LA PASIÓN SEGÚN LOS ÁRBOLES

I. Vademécum






La sala de espera era más bien un pasillo ancho, donde apenas había lugar para quitarse el abrigo, colgarlo en el perchero adosado a la puerta, girar y caer en un sillón que parecía un asiento doble de tren, por lo duro y a la vez deteriorado. Asombrosamente, arriba de la mesa ratona vidriada, había un ejemplar del Página del día, entre dos revistas farandulescas, una gruesa de modas y dos números de Ser Médicos Hoy. Tanto hubiera dado que fuera del mes pasado, Dionisio no hojeaba un diario ni había visto un noticiero en meses. Con lo aprehensivo que era, prefería digerir livianas ficciones, nada muy turbulento, jamás un Dostoievski, un Kafka, ni las corrosivas digresiones sociales de un Nietzche, a lo sumo se entretenía con los policiales de Hammet, Ellery Queen, Raymond Chandler, por no recaer en clásicos decimonónicos finiseculares como un Conan Doyle, un Poe o un Chesterton; o, viniendo más para acá, el exiguo homenaje de Bustos Domecq con su Isidro Parodi. Como vemos, nada escrito más allá de los ’60, porque para él, casi al promediar los ochentas, se había acabado la literatura. Como un anticuarista no ve Historia más que en el pasado muy lejano, él sentía lo mismo en relación a la literatura. En un inusitado atisbo de audacia había llegado a hojear a Cortázar, a Piglia, al gordo Soriano o a García Márquez, pero la crudeza o las variaciones sobre la realidad demasiado elaboradas, lo sumían en una angustia existencial que podía tenerlo toda una hora regresando sobre dos o tres páginas. Arlt le parecía un alter ego algo peligroso con sus teorías conspirativas, prefería la fantasía edulcorada de Bradbury, ese mundo mágico pero también pragmático, la síntesis americana del universo. Revistas, periódicos, eran evitados haciendo alarde de ignorancia, como si eso no se precisase para vivir, bastando el semblante de la gente para darse cuenta de algún cambio importante en el devenir diario.

Esa mañana le había costado despertarse porque le había costado dormirse. Habiendo tragado un café medio tibio y ya quemado de calentarlo, y dos aspirinas para disimular una jaqueca retardada que aparecía tanto como se iba, salió a la calle.

En la esquina notó que dos árboles habían sido podados salvajemente, casi con inquina, y el gomero que estaba precisamente allí ya no estaba precisamente allí, lo habían arrancado de cuajo. Estaba bien que fuera otoño y que ante el peligro de las tormentas alguna rama se desgajara cayendo sobre un auto, y por eso, la poda. Pero, ¿la tala? Y ese verdor matinal que le alegraba los domingos, ya no estaba. ¡Pobre gomero!, pensó, ¡pobre yo!, recapacitó. En realidad, pobre barrio, sin sombra, sin susurros, sin ver amarillear esas hojas, sin sentirlas crepitar al son de sus pasos. Políticas ambientales, malditas políticas ambientales. Hubiera sido preferible que los árboles abollaran todos los capós, los techos, astillaran los parabrisas, antes de ese espectáculo desolador.

Esa singularidad lo llevó a revisar el Página buscando alguna noticia sobre el tema; nada. Claro, los árboles urbanos no pueden ser nota de tapa, ni editorial, ni siquiera un tímido aparte debajo de alguna noticia central. Ni siquiera alguna declaración de un vecino indignado en el correo de lectores. Por cierto que Dionisio no tenía porqué suponer que Página/12 no suele tener correo de lectores, como sí lo tiene Clarín. En cambio, sí desarrollaba in extensis diversas consideraciones sobre el misterio del humo.

Durante la última semana, la ciudad se vio cubierta por una capa de humo, con distinto grado de densidad y un olor entre agreste y de basura quemada. En su momento, las autoridades quisieron evitar un pánico general, diciendo que los niveles de humo acumulado no alcanzaban a ser nocivos para la salud. Pero el humo siguió estando suspendido sobre los caletres ciudadanos, impregnando la ropa y el pelo de aromas a vegetales incinerados.

Dionisio desconocía concientemente los factores que podían producir esas humaredas, pero no por eso dejaba de establecer sus hipótesis al respecto: había oído lo de los pastizales secos incendiados para abonar las tierras al tiempo de despejarlas de gramíneas improductivas, pero tal producción gaseosa le parecía excesiva para unas cuantas hectáreas de tierras linderas a las zonas urbanizadas. También sabía de sabotajes en las reservas ecológicas y los parques nacionales para crear solares disponibles para el loteo o devaluar su valor fiscal. Pero prefería alguna construcción imaginaria a estas versiones de la realidad. Y la que más le gustaba, al punto de producirle una irresistible hilaridad, era la teoría de la quema de una cuantiosa producción canabinoidea, más concretamente, marihuana. E incluso creía que justamente por eso le provocaba hilaridad, a consecuencia de eso. La razón que hallaba como justificación de esta quema, no era que querían habilitar esta reserva a los pulmones y neuronas de los habitantes, y socializar el faso, sino sumir a la población en un grado considerable tanto de locura como de sedación, verbigracia estupidez, para facilitar aún más su dominación. Obviamente, Dionisio, no solía fumar marihuana, las pocas veces que lo intentó se ahogó en las primeras pitadas, o torpemente se le cayó el improvisado cigarrillo, y la única oportunidad en la que pudo darle un par de secas y retener el humo sin toserle en la cara a Osvaldo y a la negra Grau, salió a la calle bastante embotado como para confundir un 105 con un 57 y terminar en Luján, a bastantes kilómetros de su casa en Villa del Parque. Ustedes dirán que es un cuelgue desproporcionado a la cantidad ingerida pero tratándose de Dionisio eso era más que posible. Nomás si recordamos que, allá por el 87’, yendo a ver a la Masturbanda en un pub de Caballito, se le fue la mano con el tinto en cajita y, no obstante haber hecho una acequia mendocina del cordón de Rivadavia con sus vómitos, se equivocó de 133 (entonces vivía en Belgrano), y acabó en el Muñiz; se tomó el de vuelta y volviéndose a dormir llegó a Vicente López, y finalmente se tomó un 60 vacío pero viajó parado, a duras penas, para ya no quedarse dormido nuevamente. Esa clase de personaje era nuestro Dionisio Espeche.

Ese apellido fue el que oyó cuando ya cabeceaba arriba del Página, sobresaltado casi le pegaba un codazo a otro paciente que aguardaba su turno, cuando vio al doctor Mangarasomba repetir con cierto aire exclamativo de reconvención: Espeche…

- Doctor…

- Su turno, querido. – Añadió con un dejo de fastidio. Pero ya lo conocía bastante bien como para esperar otra reacción de su parte. Así que Dionisio lo atribuyó a lo que él consideraba la soberbia médica. En su concepción, los médicos constituían una casta bien distinta al común de los mortales, y como les era dado por su profesión el debatirse entre la vida y la muerte de sus pacientes, como, en cierta manera podían jugar a ser Dios, algunos, según él, la mayoría, se creía directamente dios, pero eran dioses de paja porque no tenían rayos para fulminarlo aunque sí la propiedad de embromarle a uno la existencia si así lo querían. Cosa que no sucedía con los arquitectos o los abogados. O sea, su concepción tenía algo de revolucionaria, no porque ya no se le hubiese ocurrido a alguien antes, sino porque él afirmaba en su grupo íntimo que había tres clases en la organización social: los ricos, los pobres y los médicos. E iba más lejos aún, dándole visos de autenticidad con una mirada antropológica. Los ricos, la elite, ponían y sacaban gobiernos, tenían la sartén por el mango y el mango también, y venían a ser los caciques del asunto; los pobres eran la indiada y los médicos venían a ocupar el lugar del chamán. Esto encendía discusiones acaloradas con Valentín, un militante trotskista, que señalaba a la iglesia católica como detentadora de ese poder y como sostén ideológico de la superestructura estatal que completaban los medios cómplices del gobierno, que, aseguraba, eran casi todos, menos la poco difundida prensa obrera. Dionisio sostenía entonces que eso era parte del Estado, Valentín refutaba que no, que mucha prensa dependía de grandes monopolios privados, Dionisio argumentaba que puede ser pero que los médicos eran una corporación más o menos secreta, una especie de logia académica que se replegaba sobre sí cuando había que atacar y dividía a la sociedad en médicos y pacientes, y así seguían sin llegar a ningún lado. Como sucede casi siempre en discusiones de este calibre. Por fin, Dionisio, conspirativo hasta el absurdo, aseguraba que, algún día, librarían su revolución científica y dominarían con la salud o su privación a todo el mundo no-médico. Postulaba el triunfo de una aristocracia médica. Valentín, renunciando a cualquier expectativa de acuerdo o superación, lo llamaba neo-socialista utópico. Que igual de socialista no tenía ni pizca porque no preveía una reacción por parte de los pacientes oprimidos sino que declamaba el carácter invencible de esta revolución galena. Valentín lo reconvenía en que los pacientes podían hacerse de alguna droga letal y su antídoto e intentar infectar a los médicos. Dionisio se rehacía diciendo que justamente los médicos iban a aplicar ese método con una infección lenta y dolorosa, monopolizando su cura y aplicándola a la población paciente sólo en muy pequeñas dosis para garantizar de esta forma la perdurabilidad de su poder. Aunque la debilidad argumentativa de Dionisio se caía sola, a Valentín lo divertía mucho buscarle el pelo al huevo, así que seguía con que cómo iban a poner a las fuerzas armadas de su lado. Y Dionisio con que no te olvides que en las fuerzas armadas también hay médicos y que estos médicos iban a dominar a las tropas con su infección y el reparto discrecional de sus dosis curativas. Pero aún así, añadía Valentín, quedaban los terratenientes y los industriales, que cómo harían con ellos. Entonces Dionisio, que parecía nunca darse por vencido, concluía que estableciendo una alianza parcial de clase con los técnicos y químicos, tanto para infectar también el suelo, como la producción primaria, con lo que, evidentemente, inficionarían el resto de la producción. Los médicos controlarían el gobierno y los químicos serían sus ad láteres, ministros y secretarios, y en plano descendente en las jerarquías burocráticas, los técnicos ocuparían cargos de menor importancia.

El consultorio del viejo Mangarasomba, psicoanalista ultrafreudiano, era un cuchitril húmedo, con las paredes empapeladas que ya empezaban a abombarse. El papel veíase verde de moho en algunas uniones en la parte inferior, el zócalo se había desprendido en un sector dejando el Pórtland a la vista. Tenía una reproducción de Arcimboldo sobre la pared detrás de su escritorio: el rostro hecho con frutas, hortalizas y legumbres, lo que le daba cierto aspecto macabro al consultorio, que sólo tenía un ventanuco en la parte superior, como si antes hubiera sido un cuarto para guardar trastos viejos o, en el peor de los casos, un baño de una edificación más amplia que más tarde se subdividió. Además, la luz artificial de un tubo fluorescente en forma de rosca, no ayudaba a mejorar el clima del cuarto y menos aún, el velador con una tulipa de planisferio vespuciano, que le alumbraba la cara de líneas duras y gesto grave, como tallada al cincel. El diván, que apenas le permitía abrir la puerta del consultorio, tenía el tapizado comido en uno de los bordes y estaba cubierto con una sábana como si de una camilla se tratara.

Dionisio había visto ya una docena de veces este cuarto, pero siempre que entraba, volvía a registrarlo indagando sobre alguna nueva adquisición del veterano, que, conservador como era, no atinaba a renovar ningún aspecto del moblaje o la decoración. Esto acusaba su tacañería, o bien su desidia, su falta de interés por el aspecto edilicio que no se correspondía con su atildada presencia, que siempre gustaba de llevar elegantes trajes con camisas y corbatas al tono.

- Y bueno, Dionisio, ¿cómo anduvo esta semana?

- Bien, doctor. Ya no tuve distracciones importantes en mi trabajo. Y eso que clasifiqué y archivé la facturación completa de los años 2002 y 2003, las notas de crédito y débito de nuestros clientes mayoristas y hasta las notificaciones internas. Tanto que hasta recibí una felicitación del ingeniero Acosta. Mi supervisor estaba chocho, de todos los años que me conoce es la primera vez que no detecta ningún error en los archivos.

- ¿Se siente eficiente en su trabajo? Es algo, un comienzo. Pero, usted, ¿cómo se siente?

- ¿La verdad? Aburrido de hacer siempre lo mismo. Pura rutina, ya sé, el bagaje de la vida moderna, ¿no? A cambio, tenemos el confort, la tele por cable, todos los servicios funcionando, el auto en el garaje…

- ¿Se compró un auto, Dionisio?

- No, digo, en algunos casos, por decir, usted…

- No estamos hablando de mí, este es su espacio, se lo recuerdo, aprovéchelo –Dionisio no salía de una especie de pasmo intencional, diríase, como esperando quién sabe qué maravilla por parte del facultativo. Mangarasomba sonrió lacónicamente y añadió: - Estamos aquí para hablar de usted, mi querido.

- Nunca entendí qué entusiasmo puede provocarle a alguien oír hablar de mí.

- En general, ninguno supongo. Salvo que exista algún interés en la persona por conocer su vida, lo que sí sucede en este caso en particular. ¿Qué otro objeto tendría sino una terapia?

- Ganar dinero, que eso también es válido, ¿no es así, doc?

Mangarasomba carraspeó y lo invitó a recostarse en el diván, le recordó que su tiempo corría y que no disponía de más de cuarenta minutos según era costumbre en este tipo de tratamientos. Dionisio exhibió una sonrisita, entre divertida y socarrona, y se recostó de espaldas al escritorio como también “era costumbre”.

- Tuve otro sueño, y volvió a repetirse anoche. Yo estaba aún en mi cama en el sueño, sólo que mi cama avanzaba amenazadoramente por la autopista que pasa cerca de mi balcón. Iba tan rápido que, incluso, pasé a algunos autos en mi recorrido. De pronto, a ambos lados de la ruta, vi elevarse dos columnas de fuego. Al principio, apenas dos frentes pero, enseguida, dos verdaderas murallas compactas de fuego puro. Y, hacia atrás, ya me acechaban la cabecera de la cama, ante mi horror. Cuando ya no se veía ciudad y todo parecía pasto de las llamas, me desperté.

- Una pesadilla.

- Muy perceptivo, doc. Eso mismo pensé yo al despertarme en el suelo, colgado de las sábanas, al punto de casi llegar a ahorcarme con ellas. Pero, ¿qué significaba ese sueño?

- ¿Usted qué piensa?

- No sé, no es a mí a quien le paga la obra social. Vendría a ser parte de su función. Pero si quiere mi opinión, yo creo que esto tiene algo de premonitorio, claro que, como usted no cree en lo más mínimo en estas cosas, porque no se corresponden con su pensamiento científico, concluiré que me hallo sugestionado por el tema del humo y la tala de los árboles en mi barrio.

- ¿Tala? Llámela usted poda, como corresponde.

- Mire, capaz que acá todavía se poda como correspondería hacer, dada esta época del año en que suele haber fuertes tormentas. Pero por mi barrio directamente se están volteando árboles enteritos, dejando peladas a las calles. Nomás adornadas con innumerables cables que se cruzan, entrando a las casas y los departamentos. Una vista realmente desoladora.

- Bueno, no creo que sea tan así la cosa, mi amigo. Creo que su sugestión lo está engañando un poquito demasiado, y le hace magnificar las cosas. ¿Está tomando la medicación que le indiqué, como yo se la indiqué?

Remarcó la última parte de la pregunta como sugiriendo que podría tomarla a su antojo. Espeche le explicó, no sin cierta indignación, que sí, que lo hacía tal y como le había sido prescripta. Mangarasomba se tomó la barbilla y gruñó reflexivamente, acto seguido, dedujo entonces que le estaría haciendo falta alguna otra medicación como complemento que contribuyese a anular o a morigerar estas alucinaciones. Dionisio insistió que no, que despierto no solía ver ninguna cosa fuera de lugar, que el tema sucedía en sus sueños, que porqué darle más por el pito de lo que el pito vale y etcétera. Pero nada, Mangarasomba había tomado esa decisión y no se volvería de ella por equivocado que estuviera. Dionisio viéndose perdido ante esta inevitable nueva receta, optó por cambiar el tema. Podía igualmente no comprar la medicación, incluso dejar todo, pero en eso sí funcionaba su aprehensión como un relojito y no le permitía moverse un ápice de las indicaciones del doctor.

- Le cuento algo del sábado, porque por suerte ya estoy un poco más integrado a mi grupo social y estoy haciendo buenas migas. Esto me permite tomar alguna distancia de mi madre, supongo.

- Pero sigue viviendo con ella, Dionisio. Ya le dije que eso no le hace ningún bien y, de alguna manera, complota contra sus realizaciones. ¿Ve?, eso me revela que hay cosas que todavía no llega a percibir por sus propios medios como situaciones paralizantes, inmovilistas, e incluso retrógradas. Eso me hace variarle a usted el tratamiento, levemente, claro, esas pastillas que le acabo de agregar combinan perfectamente con las anteriores, no se contraindican, no tienen efectos adversos, ¿comprende? – Dionisio asintió.

- Bueno, le cuento entonces lo del sábado…

- Porque usted me dice “mi grupo social” y su “grupo social” parece ser su madre, y las amigas de su madre que se juntan con ella a compartir un té-canasta. Es decir, mi estimado, no le digo que los muchachos de la empresa no sean su grupo social, pero usted está notablemente limitado por la relación particular que sostiene con su madre.

- ¿Qué sugiere?

- Yo no sugiero nada, me guío por los indicadores propios de la realidad, de lo que usted expresa como su realidad. Es su madre, no la mía. Y es usted el que tiene 39 años y vive con ella desde que nació, no yo. Ahí hay algo, digamos, de cuidado. Por alguna razón, usted no pudo elaborar otro proyecto de vida. Según estuvimos charlando, usted tuvo tres relaciones que pueden considerarse como pareja, que, al menos, duraron más de tres meses, las demás fueron, cómo decirlo, relaciones ocasionales, de uno o dos encuentros.

- Sí, pero yo amé a esas mujeres igualmente, doc.

- Vea, mi estimado, creo que ya se lo señalé otras veces, el amor es una construcción, es decir, lleva tiempo, a veces, mucho. No puede afirmar que ama a una mujer que recién conoce, puede decirme que le gusta, que le atrae físicamente y demás. Ahora, amor, lo que se dice amor, es otra cosa bien distinta que implica necesariamente todo lo otro, ¿me explico?

- Bueno, justamente de eso quería hablarle. El sábado estuve con Nadia, ya le hablé de ella en otras sesiones, ¿no?

- Sí, sí, esa chica – no pudo ocultar cierta exasperación. – Veamos, como para hacer un racconto de esta situación – junto las manitos graciosamente. – Usted habló con ella, al menos intentó hablar con ella y sugerirle mediante palabras relativas y gestos embarazosos que le interesaba, ¿verdad?

- Sí, se lo di a entender, creo. Me costó mucho, balbuceé como un niño y ella medio se puso tensa y me señaló que no era mi madre, que no esperara ninguna indulgencia de su parte…

- Y usted interpretó bien otra cosa en su momento. Sintió que tenía una oportunidad, aunque no era el momento. Que tenía que expresárselo de otra forma, que ella merecía conocer la verdad, su verdad. ¿Entonces, qué hizo?

- Le escribí unas poesías, se las entregué correctamente impresas en papel A4, le grabé un CD con canciones de Silvio Rodríguez, una selección personal, con cajita y todo. Ella se mostró muy agradecida y feliz de mi obsequio, así que decidí pasar a la parte 2 del plan.

- Bueno, aquí viene el componente obsesivo de su enamoramiento. Le escribió un mail explicándole todo su amor que, digamos, si lo hubiera impreso ¿ocuparía cuánto, diez carillas? Supongamos que unas cinco. De todas maneras, ¿usted cree que esa es la forma de demostrar un sentimiento?

- Es mi forma de demostrarlo, no creo que exista “la forma”. Como no existe lo que los actores suelen llamar “el método”…

- No se me dispare para cualquier lado, Dionisio. Ella nunca le dio muestras de sentirse atraída hacia usted, así que, hiciera lo que hiciera, nunca iba a lograr interesarla en ese sentido. Sé, por lo que me contó, que llegó a filmarle un video de ella en distintos eventos sociales, y al final del mismo volvió a insistir con poesías suyas y palabras afectivamente cargadas buscándole otra vuelta de tuerca a la cuestión. Mire, sinceramente, no sé cuál sea la última novedad en esta ficción, pero no es más que eso, Dionisio, ficción, pura ficción que usted necesita creerse como cierta. Es como la fantasía en los chicos, pero incluso los chicos sospechan que existe una negociación temporaria con la realidad, que pronto tendrán que aceptar que estas concepciones fantásticas no forman parte de la misma, que uno puede dejarse llevar por un rato, volarse, como quién dice, pero siempre regresar a tierra. Pero usted no regresa, mi querido, y encima piensa que está en la tierra.

- Estoy en la tierra, pero no en su tierra. No me interesa su tierra, doc. ¡O se cree que todos habitamos la misma tierra ahora! Usted mismo comprende que la realidad es realidad en tanto realidad psíquica, no existe fuera de ella. Entonces, cómo pretende que mi historia con Nadia es una ficción, siendo que, en algún punto, toda la realidad, de quién corno sea, tiene algo de ficción – a esta altura, Mangarasomba ya bufaba de fastidio.

- A ver, y ya vamos promediando porque tengo un paciente citado, para que algo sea verdadero debe haber necesariamente una correspondencia entre el algo considerado y el alguien que lo considera, si el actor considera al actante como una dimensión de lo real y para los otros actores ese actante no existe, bueno, evidentemente no existe el tal. Y me refiero al objeto de consideración, que bien puede ser un sujeto, no crea que trato a Nadia como si fuera realmente un objeto, pero, en este caso, es el objeto de su deseo. Y como tal, usted se descojona por obtener alguna repercusión de su parte y ella no quiere acusar recibo siquiera. Entonces, nada, no hay respuesta de su parte, no le interesa tampoco responderle, porque cae de maduro, como se dice, está más que claro, es totalmente explícito. Pero usted, querido, quiere admitir aún que existe algo implícito que igualmente quiere confirmarlo sin atreverse a ello – subió un poco el tono en estas últimas palabras. – Creo que se equivoca de plano, Dionisio.

- Espere… - le hizo un signo con las palmas hacia delante – Lo de este sábado es interesante – Mangarasomba hizo un gesto de resignación como diciéndole “adelante”, viendo que otra no le quedaba. – La cosa es que Nadia iba a verse conmigo en una fiesta para celebrar a los empleados con más de diez años en la empresa…

- Pero esta chica es nuevita, me dijo – interrumpió.

- Sí, pero igual iba a venir a la fiesta por solidaridad con los compañeros entre los que, obviamente estaba yo. El caso es que no vino. Así que le mando un mensaje de texto con el celular y no me contesta, le mando dos más con un intervalo de veinte minutos, no los contesta, entonces la llamo, no me contesta. A la hora le mandé dos mensajes más y otro a las dos horas. Como no me contestó ningún mensaje supuse que algo malo podía haberle pasado…

- Sí, lo malo que le pasaba era que no le contestaba los mensajes y llamados, pero es lógico, hombre, si a mí me mandan tres mensajes seguidos o me llaman diez veces en un cuarto de hora, no atiendo, porque quién sea el que me hace eso está rematadamente loco. Aún en situaciones de urgencia, que las he tenido en mi familia alguna vez, me mandan un mensaje o me llaman pero una vez, y con eso alcanza para comunicarse conmigo. O sea, si no contesto es porque tengo el teléfono apagado, entonces se comunican con mi consultorio…

- Y bueno, eso hice yo, no la llamé al consultorio porque no tiene, pero la llamé a la casa. La hermana me dijo que la pobre había pisado mal volviendo de la empresa y se había esguinzado el pie izquierdo. Así que habiéndome informado de que estaba en el Hospital Argerich, me fui para la Boca, para hacerle compañía en tan difícil momento.

- Discúlpeme, pero tengo entendido que ustedes se juntan en un bar por Devoto, ¿no es verdad? – Dionisio asintió. - ¿Y de Devoto se fue hasta la Boca? ¿A qué hora era esto?

- Cerca de la una de la madrugada. Pero el 25 anda toda la noche, hay que esperarlo un rato pero pasa, eh.

- A ver si lo entiendo, - dijo mientras se tomaba la cabeza- usted debe haber llegado, digamos, tipo tres de la madrugada a la guardia del Argerich… para hacerle compañía…

- Era una situación difícil, ¿no? Y nadie la estaba acompañando.

- No, ni la hermana. Pero tan tan tan – cada vez estiraba más la “a” – difícil no habría de ser ya que la dejaron allí sola, ¿no?

- Es que en la familia de ella son todos medio insensibles. Y encima no me contestó los mensajes porque se había olvidado el celular en la casa. Por suerte llegué a tiempo, ya medio le decían que podía irse con la gamba vendada nomás, yo insistí en que la dejaran en observación y me quedé con ella, cebándole mate.

- ¿Ella tenía un termo y un mate encima?

- No, no. Le compré uno en un kiosco de la vuelta. Y después le di algo de guita para que se tomara un tacho – el doctor ya no aguantó y estalló en una risotada burlona, aunque inmediatamente se rehizo, pidiéndole disculpas al ver que un intenso odio afloraba desde los ojos de Dionisio, tanto que se había incorporado en el diván, como si tuviera un resorte en el culo. Como no hallase reacción, se puso a mirar el reloj.

- ¡Qué tarde se ha hecho! Discúlpeme, realmente, pero no pude evitar reírme de su inocencia. ¿Usted cree honestamente que mostrándose servil va a conseguir de ella algo positivo?

- Sí. Lamento decepcionarlo, doc. Yo creo firmemente que algún día voy a tener una oportunidad concreta, espero no desperdiciarla entonces nada más.

Ya se había levantado del diván y le extendía la mano para saludarlo, se sentía ofendido evidentemente, Mangarasomba intentó restarle importancia, inclinándose con una sonrisa al tiempo que le estrechaba la mano.

- Bueno, Dionisio, tome lo que le indiqué y lo veo la semana que viene. Que siga bien.

- Gracias, doc. Espero que usted esté mejor la semana próxima. Un placer.

Íntimamente sintió que su dardo había dado en el centro. Necesitaba demostrarle claramente a Mangarasomba que se había equivocado en sus consideraciones, que lo había lastimado, que necesitaba una reparación de semejante injuria, que no lo iba a perdonar fácilmente. Y etcétera si cabe.

Cuando salió del consultorio, en la recepción estaba esperando aquel tipo que casi codeara bruscamente cuando cabeceara en la previa, al cruzarse con él se hizo a un lado y encogió los brazos como si tuviera temor de que lo golpease. Seguramente, la cara de loco que usualmente solía portar Dionisio Espeche, se agravó sensiblemente.



















































II. Resumen del infierno según Lucas



Siempre creyó que no había demasiado para ver. La noche había empezado temprano en sus días. Un atisbo bastó para sentenciar el fin de su infancia: una mujer tomándolo de la manga de su camisa, arrastrándolo hacia la calle, mientras un hombre se arrastraba por el suelo, como una oruga, con la cabeza rota y chorreando sangre.

Si esa mujer no hubiera sido su madre y ese tipo abatido por la incomprensión y su impotencia de vida no fuera su padre, quizás, aunque no es posible asegurarlo, Lucas Cánepa habría sido un muchacho común y silvestre, algo que quiso ser cuando ya no era un muchacho y ya poco podía salvarse del desastre.

Esa tarde, cuando contempló aquella escena, y su madre lo arrebató hacia la casa de su abuela, vio a su padre tomándose la cabeza, allí, patéticamente desbordado en llanto, suplicándole a esa mujer, su mujer, un margen de reflexión, y ella no podía parar de insultarlo, de agraviarlo, de escupirle a la cara lo poco hombre que había resultado. Desde entonces, pensó que el sacrificio era inevitable, que los mundos fantásticos que había descubierto su abuelo en la insondable selva misionera, con sus aluviones de escarabajos gigantes golpeando los techos de chapa y las ventanas, con sus hinchados escuerzos croando a la luz de los faroles y obstruyendo las puertas de las casillas de ese enclave militar en Santa Ana, no podían ser ya posibles. Las balas arteras, el imperio del terror, la desconfianza y la sospecha institucionalizadas, esas torturas que, aún en su ignorancia, lo habían torturado, habían incinerado la inocencia y la puerilidad de su corazón, las habían exiliado para siempre de su vida.

La separación no sirvió de nada, el gigante despeñado siguió arrastrando sus cadenas detrás de la mujer que amaba, lidiando con todo, incluso con la muerte. Y esa puta desenfrenada que nunca tiene suficiente halló al hombre, aún joven para morir y ya demasiado viejo para volver a levantarse, en una mugrosa pensión de Flores. Y borracho, manoteando fantasmas de un pasado soñado que nunca existió, cayó sobre la mesa volteando la botella de tinto barato, y el vino corrió manchando todo lo que hallaba, espeso como su sangre ya quieta, desangrado hacia adentro.

Pero Lucas ya estaba lejos, su madre, resuelta a barrer de un plumazo ese pasado estragado en su todavía juventud, buscó y halló consuelo en un corredor de bolsa. Si bien éste se empeñara en que compartieran un cómodo departamento más cerca del Centro con el muchacho, que entraba a la adolescencia, ella prefirió instalarse en casa de sus padres.

El viejo prefecto retirado ya no defendía el arma con tanta elocuencia, esa era su mejor manera de aceptar la locura de los genocidas, el silencio, y una emoción turbia que subía desde el pecho en algunos tangos de la vieja guardia y lo hacía pegar una trompada en la mesa; si bien el corredor le caía bien, en todo momento, y por razones extrañas pues siempre despreció a ese peón de depósito que se había casado con su hija, reivindicaba la persona del padre ausente, lo volvía presencia nuevamente, una presencia molesta por cierto para una mujer que necesitaba enterrarlo de una buena vez para seguir viviendo. Lucas ciertamente halló un poco de solaz en ese viejo loco y bohemio, que le enseñó a amar el jazz que ejecutaba en el piano y el ajedrez que disponía en el tablero, como antes dispusiera a sus marineros en las refriegas con los contrabandistas.

Esos años fueron un pequeño descanso para el chico, pero en su alma ya estaba el germen de la tragedia y él no iba a tratar de escaparse, pero tampoco por eso buscaría atajos hacia la decadencia.

Entonces, los años de su primera juventud, se desarrollaron entre el fútbol y una vida social bastante activa que le deparó no pocas alegrías. Los excesos le llegaron sólo tardíamente.

Lo que no había hecho la pena inicial lo acabó el cáncer. En poco menos de un año se llevó a su abuela, al corredor de bolsa y al hermano de su madre, un cana bueno para nada que sólo sabía robarle el reloj a los borrachos de la plaza Once y extorsionar a las prostitutas de su jurisdicción. El viejo prefecto siguió a su mujer un año después y el valor simbólico de esta desaparición acabó por desmoronar a la choza improvisada que era la personalidad de Lucas, quien saliendo de su encierro en densos anaqueles atestados de libros salió a matar o morir, sin nada que perder.

El hecho iniciático fue tanto su herencia alcohólica como la puta cocaína, y en esos reveses automáticos en semanas de autómata descorazonado, lo halló una noche, jugando un desafío de pool, a diez partidas con su abuelo. Él ganó o quizás su abuelo lo dejó ganar, nadie podría asegurarlo porque nadie que lo conociese antes o después atestiguó cómo pudo haber sido aquello. Lo que sucedió después imprimió definitivamente un cuadro destrozado en su alma, instaló un mito terrible y a partir de él sólo supo construir potentes ficciones que habitó perdido, como en un sueño del que sólo puede despertarse ya muerto. Pero no murió, sólo se hundió en una oscuridad sin retorno.

Esa noche del desafío, ya muy tarde, cuando sólo las ánimas atormentadas rondan por los suburbios, a fines de un frío marzo, Lucas se accidentó en la procura de alguna porquería más para meterse en el cuerpo. Con el Bonzo Gámez manejando la Suzuki y él aferrado a su cintura, terminaron debajo de un camión que alcanzó a maniobrar a tiempo para no arrollarlos y dejarlos exánimes en el pavimento, igualmente Lucas se fracturó el tobillo en tres pedazos y el Bonzo se rompió dos costillas y tuvo conmoción cerebral. Esa misma noche, el viejo prefecto agotaba sus penas en un bodegón del bajo, si bien hacía frío hacía una humedad del demonio, y nada peor para la mala bebida que una vereda resbaladiza. Casi al llegar a una esquina, un tropiezo pudo más contra ese roble que todos los contratiempos que había arrastrado en su carrera; sí, él que casi es fusilado cuando entró la Libertadora al poder por salvaguardar a los inmigrantes del Hotel en el puerto, a punto de ser bombardeado, y se comió sus buenos meses de cárcel, y fue degradado; él, que esquivó las balas de los contrabandistas en el Delta; ese mismo hombre, quizás ya vencido, sí, pero igualmente roble, resbaló y dio con su cabeza contra el cordón de la vereda y allí quedo, inerte, en un instante. Así que Lucas apenas si alcanzó a ver su cuerpo sobre la fría camilla en la morgue, en una pata, casi en vilo de dos compañeros de juerga que lo escamotearon de la guardia. Y Lucas creyó, quiso creer sinceramente, que el viejo se jugó su vida al pool con él y como él ganó, se salvó, ahí, cagando, pero se salvó. ¿Y el viejo?, ¡puta, viejito lindo! Capaz que vos lo elegiste, porque eras capaz de esa generosidad, capaz que elegiste perder para que yo ganara, le ganaste a la muerte la disputa por mi cuerpo, hasta ahí, pero le ganaste y la muy conchuda tuvo que buscarte la vuelta, porque no sabe perder y cree que no puede, tal vez sea así, viejo, pero vos apenas le dejaste margen para festejar, te moriste de una, sin titubear, con estoica sequedad, sin dejarle espacio a ninguna agonía. Así pensaba (¿piensa todavía, es que piensa?) Lucas Cánepa, empezando a descender una menuda cuesta, a paso esforzado en los mejores días, rodando directamente en los más jugados.

Después de este encarnizamiento del destino, la relación con su madre fue tensándose con una intensidad inusitada, con un despliegue atroz de amor-odio, y cuando el odio fue una ola que iba a aplastarlos a los dos, Lucas decidió emprender la retirada. Dejó la comodidad relativa de su casa, dejó su música: el pianito vertical, de estudio, ya medio desvencijado; dejó sus libros abiertos a la polilla del olvido; dejó sus ensayos reflexivos (onanistas, los llamaría el Nelson Pereira) en el tacho de la basura y se fue. Su madre los rescató para llorarlo a través de sus rencores, para borronearlos de lágrimas tardías.

Un santiagueño, compacto y fuerte como una montaña, artesano y mecánico desocupado, que “dealeaba” para galguear la miseria, le dio asilo en una casilla vecina a la suya, en una villa del conurbano. Lucas tuvo su ratito de gloria en el lugar menos pensado: porque allí precisamente conoció a Gloria, una prima del Cabezón Marcos, el que le procurara un sustento y un cobijo en esa hilera de casitas desprolijas e indómitas, que viboreaba sobre sí misma, engendrando pasillos estrechos y encrucijadas donde los tumberos retornantes del pozo mitificador exhibían sus tatuajes de conquista.

Esa mujer, morena, espigada, de profunda mirada, de una tristeza insoslayable a la vez que una firmeza penetrante, que dolía mirar, le dedicó todo su amor en la convicción, no del todo ilusoria, de poder salvarlo de la autodestrucción. Y por cierto, que Lucas Cánepa anduvo como nuevo durante todo un largo año, conviviendo con Gloria, compartiendo el pan y la cebolla, con toda la bravura de su corazón, poniendo fichas por primera vez en un proyecto jugado de vida, de estremecedora vida. Si hasta pudo congelar ese infierno que le comía las entrañas lentamente; la falopa y el agujero en el pecho quedaron a un costado: entró de operario en una metalúrgica, sí, peón de depósito o algo así, como su papá, manos rudas, espalda curtida, con todo orgullo, así de fuerte en la debilidad, en la plena debilidad. Y Gloria se hizo de una overlock y se puso a hacer pulóveres y bufandas y hasta jeans para una fábrica. ¡Y cómo crecían en ese mano a mano cotidiano! ¡Cómo cobijaba ese sentimiento todas las ansiedades para volverlas dulce espera, esperanzada alborada! Para fin de año, Gloria empezó a tener problemas en la vista.

Lucas pensaba que el laburo textil a la pobre luz de una bombita le había quemado las retinas, contradictoriamente hablando. Así que, de buenas a primeras, dejó su labor y Lucas tuvo que duplicar el esfuerzo para sobrevivir. En la metalúrgica empezó a escasear el trabajo, ya no había extras ni sábados para nadie. Algunas changas vinieron a tapar agujeros, pero duraban poco. Gloria tenía que operarse, sus ojos estaban mal, dijo el médico, si no lo hacía podía quedarse ciega. Lucas decidió que por nada del mundo su mujer perdería la vista, que sería capaz de arrancarse los ojos para donárselos y que pueda seguir viendo. Y si no había trabajo, saldría a afanar, traficaría la peor de las porquerías, mataría a cualquier infeliz para preservar la felicidad de Gloria.

Y eso hizo. Se puso a “dealear” con el Cabezón Marcos para un narco grosso, Carrasco, que tenía una tropa de canguros en Yacuiba, cruzándole la merca que bajaba desde Santa Cruz, cortes más, cortes menos, hasta los muchachos y la gilada compradora. El grado de “pureza” dependía de la manija del jefe y sus “armadores” de papelas y bolsitas.

En el ínterin, contactó con un “tordo” de matrícula dudosa, abortero de una clínica en Villa Luzuriaga, que le aseguró que si conseguía unos ojos sanos podía hacerle un transplante de córneas en un aguantadero que usaba de consultorio por Morón. Que era la única opción para salvarle la vista. Que se consiguiera un “chingolito” de mirada clara y limpio de toxicidades, y a cuento de un asalto o una diferencia de billetes en una transa, le pusiera un cuete en el pecho; en ninguna zona cercana a la cabeza, por cierto. Y que se lo trajera al “aguante” para hacer el cambiazo.

Lucas podía ser cualquier cosa, pero nunca había matado y tampoco esperaba hacerlo. Prefería ser él mismo el donante. Y estaba dispuesto a dejar de ver para que ella vea.

Gloria a su vez, no se quedó quieta y buscó soluciones por su lado. En una clínica especializada de la zona norte, le aseguraron que por diez mil mangos podían curarla de su afección y salvarle los ojos.

La misma noche en que Lucas no sabía cómo explicarle su posición y el riesgo que estaba dispuesto a tomar para salvarla, Gloria le contó primero de su novedad. Claro que, haciendo cuentas, no se llegaba ni remotamente a cubrir ese presupuesto. El Cabezón le habló de un golpe maestro a un transporte de caudales, la empresa era cosa seria, podía salir bien y se paraban para toda la cosecha o podía ser una fija que se cae y rodarían por el fango, terminando, con suerte, a la sombra por un buen rato. Lucas estaba dispuesto a jugarse está mano a todo o nada.

El Cabezón lo presentó con el resto de la banda: Marecos, un asunceño ducho en los fierros, que ya había transcurrido su temporada en la tumba por un fallido golpe a una financiera, Carucha, que ponía una chata para cortarles el camino, y Picamierda, un negro de Rocha, que había sido sicario de un gremialista, serían de la partida. Lucas, que era admirado por su inteligencia práctica, haría la logística con Marcos, que era manso como una oveja pero tenía la sagacidad de un lobo.

Así, se emboscaron en una arboleda lindera a un tramo de la Panamericana y esperaron al blindado. Esto sonaba a epopeya, claro, a no ser por un tal Pallípolli, que era uno de los guardias adentro del transporte, y había hecho buenas migas con Marecos en Olmos, cuando pasaba su último año como penitenciario. El guardia iba a encañonar a los otros pero tenían que asegurarse de no dejar a ninguno con vida. Él ya tenía una coartada: necesariamente tenía que ser baleado. Marecos se lo había prometido cuando sellaron la alianza, él mismo lo haría. Sabía donde pegarle los disparos para no matarlo y no dejarle secuelas importantes, Pallípolli se jactó que aún quedando rengo o manco valdría la pena, por la cantidad que pensaba llevarse. Claro, por ser el principal colaborador, el guardia se quedaba con un 25 % de la recaudación. Pero igual había suficiente para sacar limpio lo que Gloria precisaba para seguir viendo, sino el Cabezón daría una contribución importante de su parte, tal era el cariño que le tenía a Lucas.

Un imprevisto, siempre hay que contar con eso, dos patrullas escoltaban al blindado. El guardia cómplice, por antigüedad y pericia el mejor considerado de la partida, logró que uno de los patrulleros los abandonara en un puesto caminero, pero nada pudo hacer con el otro. Es decir, de pronto, tenían que cargarse a otros dos y no sabían si podrían evitar el tiroteo.

Pallípolli se portó de maravillas en el atraco, cuando Carucha le cruzó la chata al blindado ya tenía los otros dos guardias maniatados, el chofer no sospechó nada, seguro de sí y de la custodia, iba oyendo al taco su MP3 en la cabina. Así que cuando los policías esquinaron la patrulla para apostarse y disparar, Pallípolli abrió la puerta trasera del blindado y saltó disparando con otra arma que cargaba en una cartuchera adosada a su tobillo y perforó a los dos canas, ya caídos fueron rematados con facilidad por Picamierda. Entretanto, Marecos y el Cabezón hacían otro tanto con los guardias maniatados, mientras Marcos, con maldita piedad, le voló la nuca a uno de ellos, el paraguayo le metió cinco balazos al otro que quedaba. Después se supo que lo conocía de sus años en Olmos y desde ahí se la tenía jurada. Pallípolli se rió con ganas viendo como los remataban, nunca se le hubiera ocurrido que su “amigo” Marecos repetiría su número de la suerte, el cinco, en la cantidad de cuetazos con que cosería a su “socio”. Podría haber quedado herido si es que no le hubiera metido el primero en la frente. Como se sabe, a una traición es fácil cubrirla con otra aún peor, así que Marecos, después de anotar otro muñeco para su récord, la emprendió contra sus compañeros. Picamierda recibió un balazo en la pierna pero pudo arrastrarse hasta atrás de la patrulla. El Cabezón cubrió a Lucas y los dos se pusieron a salvo atrás de la chata. El tema, que no previeron ni en sus más funestos cálculos, fue que Carucha estaba compinchado con Marecos en la traición. Y se les apareció, con una recortada a perdigones, habiendo bajado de la camioneta. Para Lucas lo único que hubo fue un dolor lacerante, un perdigonazo le había rozado la cara y le quemó los ojos. Después escuchó tiros, por un momento se creyó perdido, que lo iban a matar de un momento a otro. Instintivamente, rodó debajo de la chata, sin pensar que si lo hubieran querido ultimar ahí era blanco fácil. El alivio llegó cuando a sus espaldas oyó el llamado seco y bronco de Marcos para que saliera, que ya todo estaba controlado.

La cosa fue así. Carucha tuvo un solo disparo, que descargó sobre Lucas, entonces el Cabezón hizo hoyo en uno, directo a la cabeza y Carucha quedó tumbado. Aparte, entre Picamierda y Marecos se desarrollaba la otra batalla, que, finalmente, se cobró las dos vidas. El negro ya estaba herido, pero desde atrás de la patrulla le agujereó un hombro a Marecos y salió resuelto a bajarlo. Rengueando como estaba, no pudo sostener su estabilidad y si bien disparó dos veces al pecho de Marecos, también recibió un tiro en el cuello, a la altura de la yugular. Marecos quedó tendido y bien muerto, Picamierda agonizó un rato, el Cabezón le cerró los ojos.

Así que ellos dos pudieron sobrevivir al asalto. Nada menos casual, dos hermanos de la vida. Huyeron como pudieron en la camioneta, a campo traviesa, ya se veían a lo lejos tres móviles policiales. La camioneta la tiraron atrás de un establecimiento avícola de la zona de Pilar. Metieron todo lo que había en las sacas en un bolso grande de mano, al que se aferró Lucas, que no veía nada, mientras con la otra mano se sostenía del brazo del Cabezón, y los dos corrían. Así, sintiendo cerca el acecho de sus perseguidores, llegaron hasta un aguantadero alquilado a un tal Gozniek por Marecos. El tipo era lo suficientemente piola y disimulado como para no preguntar, claro que por la plata baila el mono, como dicen.

Al otro día, Marcos pudo contactar al médico que le hubiera propuesto a Lucas lo del transplante clandestino, y lo hizo traer al refugio para que asistiera al propio Lucas. Ahí se supo que estaba ciego. Al contrario de lo que pueda pensarse, reía y se abrazaba con el Cabezón. “La guita, tenemos la guita”, repetía. “La Gloria va a zafar, gordo”.



Gloria ciertamente volvió a ver, gracias a la operación. Y todavía les quedaron cinco mil pesos para trasladarse de la villa de emergencia a un departamentito en Villa del Parque.

El Cabezón Marcos volvió a su casilla, donde vivía con su esposa y dos hijos. Allí mismo fueron acribillados en la Navidad de aquel mismo año por “soldados” de un puntero enemigo de Carrasco. Esa misma noche, Carrasco cruzaba a Bolivia por Villazón. La policía que llevó el caso, llegó a la conclusión por un análisis de huellas comparadas de que Marcos fue uno de los que robaron al blindado en lo que se conoció como La Masacre de Torcuato aunque sucediera bastantes kilómetros más adelante, cerca de una bifurcación que llevaba al cinturón ecológico de la zona norte.

Lucas recuperó un poco su vista, pero a partir de allí vio solamente bultos y sombras, de todas maneras siguió en tratamiento con el médico abortero de Villa Luzuriaga. Fue él quien le recomendó que viera a un buen psiquiatra, aunque Lucas le advirtió de entrada que no creía en el psicoanálisis.