordaban el estilo austero de las urbes que oficiaran de mecas de los negocios a nivel mundial, algunas zonas de Manhattan, de Wall Street, de Tokio, de Londres, de Kuala Lumpur o de Singapur. Ningún indicio exterior que pudiera dejar traslucir el modo de vida de sus ocupantes. Sólo frías construcciones de concreto, metal y vidrio, interconectadas por pasajes que iban de mole a mole, quizás allí funcionaran los centros de aprovisionamiento e intercambio interpersonal. No había lo que se conociera como calles o avenidas. Solamente edificios interconectados entre sí. Ni parques, ni árboles, tan sólo unas columnas cada tantos edificios que parecían ser inmensos ductos que oxigenaban las construcciones. Todo un artificio totalmente humano, una maquinaria complejamente humana pero deshumanizada, sin ninguna nota de naturalismo, nomás se reflejaban en todas las estructuras imágenes diversas desordenadas. En una fachada creyó advertir un fotograma de Metrópolis, la antiquísima imaginería de Fritz Lang sobre el futuro de la humanidad, y en otra imágenes casi superpuestas de dibujos animados de todos los tiempos: el aprendiz de brujo de Mickey en Fantasía, el gato Félix borrándose a sí mismo con una goma para que en su lugar se dibujara desde su sonrisa alterada el colorido gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas. ¿Para quiénes se proyectaban esas imágenes? Los guardias no se inmutaban en nada al verlas, siendo que a él le hubiera causado alguna gracia recrearse en esos íconos tan antiguos del lejano siglo XX. Podría decirse que esta vía por la que iban circundaba la ciudadela desde el palacio, ya que nunca se adentró entre sus edificaciones sino que se mantuvo todo el tiempo por la periferia. Así que no hubiera podido precisar qué había hacia el centro de esta inmensa urbe hundida en medio de una isla desconocida.
III
Llegaron al complejo de cabañas, suspendidas sobre unos pilotes para prevenir las inundaciones, en escasos minutos. El jeep aún viéndose como una antigualla tenía una velocidad sostenida y acelerada, como si tuviera un motor realmente moderno o como si no tuviera ningún motor, ya que no era accionado por controles, los guardias simplemente manipulaban un GPS en una pantallita con un lápiz óptico y el auto los llevaba hacia donde ellos indicaban. Salvat no pudo evitar sonreírse al evocarle esta situación a un carro en la montaña rusa de un parque de diversiones.
La costa irregular y accidentada se advertía al costado de la autovía. Las enormes rocas se veían extremadamente amenazantes con la bajamar, era de suponerse que aún las hubiera mayores al incrementarse la profundidad, ningún barco de gran calado se hubiera aventurado a acercarse a esos riesgosos promontorios y aún una liviana embarcación podría hundirse en los remolinos que serpenteaban en los pequeños montes que emergían a pocas millas hacia adentro y que oficiaban de gigantes defensores del puerto natural de esta isla. Allí terminaba el camino. Literalmente así. No había nada después, solamente arena y dunas solitarias. Es más, la autovía acababa sepultada debajo de una de ellas.
Los guardias bajaron a Salvat del auto y se lo entregaron a un hombre enjuto de rasgos aguzados y bigote fino y gracioso, como de patán de feria. Fumaba en boquilla y llevaba unos pantalones bombín y una chaqueta tipo militar con muchos bolsillos, ambos de color verde musgo. Tenía el pelo largo bien estirado hacia atrás, oculto debajo de una boina negra, que acababa en una coleta trenzada. Exhibía un tostado parejo en toda su piel, que lo hacía lucir como un vacacionante del Mar Caribe. Sonrió, mordiendo la boquilla, y le estrechó la palma a Salvat. Era tan absurdo su aspecto que el detective pensó que iba a salirle con una máxima propia de Groucho Marx.
- Buenas tardes, signore Salvat. Mi nombre es Beppo Lucchi y soy su anfitrión en este sector llamado la Selva del Olvido por nuestros benefactores de la Gran Orden. – Los guardias se rieron burlonamente y con un gesto de desprecio volvieron al jeep, simplemente se sentaron en los asientos traseros y el jeep descaminó lo andado en reversa como respondiendo a un comando ya establecido. – Curioso chiche, ¿verdad? Aquí pareciera que todo funciona al revés que en cualquier otra parte del mundo. Se comentan cosas horrorosas del afuera, usted seguramente debe conocerlas mejor que yo que hace tiempo que estoy en este retiro. Pero venga, anímese, caminemos un rato por la playa, además su cabaña no está acá en la entrada. Queremos que se integre a nuestro pequeño ámbito rápidamente, por eso decidimos colocarlo en el último puesto.
Comenzaron a caminar, de algunas de las cabañas emergieron seres de hosco talante. Una mujer de grueso porte se balanceaba en una mecedora a la entrada de una de ellas, tenía un tejido entre las manos y si bien sostenía las agujas era notorio que hacía mucho tiempo no atinaba a añadir un nuevo punto por el color desteñido de las fibras.
- ¡Velma! No es nada. Es solamente el señor Salvat, un nuevo compañero. ¡Salúdelo usted! – La mujer hizo un gesto afirmativo con la cabeza y volvió a su estado ausente. – Muchos de nuestros chicos no han tenido una buena vida antes, ¿sabe? Les cuesta adaptarse a la serenidad de este espacio; aquí, verá, hay poco y nada para hacer. Una vez por día y por turnos, algunos vamos a buscar madera, frutos o recogemos hortalizas. Generalmente las mujeres se ocupan de la repostería y de remendar ropa o confeccionar nuevos vestidos con lo que los residentes de la ciudadela desechan. Igualmente, no hay adónde ir, la selva es rara, hay animales salvajes, cosas que no querría encontrarse, se lo puedo asegurar. Cada dos días nos traen provisiones con el jeep, latas, frascos, piezas de carne, como para alimentarse. En eso no hay mucho para explicar, si llega temprano puede hacerse con algo de sustento que valga la pena, hay algunos, – tosió levemente - diría, ejemplares, que se ponen verdaderamente violentos para conseguirlo. No crea que quiero asustarlo, es la cruda realidad, hay de todo acá, como en cualquier parte, gente de la buena, como nosotros, y algunos individuos francamente intratables. Espero que no se tope con ninguno de ellos por su bien. – Mientras tanto seguían caminando entre las cabañas, un hombre se acercó al encargado y le musitó algo al oído. – No hay de qué preocuparse, Bernardo, vaya tranquilo y descanse. – El individuo hizo una reverencia y volvió a su cabaña. – Ya ve, nomás de verlo llegar algunos se intranquilizan, piensan que es un control o una requisa. La soledad de este sitio los ha vuelto susceptibles creo yo, eso no suele suceder con mucha frecuencia aquí. Pero, de vez en cuando, vienen algunos guardias a revisar nuestras casas, espero que usted no tenga nada que ocultar, mi amigo. Es decir, espero, sinceramente espero, que no nos traiga usted problemas. – Y remarcó la última palabra cambiando el tono de la voz y mirándolo con seriedad. – Como le decía acerca de la soledad, para evitar que ciertas conductas que nos pusieron fuera de la ciudadela se agraven hemos dispuesto que cada morador se ubique con otro acompañante en su cabaña. Desde nuestro humilde lugar hacemos todo lo posible para que todos puedan
sentirse verdaderamente como en su casa. Así que usted, señor Reinaldo Salvat, va a tener un compañero en su refugio. Ya lo conocerá, no se apresure usted. – Salvat ni siquiera había atinado a hacer ningún comentario.
Al tiempo que caminaba, observaba las actitudes de los residentes, en un momento, un hombre pasó corriendo y gritando: ¡Las margaritas, las margaritas están vivas! El señor Lucchi lo ignoró completamente. Al rato, volvió agitando dos ramas como si fuera a remontar vuelo. Entonces, hizo un gesto de fastidio. De uno de los bolsillos de su chaqueta sacó un walkie-talkie y le pidió a alguien que lo regresara a su cabaña. Pero no apareció nadie y el extraño siguió revoloteando en torno a los caminantes. En el porche de otra cabaña, dos mujeres jóvenes yacían enlazadas en una hamaca suspendida entre los dos postes de la arcada. En sus miradas notó cierta lubricidad, como si lo estuvieran provocando. Una hizo un gesto con la mano como saludándolos. La otra la empujó hacia atrás e incorporándose a medias lanzó un insulto, tal vez en alemán, así le sonó al menos a Salvat, y escupió al suelo.
- Es su manera de darle la bienvenida, signore Salvat. Aprécielo usted. – comentó el encargado.
Dos hombres se cruzaron con ellos, uno llevaba una canasta con peces en la cabeza y el otro un fardo de pasto atado con alambre.
Una anciana estaba tendida al sol en su porche, mientras acariciaba enérgicamente el lomo de un gato capón que retozaba en su regazo. Les echó una mirada iracunda, como si repentinamente fuera a pararse y a azotarlo con el gato que tenía entre las manos.
- ¡Donna Ágata, comme vai! Es como si fuera nuestra abuela, es tan tierna la viejecita… No puede dejar de probar su pastel de arándanos. ¡Oh, tenemos que corrernos, signore! – Un caballo pasó como desbocado y casi los arrolla, ambos se echaron a tiempo a un lado. – Parte de las bienvenidas, podría decirse, es el potro de maese Ludwig. – Un individuo alto, con botas de montar y ajuar de jinete pasó corriendo y tuvo tiempo de dirigirles una reverencia. – Es un personaje encantador, nunca logró domar a esta bestia, pero cada día lo intenta, se lo puedo jurar. Alguna vez el pobre diablo lo logrará o dejará a ese animal perderse en la espesura. Pero anímese, como le decía, este es un lugar muy particular, no lo puedo negar, pero no ha dicho usted palabra desde que llegó.
- Estoy preocupado de mi suerte, señor Lucchi. Viendo la clase de loco que vaga por estos sitios, usted comprenderá mi inquietud.
- Beppo, solamente, Beppo. Ahórrese las formalidades, somos una familia ahora. Ya llegamos, no se inquiete usted, verá que bonito compañero le hemos asignado.
Finalmente arribaron a la cabaña, cuando ya la selva empezaba a confundirse con la playa y las dunas se cubrían de vegetación.
- Aquí es. Pase usted. – El encargado abrió la puerta de madera con una llave. Salvat dio unos pasos al interior y observó con detenimiento la que iba a ser su casa por algún tiempo. Tenía una viga central que era más bien un tronco apenas limado de corteza, el techo a dos aguas consistía en matas superpuestas de paja, el piso era de tierra apisonada sobre un entarimado de maderas unidas entre sí, asentadas sobre pilotes de poco más de un metro de alto. Una mesa maltrecha con una botella que llevaba una vela consumida en su boca, algunos baúles desperdigados en la amplia habitación y trajes desparramados en todas las direcciones. Dos sillas elegantes con tapizado de raso tachonado estaban en posiciones dispares hacia el fondo de la cabaña. Un hogar de leños con un tiraje alto, negro de tizne, se veía hacia el final rematado por una pared de concreto que por debajo se hundía en el suelo. Quizás lo único firme de toda la construcción. Una serie de utensilios de cocina se apilaban en un fuentón de lata con
agua. La pared también estaba ennegrecida en forma de mancha ascendente, producto del humo que emergía de aquel hogar, ahora aparentemente apagado. El señor Lucchi tomó una de las sillas y se sentó del revés, con la mano lo instó también a sentarse.
- Póngase cómodo, signore Salvat. Está en su casa ahora. Además, el espectáculo está por comenzar. – Salvat no sabía a qué se refería el encargado pero igual dispuso de la otra silla para sentarse.
De pronto, de la habitación contigua a lo que vendría a ser el comedor y la cocina de la cabaña, emergió un sujeto vestido de polichinela, con una grotesca zanahoria adosada a su nariz, y los ojos pintarrajeados con rimel, algo desorbitados, como de alguien que ha pasado largas noches en vela bajo los efectos de algún potente estimulante. Todo su cuerpo se agitaba como poseído, parecía un hombre que hubiera sido picado por una tarántula por la forma en que se contorsionaba. Trataba de entonar una penosa copla en un extraño idioma, a Salvat le sonó como alguna forma dialectal sudamericana y no se equivocó. El individuo practicaba un antiguo ritual aymará. Salvat estaba atónito, no sabía si pararse y golpearlo, temiendo que su anfitrión lo redujera con algún arma, o simplemente observar qué planeaba este loco con toda esa bulla.
- ¡Bravo, bravísimo, Marqués! – bramó Lucchi, con entusiasmo. – He aquí, su compañero. – El tipo detuvo su danza espástica y fue a arrodillarse a los pies de Salvat.
- ¡Muy señor, mío! ¡Su más gentil servidor, a sus plantas! – y parándose, tras una pantagruélica reverencia. - Demetrio Álvarez Figón de Malerba, Marqués de Tupiza. Pero baste con Malerba para mí, como su más diligente amigo.
Salvat no salía de su admiración, no sabía si estrecharle la mano o buscar un hueco por donde escurrirse. Lucchi notó su incomodidad y le salió al paso.
- Que el signore Marqués lo distinga permitiéndole llamarlo con su nombre de guerra es todo un honor, mi querido Salvat. Tómelo usted a bien, como el más preciado presente. Van ustedes a llevarse de maravillas, se los puedo asegurar.
Así fue como el hábil detective conoció al director del Teatro de Operaciones de la Selva del Olvido.




EL TEATRO DE OPERACIONES
I
- ¿Qué piensan ustedes, mis queridos, que esperan los hombres de buen corazón que aún habitan esta tierra? Un acto de piedad, de la más profunda y humana piedad: tal vez, una muerte justa. Seguramente estaban pensando en otra cosa, un sacrificio de amor, un sentimiento patriótico, una demostración solidaria y chácharas de ese estilo y yo, yo no estaba pensando en eso seguramente. ¿En qué estaba pensando? En nada, porque hablo mientras otros solamente piensan. Hablo y actúo. Porque el mundo, chiquilines, puede dividirse en dos bandos, claramente, los que actúan y los que piensan, luego están los que piensan que actúan y los que actúan pensando, pero estos últimos, ah, qué va, son muy difíciles ya de encontrar. De a poco los fuimos matando e incluso nos preocupamos de pisotear todas las flores que habían sembrado. Simplemente porque no tuvimos el maldito tino de arriesgarnos a hacer lo mismo, de tomar el camino complicado. Nada más fácil que destruir. Entonces, ¿lo hacemos? ¡Ey, lo hacemos, qué va! Pero está la otra oferta, podría decirles la creativa y meter en mi discurso toda la pompa de los mejores comediógrafos y dramaturgos en defensa del teatro y el arte en general, pero prefiero eludir esa engaña pichanga y hablarles de la oferta sustitutiva, es decir, en lugar de asesinar redondamente a nuestros embotados congéneres matamos a sustitutos encarnados en personajes. En exactas palabras, el teatro nos permite torturar, violar, matar, destruir vidas y aniquilar recuerdos y nombres tanto como recordar, valorar, reivindicar, enaltecer y dignificar las mejores intenciones y deseos de la humanidad. Las dos caras de la moneda, las dos carátulas, en suma: comedia y tragedia. Porque, señores, quitémonos las máscaras por este rato y seamos totalmente francos: la bestia compulsiva, el carnicero, el depredador siempre puede aflorar, y mejor que lo haga, no ya para apagar una vida con nuestras manos sino para aplicar mejor el juego de matar jugando, matar en escena para que lo real se manifieste y viva.
Los aturullados espectadores de tal discurso no sabían si aplaudir o tomarse a los golpes entre ellos. Estaban sí, básicamente, consternados y conmovidos por el discurso del Marqués de Tupiza. Algunos ni siquiera sabían porqué, no hubieran podido explicarse porque ya no podían entenderse. Es decir, estaban lo suficientemente locos, pero aún así algo del mensaje había tocado sus confundidas mentes. El desmedido gorila, calvo y cejijunto, que tenía por sobrenombre Matraz, no se sabía bien si por su adicción a los químicos o por su forma física, similar a ese receptáculo de laboratorio, empezó a batir palmas con gran entusiasmo. Los otros defenestrados lo siguieron inmediatamente en comparsa. Algunos comenzaron a dar voces vivando al Marqués. Malerba los tranquilizó con sus manos para concluir su mensaje del día.
- Hoy tienen una oportunidad más que interesante. Sus jueces los sentenciaron sin mostrar la más mínima piedad, los juzgaron por asesinos, por criminales, por violadores, pero ustedes, en algún punto infeliz de sus pobres vidas ya habían sido objetos del crimen, ya habían sido asesinados y violados, y creyeron que su cuota de justicia era esta pequeña venganza, alguna muerte por todo su dolor, -miró a uno en particular que intimidado comenzó una risita por lo bajo- o muchas, muchísimas en algunos casos asombrosos, y no se ría usted, Doctor Escorbuto, que lo estoy mirando. ¿Pueden creer ustedes que ese viejo flacucho haya envenenado a más de doscientas personas durante su ejercicio de la medicina? ¿Llamaríamos a eso un mal desempeño? -todos empezaron a reírse y a palmotearse como viejos camaradas de armas- Enough! Finalmente, ustedes que fueron
separados de la sociedad y encerrados por locos, diferentes, peculiares, diría yo, con una comprensión distinta de lo que la vida significa, ¿no querrían, acaso, redimirse? De alguna forma, volver a ser aceptados entre el número de los bien reputados, en el seno de la mejor sociedad. –Estalló una aclamación multitudinaria aprobando esta propuesta, Malerba tuvo que esforzarse para cerrar su locución- ¿Y cómo lograrán esto? Por medio del teatro, mis queridos, serán nuevamente quienes siempre han querido ser, asesinos, dementes, ángeles, suicidas, virtuosos, pródigos, señoras, intachables, putas, devotos seres, lo mejor de todas las bestias aquí presentes. Gracias, gracias por este servicio que me hacen, gracias. –Una ovación cerrada despidió sus últimas palabras. El maestro había terminado su clase.
II
Álvarez Figón, Demetrio. (a) De Malerba, añadido que toma del nombre de fantasía de un famoso actor francés del siglo XVIII, Malherve, hierba mala, fanático de las obras del Marqués de Sade. (a) Marqués de Tupiza, evidentemente porque es nacido en esa localidad boliviana, en 2149, estando ese territorio anexado a lo que se conoció como la Gran Venezuela; el título nobiliario es tomado también por su admiración del revulsivo autor de Justine y las 120 Jornadas de Sodoma. Partidario de la presidencia vitalicia del dictador populista José Alfredo Zegarra Lima, fue encarcelado en vísperas de la tercera revolución bolivariana al hacer detonar el auto en el que viajara el agregado militar de la embajada norteamericana en Caracas, Gral. Robert Grisales O’Sullivan. La democracia constituida luego del golpe, a cargo del doctor Nemesio García Esperanto acordó con la UNO entregarlo para ser juzgado en La Haya por crímenes de lesa humanidad. Hallado culpable de conspirar contra la democracia internacional y de atentar contra el orden y las leyes mundiales es condenado a cumplir trescientos años de prisión en Guantánamo. Un grupo de refugiados del depuesto régimen bolivariano se une a una partida de guerrilleros cubanos para liberarlo junto a otros prisioneros condenados por esa execrable revuelta popular. El conato alcanza gran adhesión y la isla es recuperada por los revolucionarios que habían sido desbancados en 2080 por la oleada de repatriados de Miami en alianza con las fuerzas milicianas norteamericanas. La cárcel y la base de Guantánamo son desmanteladas y para evitar futuros intentos de reocupación de la plaza, el gobierno de la isla deja La Habana y establece aquí su sede. Álvarez Figón es promovido a Ministro de Cultura del gobierno revolucionario. En ese momento estalla la llamada Guerra Selasiana entre Jamaica y Cuba. En la primera isla, un golpe de Estado, coloca en el gobierno a un impostor que se dice la reencarnación del antiguo dictador etíope Haille Selasie, poniéndose como título y nombre Ibrahim Nesta Selasie III, quien bajo los preceptos de la religión rastafari le inicia querella a Cuba por pretender que el tabaco habanero ejercía una competencia desleal con la marihuana, siendo un uso nocivo y clasista de un vicio dañino contra un hábito religioso y espiritual como los canabinoideos. Jamaica es aplastada por la revolución neocastrista, pero el tunante de que hace mención este oficio se identifica con la causa abstrusa de los jamaicanos y emigra hacia la otra isla, convirtiéndose en pope insular del culto a la hierba. Pasa allí varios años de pasmosa pasividad entre el lujo más descarriado y, extrañando su condición de agitador y seguidor de las causas perdidas, viaja en 2186 a Italia para sumarse a la Alianza Anticatólica Anarquista que va a incendiar, en 2187, el Vaticano y va a abolir definitivamente la religión católica y cristiana en el mundo. Este cisma internacional va a prolongarse hasta la pandemia de Tanatheria en 2188. Por este tiempo es que la IBA (International Business Army) lo detiene en Fuengirola con importantes dividendos
expropiados a la Banca Ambrosiana y obras de arte rescatadas del Vaticano. Es enviado al Presidium Internacional de Samoa Occidental pero bajo argucias legales es declarado insano, con lo que consigue ser deportado al sector especial de esta isla en 2190.
En cuanto a sus datos de filiación se lo cree hijo natural de una vendedora callejera de Tupiza, quien ya había criado a tres mujeres y un varón. El mal habido señor Marqués sería el último de los hijos criados por esta mujer, de la que se desconoce el paradero así como de sus otros descendientes. Seguramente habrán sido barridos por los efectos de la epidemia, ya que no se tienen noticias ciertas de esa remota región del mundo. En declaración tomada al imputado, el mismo reconoce haber tenido doce hijos (“como las Tribus de Israel”, sic, tomado de expediente 2048/88, caratulado “Democracia internacional contra Álvarez Figón y otros”), a saber, tres varones con una concubina colombiana de nombre Alcira Lido Bustamante, llamados Tico, José Alfredo y Teobaldo, otros dos varones y una mujer con su esposa jamaicana Vera Nichols, llamados Ibrahim, Yago y Xacinta, una niña con su esposa italiana, Marietta Rambaldi, de nombre Libertad y cinco hijos más, con su última mujer, de origen samoano, Enua Kaupapa, tres mujeres de nombres Rarawa, Wahinehoa y Juana, y dos varones de nombres Waikato y Donato. Ninguno de estos datos ha podido ser confirmado, más allá de los dichos del imputado. Lo que se desprende en confesión del prisionero Jaume Merchants es su tendencia a la sodomía y a la pedofilia. Según consta en actos, se concluye una personalidad abyecta y psicopática, de enorme peligro para la convivencia social y se procede a su aislamiento.
El oficial dejó a un lado el expediente y miró al Secretario por encima de sus gafas. El Secretario se paró y comenzó a dar zancadas por el precinto. Finalmente, de cara al enorme ventanal que daba a la Plaza Central de Rangimar, dijo:
- Este hombre es un peligro para la seguridad mundial, debemos recuperarlo como sea. ¿Cómo fue que accedió a esos documentos? Solamente un agente del terror, dueño de una tremenda audacia y predisposición física y mental pudo haber penetrado en nuestros secretos y sabemos que este orate sería incapaz de tal hazaña…
- Es que justamente, un hombre de las características que usted señala fue quien se apoderó de esos documentos; Malerba simplemente se los robó.
El Secretario del Comité Central se volvió abruptamente y dejó caer sus brazos como quien se siente perdido. Miró al oficial con ira y apoyándose sobre el escritorio, en una pose que estaba entre tomar fuerzas para recuperarse y perder el equilibrio por la exasperación, exclamó:
- No importa cuántos efectivos haya que poner en juego para atraparlo, lo quiero de vuelta en la isla en veinticuatro horas. Liberen los portales.
III
La primera vez que lo vio, no quiso dar crédito a sus ojos. Pero todos los deportados lo vieron. Claro que ninguno de ellos lo conocía con anterioridad. Salvo los guardianes, que tendrían precisas directivas y guardaban una noción vaga de sus datos básicos y su grado de peligrosidad. Y quizás, los recién llegados.
Cada dos meses, aquel mismo jeep traía a la Selva del Olvido a nuevos segregados de la pequeña sociedad de la ciudadela. Muchos de ellos eran empresarios o asociados de la Gran Orden caídos en desgracia. No estaban locos ni mucho menos. Nada más eran culpables de haber hecho malos negocios o de haberse asociado con la persona equivocada.
Eso demostraba que las cosas no estaban funcionando del todo bien en la ciudad encapsulada e indicaba un desarrollo faccioso en las filas del poder. Sólo sus redes de contactos habían impedido que sencillamente los ejecutaran.
Pero este recién llegado no había arribado por la vía usual, única arteria que cada tanto libraba un acceso desde la ciudadela a la periferia. Es decir, no había viajado en el jeep solar. Había venido desde el aire. En un viejo Apache Longbow reacondicionado.
El helicóptero llegó a la costa de la isla una pesada tarde lluviosa de fines de julio, muchos deportados se agolparon en torno a la nave, la maravilla instalada en este abúlico lugar habrá sido tal que dos de ellos corrieron hacia ella y murieron decapitados por la hélice. Luego del aterrizaje, tres hombres descendieron de la cabina empuñando sus fusiles e intentaron dispersar a la multitud, entretanto, la compuerta posterior se abrió y por medio de un sistema de poleas descendieron una jaula cubierta con un lienzo gris, y la colocaron sobre un carro de cuatro ruedas con la suspensión necesaria para soportar su peso. Otros cuatro hombres armados la acompañaron en su trayecto hacia la zona de cabañas. Beppo Lucchi se abrió paso con dificultad entre su gente y los guardias que, en principio, no lo reconocieron y casi lo fulminan, y se puso a parlamentar con el principal que traía una planilla con formas para completar.
Perdido entre la multitud cimbreante, Reinaldo Salvat, observó la escena con cierto presagio que luego iba a confirmarse: lo que traían esos hombres, en la gran jaula cubierta con un lienzo, no era, ni más ni menos, que a Osvaldo Lamar Campos encadenado. Esto lo supo casi de inmediato recurriendo a su compañero y tutor Malerba, el Marqués de Tupiza, que era considerado la segunda autoridad detrás del ajetreado Lucchi, por la actividad cultural desplegada entre los residentes de la separada colonia insular. Malerba logró trasponer a la guardia y fue el primero en saberlo, echando una simple ojeada a las planillas. El guardia más cercano al principal lo alejó de un empujón, a lo que el Marqués se quejó ampulosamente y logró que Lucchi exigiera una disculpa del uniformado, cosa extrañísima en estos monos entrenados fue que el mismo accediera a excusarse y acercara al Marqués a la conversación. Malerba volvió presto a su ubicación entre la gente y le comunicó a Salvat la identidad del enjaulado. El detective supo entonces que algo muy grave debió sucederle a Ezequiel Lamar para perder la custodia de su hijo infectado, para que las autoridades del Comité Central se decidieran a deportarlo a ese sector de la isla, lejos de los cuidados del elitista Círculo Interno de la Gran Orden. También supo del gran peligro que entrañaba la presencia del infectado en ese sector de la isla. Alguno de los enajenados residentes podía acercarse a la jaula y ser mordido o, incluso, decidirse a dejarlo escapar.
No había tiempo de averiguar cuál había sido la razón por la cual trasladaron al Lamar infectado a ese sector de la isla, ni tenía objeto alguno sumarse a los guardias que lo escoltaban para proteger a esa presa en cautiverio de cualquier intento de ser liberado. Había que buscar la forma de escapar de la isla.
El jeep de provisiones parecía la única vía de escape. Pero este vehículo llegaba a la selva una vez cada dos semanas y la función del Teatro de Operaciones estaba programada para ese sábado. Malerba era un excéntrico, por nada del mundo se perdería esa atracción entre sus locos de feria. Tenía una obra en pleno ensayo planificada para ese día; esa obra no incluía ningún monstruo pero el talento febril del Marqués ya idearía algo para incluirlo en su espectáculo. Por cierto que esto no implicaba necesariamente dejarlo en libertad pero el peligro de que ese flagelo se desencadenara y poseyera a toda la selva y sus moradores era más que latente, sólo se requería de alguna torpeza y esa clase de accidentes no
escaseaban en el sector. Hacía días apenas que Morandi le hubiera seccionado ambos brazos a Niemeyer con una sierra eléctrica en ocasión de que ambos fueran a buscar madera. El supuesto agresor alegó que, al encenderla, se le había zafado de las manos sobre la anatomía del mutilado. Inútiles fueron sus berrinches y pataleos. Lucchi avisó a la guardia por su intercomunicador y recibió una orden precisa: lo llevó selva adentro y lo ejecutó de un disparo en la cabeza. De más está decir que Niemeyer murió engangrenado una semana más tarde, la asistencia en la Selva del Olvido es totalmente básica, es mejor no enfermarse de nada grave; si en la ciudadela se poseen los más avanzados métodos de la medicina, en este sitio se está a la altura del siglo XVIII. Luego detalles ínfimos que revelan una absoluta desidia o distracciones terribles los hay cada día, alguien que deja desbordar una olla con agua hirviendo, alguien que olvida un tizón cerca de un montículo de paja, el caballo loco que atropella a algún morador; igualmente estos detalles son castigados con diverso rigor, no comer dos días enteros, construir otra cabaña en soledad durante dos noches en la zona más cerrada de la selva, o, en el caso de maese Ludwig recibir treinta azotes con su propia fusta.
No podía esperar al jeep. De ninguna manera. La jaula con este obsequio del infierno había arribado por aire, en un helicóptero. Es decir, o bien existía una abertura en el campo de fuerza electromagnética que aislaba a la ciudadela o había provenido de otro sitio cercano, tal vez otra isla. Salvat creyó todo el tiempo que a Lamar Campos lo tenían prisionero en la propia ciudadela y hacían denodados esfuerzos por devolverlo a la vida mortal con todos los avances de la ciencia de que disponían. Tal vez no fuera así. Pero si habían llegado a dominar la antimateria o la desmaterialización y la teletransportación, podía esperarse que pudieran salvar a Lamar Campos. Eso mismo: si podía de alguna manera revertir la teletransportación y abrir otro portal podría huir hacia donde quisiera pero cómo. El lugar adonde había llegado era del todo inaccesible sin emprender el camino de retorno en el jeep, sin reducir a los guardias y luego tener que lidiar con todos los hombres armados que se cruzaran en su camino. Era una misión del todo inviable, a todas luces. Una misión suicida. Salvo que alguien, allí en la Selva del Olvido, conociera algo acerca de este sistema sofisticado. Pero, ¿quién? Estaba rodeado de un hato de locos. Pero quizás, sí, quizás los nuevos, los defenestrados de la ciudadela, los caídos en desgracia. Estos truhanes ocupaban un espacio especial más allá de las cabañas, en una zona de playa, en una loma baja que daba a la playa. Tenían, por así decirlo, ciertos privilegios en relación a los desventurados exiliados por motivos “higiénicos”. Por cierta eugenesia social. Eran exiliados políticos de algún modo. Tenía que llegar hasta ellos. Alguien debía saber algo que le sirviera. Alguien.
Ese perímetro estaba custodiado por guardias armados, vestidos de civil, no era tan sencillo saber cuáles eran exactamente los custodios, tampoco lo era adueñarse de las únicas armas existentes en su sector de la selva: un viejo AK47 y una Bersa automática. Ambas en poder del viejo Beppo Lucchi, principal de la Selva del Olvido. Tampoco buscar otra forma de acercarse al perímetro. Pero le parecía más conveniente poder llegar hasta ellos de manera pacífica, con alguna excusa que hiciera su presencia allí necesaria. No sabía que el mismo Lucchi podía darle esa excusa.
El miércoles hacia la noche, el principal emitió el siguiente bando entre su gente. Provenía de una orden superior, tal vez de la ciudadela.
- Distinguido pueblo: según expresas órdenes del Capitán Zuidema se solicita una partida de hombres que pueda desempeñar tareas de jardinería en las tierras del Ingeniero Mac Condall. Como es sabido, aquí no están permitidas las prestaciones personales. Aún
los deportados especiales de la sección 13, no cuentan con servicios domésticos de ningún tipo. A mí también me toma de sorpresa esta orden, pero en ella se deja en claro que se contempla este pedido, realizado por el propio interesado, en función de los aportes realizados a la comunidad selecta de la ciudadela, y para que el deportado no pierda los arreglos básicos que simplifiquen su estadía en esta periferia. Quienes estén dispuestos a servir en esta tarea, deben presentarse en mi cabaña a primera hora de mañana, a la alborada. Serán introducidos por mi persona a la señora Dana, esposa del Ingeniero, quien se encargará del control y la supervisión de la tarea.
No podía arriesgarse a aguardar a la mañana, tenía que hablar con Lucchi antes, ganarse su favor. Entonces convenció a Malerba de invitarlo a cenar a su cabaña, el propio Salvat cocinaría un buen conejo guisado. El principal se hallaba feliz con la invitación y estaba del mejor humor esa noche. La comida le había resultado agradable y mucho más el vino que el Marqués extrajo de su arcón de roble, donde guardaba su colección de botellas añejas de borgoña. Algunas de ellas ya sabían avinagradas, pero el Marqués solía ofrecerlas de todas maneras cuando tenía un comensal que quería distinguir. Aquellos que conocían esta eventualidad aceptaban que la abriesen en su honor pero después se excusaban con alguna pataleta al hígado y bebían sólo agua. Pero esta botella realmente era de las buenas, cosa que le dio a Salvat una pauta mayor de la corriente de empatía que entre ellos existía. Su ayuda había sido inestimable. Así con el estómago lleno y el corazón contento, estuvo bien dispuesto para acceder a su pedido.
- Por lo que te he escuchado, Beppo, esos estirados necesitan una cuadrilla para diseñarles un bello jardín. –Introdujo el Marqués en la conversación.
- Así es, mi querido Marqués, y no se trata de cualquier estirado. Según parece este Ingeniero Mac Condall ha tenido una función más que importante en el diseño de los principales edificios de la ciudadela. ¿Usted oyó hablar del Arquitecto Terplitski?
- Goran Terplitski. Sí. Resonante caso. Se suicidó de un modo muy extraño. Saltó desde la plataforma principal del Palacio Newcombe de Rangimar. Eso al menos se comentó por estos lares. Atanasius Manopoulas me vino con el chimento, ¿fue así realmente? Él lo recogió de una charla entre guardias.
- Eso se cuenta, sí. Bueno, este irlandés era su socio. Parece increíble que hombres tan valiosos para el poder sean dejados librados así a su suerte. A veces me pregunto qué hacemos aquí personas tan valiosas como nosotros, mientras allí hay una serie de burócratas imbéciles manejando los destinos del mundo. Esto, entre nos, por supuesto.
- Descuide usted, Beppo, somos gente discreta, lo sabe bien. No, le hacía este comentario porque habíamos pensado, acá con el amigo, en quién debería ser el responsable de ese grupo de hombres asignados al jardín de tal eminencia.
En esta breve charla, Reinaldo Salvat se había abstraído pensando en la sociedad del ingeniero y el arquitecto, y en el suicidio del segundo arrojándose de la plataforma principal del palacio. ¿Acaso no era la misma por la que él se había materializado en la ciudadela? Entonces, ¿es que realmente se había suicidado el tal Goran Terplitski o había sucedido otra cosa bien distinta que pretendían ocultar? Manopoulas era un conocido fabulador, buscapleitos, alcohólico y marrullero; si ese rumor se ventiló a través de él podría haber sido un comentario de segunda mano, algo que recogiera en la cantina donde solía pasar la mayor parte de su tiempo. A Salvat le sonaba más bien cosa de Guyot o de Iriarte, ellos se ocupaban, generalmente de tratar con los guardias que trasladaban las provisiones hasta la entrada en el jeep. De movida, tenía al menos tres hombres que llevar con él a retocar los jardines de Mr. Mac Condall. Podían serle de utilidad.
- ¿Y cómo es eso? – Lucchi miró a Malerba y éste a Salvat. El detective volvió de su meditación y contestó.
- Bueno, pensaba proponerme como responsable de esa tarea, señor Lucchi. Sé algunas cosas de jardinería, por afición en mis ratos libres, que eran bien pocos, por cierto, entre caso y caso. Por otro lado, sé que hay hombres rudos aquí, que seguramente conocen mejor que yo la labranza de la tierra, pero conozco pocos con el temperamento adecuado para tratar con hombres de negocios como estos. Verá usted, si pretendemos realmente quedar bien con los funcionarios sería aconsejable alguien a cargo que tenga firmeza al tiempo que buen trato y cortesía.
- En ese sentido, yo me atrevo a recomendar al inspector Salvat para esa tarea, me parece que nadie sería más adecuado. – Añadió el Marqués apoyando su postulación.
- Sí, es probable, mi estimado. El tema con usted, Reinaldo, es que me ordenaron mantenerlo lejos de cualquier centro neurálgico y justamente…
- No se confunda usted, buen Beppo, -interrumpió el Marqués- si esos tipos están aquí, de este lado de la isla, no es porque los tengan justamente en gran aprecio, sino los hubieran mantenido con ellos, en la seguridad de la ciudadela. Vamos, seamos justos, ningún tipo va a querer ocuparse de lo que esos haraganes no quieren hacer con sus propias manos y usted mismo va a tener que designar a un equipo por la fuerza. Le estamos ahorrando ese entuerto. Sepa usted apreciarlo.
- Aún así, no me parece. Me han otorgado una responsabilidad sobre todos ustedes, no puedo defraudarlos, miren si algo saliera mal, yo sería el único culpable.
- Nada va a salir mal, señor Lucchi. Yo me comprometo ante usted y además tengo entendido que la señora Dana ofrecía una paga extra a la cuadrilla que se le asignara. –Salvat no tenía idea alguna de esto, solamente sabía que Beppo Lucchi tendría seguramente algún rédito menor por conseguir a estos empleados.
- No sabía nada, ¿cómo está usted al tanto?
- ¿A qué no sabe usted cómo? Atanasius me lo comentó, fue un trascendido que circuló entre los guardianes de la sección 13.
- Este Atanasius sí que se las trae… - comentó Malerba con cierta hilaridad.
- Es increíble, así borracho como lo ven cada día puede llegar a escuchar muchas más cosas a las que cualquiera podría acceder estando sobrio. Claro, nadie lo toma en cuenta… - agregó Salvat para reafirmar la solidez de su artilugio.
- Bueno, en concreto, ¿qué me está ofreciendo usted?
Salvat vio la avidez en los ojos de Lucchi, lo sabía un hombre ambicioso y extremadamente curioso, no iba a dejar pasar una oportunidad de obtener una ganancia mayor ni de estar al tanto de los asuntos de su comarca.
- Le ofrezco el 50 % de lo que podamos obtener de la señora Dana. Claro que para eso yo debo ser el contratista, cualquier otro que supiera el monto de la paga vería de quedársela íntegra o de compartirla con sus camaradas. Yo me privo de mi parte y acepto compartir la otra mitad con los hombres de mi cuadrilla para que usted obtenga una ganancia con todo esto. – Ganancia que ya obtenía, por cierto, pero que a Salvat le convenía ignorar. - Además su tarea aquí es tan ingrata, señor Lucchi, que todavía le encargan trabajo extra por un mismo precio, eso es del todo injusto, ¿no le parece?
- Bien, creo que vamos acercándonos a una especie de acuerdo usted y yo. A ver si lo interpreto, todo lo que usted me pide es ser el capataz de esta partida.
- Y elegir a la gente que va a acompañarme también, Lucchi.
- Mire, con respecto a eso, nada más voy a autorizar a seis hombres y el trabajo tiene que estar listo el viernes por la mañana. Es decir, no quiero holgazanes en la compañía, todos trabajan, incluso usted. Estemos claros en eso. Y no puedo permitir que también pretenda saber quiénes podrían ser los más aptos para la tarea, usted puede ser todo lo aficionado que quiera a la jardinería pero solamente yo conozco bien a mis hombres aquí. ¿Sobre qué base podría elegirlos usted?
Salvat sintió que las cosas se le iban de las manos, y quiso poner paños fríos al asunto: - Hagamos algo. Yo elijo a tres hombres y usted al resto. ¿Qué le parece? Verá usted que no estoy desacertado al menos en dos de ellos. Lucien Guyot y Néstor Iriarte son los encargados del racionamiento, dos buenos trabajadores, que conocen bien los manejos internos y respetan las jerarquías. Ya ve que no le propongo a ningún elemento perturbador, todo lo contrario, son hombres de su confianza.
- Bien, me parecen buena elección, tal vez yo también los hubiera propuesto. ¿Quién sería el tercero entonces?
- Se sorprenderá seguramente por el nombre que voy a proponer. Pero lo hago por dos razones. Para redimirse de su fama de bueno para nada y para tenerlo cerca en caso de que su versión de la paga haya sido otra de sus fábulas.
- Atanasius Manopoulas… - el nombre se le cayó de la boca.
- El mismo. Sabía que iba a sorprenderse. Pensó que yo le guardaba algún fastidio al ateniense, ¿verdad? Sabe que cuando lo acusé de robarme una ración de kerosén para la lámpara llevaba toda la razón, sin embargo, retiré mis cargos y rehuí todo conflicto. Lo hice porque pensé que había algún valor en ese hombre, que iba a tener una oportunidad de enmendar su error conmigo y pienso que esta es la más conveniente.
- ¿Y qué hay si lo que sostiene Manopoulas es todo mentira? Digamos, otro de sus inventos. ¿De dónde obtendrá usted el dinero para pagarme?
- Si ese pillo nos engañó, usted y yo podremos colgarlo de la palmera más alta que encontremos.
- No, mi amigo, -sonrió- no es suficiente resarcimiento para mí, con eso no alcanza. Comprometa algo de valor, sino no hay trato.
El Marqués intervino entonces.
- Me comprometo a pagarle diez ducados de oro en garantía.
Beppo Lucchi largó una carcajada: - No me embrome, usted, Marqués, me va a salir otra vez con esa leyenda.
- ¿Se olvida acaso de los tesoros de la Banca Ambrosiana que me decomisaron en Fuengirola?
- No los olvido, nada de eso le quedó a usted justamente. ¿Tiene acaso un Donatello, un Leonardo, un mísero pedazo de lienzo de Fra Angélico para ofrecerme?
- No, es cierto, esos tesoros me fueron expropiados, pero tengo esos diez ducados de oro que le ofrecí, por Satán que los tengo. Si los caballeros me aguardan…
Se levantó y hurgó en uno de sus baúles hasta dejarlo vacío de trajes.
- Si va a intentar deslumbrarme con su traperío, Marqués, sepa que no voy a conformarme con lentejuelas y piedras falsas.
El baúl tenía un doble fondo. Levantó las tablas y extrajo una bolsa achatada atada con un precinto. Lo rompió y sacó de ella un puñado de monedas.
- Acá tiene. –Las depositó en su mano. – Con diez de estas alcanzará de sobra, signore Lucchi.
- Es usted una caja de sorpresas, Marqués. Por mí está más que bien con esto. Y sepa que voy a devolvérselas si el inspector cumple con su palabra.
- No depende de mí, por cierto. Depende de que la versión de Atanasius sea cierta y de la gentileza de la señora Dana.
- Veremos, veremos. Está bien acepto que esté a cargo y a sus tres hombres elegidos. Por mi parte quiero que Pietro Contartesse y Rafaella Lucchi también sean de la partida.
Contartesse era el yerno de Lucchi y Rafaella su hija. Evidentemente quería gente de confianza en esta empresa. Lo que para un vulgar criminal que quiere obtener algo de capital importancia hubiera significado un escollo, para Salvat era incluso una garantía para obtener mayor interés en su misión. Buscaba un secreto importantísimo, qué mejor que obtenerlo en las narices de estos dilectos colaboradores del propio Lucchi.
- Por supuesto que acepto, señor. Ya estará usted tranquilo con semejante equipo, al menos cuatro personas de las cinco son de su entera confianza. Ya ve, ni siquiera puede decirse que Atanasius Manopoulas fuera mi aliado. Es un grupo completamente justo el que hemos elegido hoy aquí. Y con respecto a usted, Malerba, no se preocupe que recuperará sus ducados.
- Descuídese usted, Reinaldo. Estoy en buenas manos y mis ducados también. Es un pacto de caballeros.
Terminada la botella de borgoña y unas porciones de pastel de manzana que les enviara doña Ágata, el principal Lucchi se retiró del todo satisfecho por haber resuelto su trabajo pendiente. Al salir, Malerba se volvió hacia Salvat.
- Muy bien, lo consiguió usted.
- La verdad, todavía estoy sorprendido por sus recursos, Malerba. Pero me apena decirle que echó usted a perder esos ducados.
- Sí, lo sabía ya de antemano. Nunca existió ninguna historia de un pago por parte de la señora Dana, de parte de Atanasius ni de nadie.
- Bueno, por cierto, vuelve a sorprenderme que se lo tome usted con tanta calma.
- Es más que lógico, mi amigo. Esos ducados son tan falsos como toda la pedrería que hay en mis vestidos. Pero, ¿qué puede saber ese lombardo ignorante sobre piezas de oro? Son de oro, pero de muy baja calidad, réplicas enchapadas. Puedo ser obsequioso pero no soy tonto, ¿o acaso usted le daría una serpiente a un niño para que juegue? – Los dos rieron por el engaño. El Marqués fue hacia el baúl de los vinos.
- ¿Otro borgoña?
- No, Malerba, por esta noche es suficiente, mañana hay que trabajar.
- A propósito de trabajar, no acabé de entender su especial interés por la jardinería. Sé que anda usted compenetrado en un asunto muy particular y como su garante exijo que me ponga al tanto. Es más, quiero decírselo sin pelos en la lengua. Quiero participar. Somos un equipo, ¿verdad que sí?
Salvat se sintió perdido, de todos los hombres de la colonia el Marqués sería el último en quien confiaría semejante empresa.


IV
Dana Mac Condall era una muchacha morena, alta y espigada. Su inglés era pésimo, pero peor aún era su español. Daba directivas exactas, casi dictadas por su esposo y luego recitadas de manera idéntica por ella. Salvat nunca preguntó su origen pero daba por descontado que era tailandesa. Cuando fueron presentados, los hombres de su cuadrilla quedaron desconcertados: hubieran jurado que era su hija. Dana apenas si pasaba los quince años.
En cuanto a los propósitos de su interés, que sentía debía revelar a Malerba como una obligación moral por su colaboración, Salvat argumentó que se había enterado, por una fuente que no podía revelar, que el Ingeniero construiría en ese solar, que proyectaba como jardín, un pequeño fondeadero, a manera de puerto, para una nave que había logrado establecer las coordenadas de la isla y vendría a rescatarlo. El Marqués no quedó del todo convencido con la explicación de Salvat pero se entusiasmó con la idea de poder escapar en barco de la isla. Ahora la cuestión de un navío pirata malayo, con hombres fuertemente armados, que arribaría como un buque comercial de una factoría sueca asociada al Círculo Interno, le sonaba tan descabellada como si hubiese sido sacada de una novela de Emilio Salgari. De todas formas, Salvat conocía mejor los manejos de la Gran Orden por haberlos investigado durante años así que el Marqués no pudo menos que aceptar su ignorancia y admitir aquello que le presentaba como una posibilidad concreta de libertad.
Efectivamente, el terreno que debían emparejar para el cultivo era lindero a la playa, ahí, a escasos metros del mar. Lo llamativo de la cuestión fue que les solicitasen que, una vez nivelado, excavaran en él, so pretexto de poder plantar allí bulbos de tulipanes. Por poco que supiera de jardinería, estaba seguro que los tulipanes no eran flores de climas tropicales, ya que se daban en el hemisferio norte, en Holanda, y requerían de un clima templado a fresco, con un sol moderado, y además le parecía que para plantar estos bulbos alcanzaba con practicar hoyos de treinta centímetros de profundidad a lo sumo. Entonces, pensó que quizás la mentira que pergeñara para engañar a Malerba no era finalmente tan descabellada. Igualmente, por profundo que cavaran no llegarían a construir un fondeadero confiable ante la accidentada bahía en que se hallaba el complejo. No, no sería un puerto lo que allí construirían. Dana le indicó en una mezcla de francés, castellano e inglés que lo que proyectaban hacer era un invernadero y que la profundidad era para enterrar las varas de metal que soportarían a los paneles de vidrio opaco. Luego, la tierra para los bulbos había sido traída especialmente desde los polsters holandeses y con ella se rellenaría el espacio una vez colocada la estructura. Esto convenció transitoriamente a Salvat pero, de todas formas, pidió entrevistarse con Mac Condall para aclarar algunas especificaciones técnicas.
Lindbergh Mac Condall era corpulento, caucásico, con la piel sembrada de grandes pecas, de cabello escaso y erizado, y profundos ojos azules. Tendría unos cincuenta años. Lo recibió en una sala de estar, con un gran ventanal que daba exactamente al terreno que tendrían que preparar, al que flanqueaban dos temibles guardias armados, en camisa de manga corta, pantalones oscuros y lentes de sol espejados que impedían escrutarles la mirada. En la sala había dos grandes sillones y una mesa ancha con un vidrio sobre la que Mac Condall desayunaba un tazón de frutas variadas con una taza de café negro. En su correcto inglés de Boston lo invitó a sentarse.
- Me dijeron que estaba acá para aclarar cuestiones técnicas. Yo soy el ingeniero -subrayó la palabra- no veo en qué pudiera usted ayudarme. –Tomó un papel impreso y leyó: -Señor Reinaldo Salvat. Usted está a cargo me dijeron.
- Así es, Mr. Mac Condall. Respeto su profesión, no me animaría a sugerirle nada con respecto a la estructura de lo que piensa instalar allí. Pero, como jardinero, no creo que estas latitudes y este clima ayuden a un buen desarrollo del tulipán, si eso es lo que quiere usted sembrar. –En todo el comentario de Salvat se deslizaba una evidente suspicacia, buscando inquietar al Ingeniero, como si de algún modo sospechase cuáles eran exactamente sus planes.
- Sí, puede que tenga razón. Tal vez no deba sembrar tulipanes. ¿Me sugiere usted alguna otra flor?
- Podrían ser heliconias u orquídeas, aunque hay una muy bonita flor encarnada, llamada nochebuena, natural de Cuernavaca, que, según dicen, era usada por el emperador azteca Moctezuma durante sus baños. Me parecería una buena elección, si busca flores exóticas. Al menos, ese parece ser su gusto, Mr. Mac Condall. –También en este comentario había una ironía que se refería tanto a las flores como a la flor que había elegido como compañera. Si el Ingeniero hubiera sabido algo de jardinería, podría conocer que las nochebuenas son más favorables a la altura y a los climas fríos. Claro que era un dato muy preciso, muy difícil de conocer. Salvat era un ávido lector y sabía de la existencia de esta flor por un libro que detallaba las costumbres cotidianas de la elite azteca. Su afirmación tan segura sorprendió a Mac Condall y le abrió una cuota de confianza.
- ¿Sabe?, me parece usted un simpático caradura, perdone mi franqueza, y además conoce mucho de jardinería. Lo cual no deja de extrañarme tratándose de un policía retirado y un tenaz investigador privado. La jardinería le va a usted tan bien como a mí.
- Bueno, Sherlock Holmes tenía algún conocimiento sobre botánica, creo yo.
- Ni tanto ni tan poco, según señala su fiel ayudante, el Dr. Watson, en Estudio en Escarlata, tan solamente le interesaban los opiáceos y –hizo un gesto cómplice- la belladona. Como ve, también me reconozco un buen lector, inspector.
Mac Condall era un tipo astuto, sin lugar a dudas, y había dejado al desnudo la capacidad de Salvat para citar cosas que hubiera leído, dándole a entender que no era un erudito, que nada más parecía listo por su afición a las lecturas más diversas.
- Por cierto que sí, Mr. Mac Condall. Y está muy al tanto de todas mis actividades anteriores. No desconozco su vinculación al Círculo Interno pero no sabía que pudiera acceder a esa información como personal técnico.
- Hay gente interesada en usted, Salvat. Me dieron este expediente con los antecedentes completos no sólo de su persona sino de todos los demás miembros de su equipo. Gente que no quiere perderlo de vista, parece que es un tipo de cuidado, no quisiera decir peligroso…
- Dígalo si quiere, no me molesta. Pero para estar un poco más parejos en este juego, sé que usted, junto con el Arquitecto Terplitski, llevaron adelante gran parte de las obras de infraestructura de la ciudadela y que este mismo hombre murió en circunstancias, al menos, misteriosas.
- Veo que sabe de lo que habla, pero sólo una parte. Nadie dijo que Terplitski haya muerto. ¿O sí? No me diga que se conformó usted con la versión oficial.
- Bueno, no lo veo por acá, justamente. No hay muchos más lugares donde ir.
- Se equivoca en eso, Salvat. Hay todo un mundo fuera de esta isla. Aunque esté podrido por la gran infección de Thanateria, aún sigue existiendo. Como también numerosos focos de resistencia. Eso no lo desconoce usted, pudo vivenciarlo en Buenos Aires. Fue parte de ella. Aún le quedan camaradas vivos del otro lado del mar, la situación es compleja pero todavía se sostienen y buscan un antídoto contra esta peste. –Tomó un habano de una caja de madera, le guillotinó la punta y lo encendió con un
fósforo largo de cabeza amarilla que raspó sobre un listón esmerilado. – Goran se fue, así de simple – y lanzó una bocanada azulada.
- Sí, claro. Saltó de la plataforma principal del palacio. Pero, ¿qué hay debajo?
- Excelente pregunta, Salvat. Lo que hay debajo, eso es lo que importa. Sin querer, usted abrió el grifo por donde puede desagotarse todo un mar. ¿Usted vio algunos montes y detrás el océano, verdad? Bueno, pues, todo eso sencillamente no existe. Hologramas de la más nítida definición, sólo eso. Hologramas. Aquí tenemos dunas, y playa, y mar, océano, en verdad, miles y miles de millas náuticas nos separan de algún puerto. Desde este lado es imposible abandonar la isla. Pero al otro lado…Ese ilusorio acantilado al que usted pudo asomarse desde la plataforma existe, se lo puedo asegurar, lo he visto, pero no desde el palacio. Pude asomarme al mismo abismo en esta zona de la isla. Es decir, ese paisaje existe y fue reproducido holográficamente en Rangimar. Usted pensará, ¿de qué nos sirve saber eso si el abismo que nos interesa está debajo del Palacio de Cristal de Rangimar? Bueno, hay un secreto interesante en esto, así como este abismo reproduce a aquél, también en este abismo existen las mismas condiciones que en aquél; porque fue en este abismo adonde se probó primeramente la maravilla que funciona en aquél. Esa prueba experimental fue todo un éxito. Nuestro primer enviado llegó a Munich en tan sólo segundos, lamentablemente para él, esa ciudad había sido completamente devastada por la plaga y acabó sus días como infectado.
- Si podemos alcanzar el abismo que usted menciona saldremos de esta isla, antes de que sea demasiado tarde.
- La cuestión, amigo mío, es que no podemos alcanzarlo. El diseñador de estos portales de energía antimateria fue el Dr. Milton Borwell. Cuando se le encargó realizar un portal de mayores dimensiones para el Palacio de Cristal, estuvo meses trabajando sin descanso, esto le ocasionó un estado de shock profundo del que ya no pudo recuperarse. Los del Círculo Interno lo trasladaron a la sección 13, donde pasó años como un vegetal, confinado a una silla. Ya les había proporcionado todo cuanto necesitaban. Un día despertó de su letargo, abandonó su postración y fue decididamente en busca de su foco primario. Una vez allí desencadenó un verdadero maelström de energía, y el abismo, y el acantilado, desaparecieron con él. A decir verdad, podrían estar en cualquier lugar de la isla, pero también en cualquier otro sitio del universo. Entonces, es imposible acceder a él. No tenemos aparatos que pudieran precisar exactamente su ubicación. En todos estos años, se han ubicado más de trescientos pozos antimateria, solamente diez de ellos pudieron ser transformados en portales y vectorizados de manera tal que pudieran conducir a algún lugar específico.
- ¿Y por dónde se fugó su amigo Goran? Por la plataforma central del palacio no habrá sido.
- Exactamente por allí se teletransportó, Salvat.
- Pero según el Gran Jota una vez realizado el viaje a Rangimar nadie puede volver otra vez al lugar del que vino.
- Esa es quizás una de las pocas cosas ciertas que puede sostener ese asqueroso cerdo. – Apagó lo que le quedaba del habano contra un cenicero de nácar y lo destrozó.
- ¿Entonces?
- Goran supo cómo retrotraer el proceso en ese portal. Y se llevó consigo la fórmula. Se la había robado al propio Borwell cuando estaban en los últimos tramos del palacio. Verá, tanto él como yo sabíamos que no habría ninguna retribución de lealtades, que el Círculo Interno se desharía de nosotros más tarde o más temprano. Mire dónde estoy yo sino. Donde está usted también.
- Es distinto, la Gran Orden no me debe nada a mí, soy su enemigo declarado.
- Y aún así decidieron conservarlo, de alguna manera. Ese es su peor error, la administración es blanda, está demasiado ocupada en cuestiones frívolas para pensar en cómo eliminarnos de otra manera que no sea este exilio permanente.
- Pero es sencillo, un disparo y ya, después desaparecer un cadáver no debe costarles nada a ellos. Si fueron capaces de dejar miles de cadáveres esparcidos en toda el África y en buena parte de América Latina, qué les puede costar unos cien más.
- Es distinto con nosotros. Ellos tienen la secreta esperanza de poder asimilarnos. Es más, yo soy uno de ellos, no lo olvide.
- ¿Y por qué está negociando conmigo entonces?
- Yo no dije que estuviera dispuesto a negociar con usted en ningún momento, Salvat. – El detective se levantó del sillón y tomó las herramientas que había traído consigo para retirarse.
- Siendo así ya no hay nada más que hablar, Mr. Mac Condall. Gracias por su tiempo. – Los guardias se volvieron hacia el ventanal, apuntando hacia Reinaldo Salvat.
- Es mi tiempo, bien lo dijo, y yo decido cuándo se acaba. O cuando termina el suyo, si quiero. Tengo un plan, así que va a volver a sentarse y va a escucharme atentamente, si es que en algo valora su vida y la vida de sus compañeros.