LO NUEVO DE PROYECTO ZOMBIE

EL RELICARIO

En cuanto me encomendaron aquella misión, sospeché que algo extraño estaba por desatarse. En realidad, en mis años de caza-recompensas tuve encargos de toda laya que implicaban duras pruebas y grados de peligro que pocas personas hubieran querido enfrentar.
En mi oficio (no puedo llamarlo profesión, aunque sí negocio, y qué negocio) he tenido que afrontar decisiones terribles, sortear obstáculos difíciles, guardar noches y noches en vela esperando a mi presa, enfrentar legiones de hombres armados, batirme con crueles asesinos, rescatar a seres execrables, puestos bajo protección por entidades y personalidades que muchos considerarían benefactoras de la humanidad. Se sorprenderían con desagrado y gran desilusión si yo les contara cuántos grandes hombres y mujeres me pagaron por sepultar sus miserias, por salvar sus prestigios; a costa de qué viles crímenes edificaron su resplandeciente aura, engañando a los sectores más vulnerables de la sociedad. Y yo los ayudé sin decir nada, y fui recompensado grandemente con favores y dinero.
Todo esto sucedió cuando todavía había un lucro que ejercer, unas ganancias que recoger tras arriesgarlo todo. ¿Por qué?, se preguntarán. Ya había obtenido más que suficiente para vivir en paz, para retirarme a una vida sin mayores sobresaltos. Si nunca me había importado demasiado nada como para detenerme, porqué no. Claro que, ahora, que el dinero no servía ya de mucho, no era más que un papel corriente, sin valor ninguno (aunque nunca lo tuvo para mí más que para cubrir aquello que podía ofrecerme), qué me hacía seguir todavía en este oficio. Tampoco había ya ética ni justicia que me juzgara. No me juzguen pues ustedes que deben arriesgarse tanto como yo, nada más que por preservar sus vidas en medio de esta locura. Saben (porque lo saben, aunque les repugne) que los individuos más abyectos (entre los que tengo la desgracia de contarme) aún con todas las abominaciones que podrían atribuírseles, muchas veces, más de las que creen, salen airosos de sus trances y viven apacibles vidas, por más que cada noche deban lidiar con sus fantasmas: ustedes no podrían notarlo, siguen deambulando en las mismas calles que ustedes pisan, confundidos en las multitudes, vivas y, en los últimos tiempos, muertas. Confundiéndose en un mismo cortejo con sobrevivientes y devoradores de cuerpos. Les juro, por lo que más quieran, que no podrían reconocerlos.
Sí, hoy, sigo haciendo estos trabajos por mero placer, ya sin ningún temor de exponer mi vida. Más que caza-recompensas soy, en este tiempo, un coleccionista. Persigo la absurda ambición de tener mi propio museo de la humanidad para cuando ésta ya no exista. Tengo mis exigencias por cumplir con los encargos que se me demandan, algunas excéntricas, lo sé. ¿Qué más da cuando ya no queda nada que perder? Porque ya lo perdimos todo.
Tengo un nombre, claro, y un pasado del que ya quedan pocos registros. Soy Francisco de Padua, alguna vez tuve un apellido, como todos. Habrá otros con este mismo nombre, distinguiéndose a duras penas por sus oficios y profesiones. Un Francisco doctor, un Francisco albañil, un Francisco músico o sacerdote, todos Franciscos salidos de la vieja estación de Padua alguna mañana del mundo a enfrentar sus vidas. Muchos no volvieron, o volvieron transformados en eso a lo que ya no le cabe ningún nombre. Mientras bebo mi fernet con agua y la pianola ejecuta un foxtrot de hace cuatro siglos, aún permanezco humano y eso no es poco en estos días.
La cuestión es que me mandó a buscar un tal Gilberto Morón, que se decía obispo de un nuevo culto. Un loquito más, pensé, de tantos que aparecen por ahí en estos tiempos finales. Otra religión, ¿no tuvimos bastantes ya? ¿Qué nos dejaron? Ah, sí, una esperanza. La promesa de una vida mejor, tras la muerte. Pero ahora ya no había muerte, en el sentido del descanso eterno. Había un vagabundear furioso, ávido de destrucción y más muerte. Yo me preguntaba (me pregunto): ¿Si el alma existe, entonces adónde van las almas de estos pobres diablos insepultos? ¿Permanecen todavía encerradas en esos cuerpos descompuestos y errantes? ¿Son ellos aún? ¿Son ellos? Era inconcebible mantener una fe cualquiera ante semejante evidencia de nihilismo absoluto. ¿Qué redención era posible todavía? ¿Qué salvación del alma, qué promesa? Esa voluntad seguía dando que hablar a este ejecutor de los mandatos ajenos, no por eso abstraído del juicio que pesaba sobre nuestras humanas cabezas, de ese pendón oscilante y afilado que vendría a clavársenos, ¿dónde? ¿En un brazo, en el cuello, en una pierna? Pero llegaría, lo sabíamos, aquel ciego verdugo, sólo sensible a su voracidad, y, en ese momento, sólo desearíamos morir, aunque ya no hubiera muerte. Ser destrozados sin piedad, aunque quedasen nuestros miembros arrastrándose en una sobrevida absurda. Esa voluntad de levantarse frente al súbito sacrificio, cargar el arma, empuñar el cuchillo, la daga, la hoz o la viga contundente con que aporrear o atravesar aquello que nos horrorizaba a centímetros de nuestros refugios. Sí, había fe, no sé en qué exactamente. En una cura, en un amanecer distinto. En el trinar de nuevos pájaros.
Con la cabeza atiborrada y confusa partí a su encuentro. Ocupaba un reducto en el campanario de la vieja iglesia de su distrito, frente hacia la plaza central, lógicamente, como en cada localidad de esto que un día fue un país. Argentina creo que la llamábamos entonces. A nadie le importa ya ese detalle. Ya no quedan fronteras que la Gran Infección no haya volteado. Tuve que franquear una hilera de revividos y partes reanimadas a los machetazos, atravesando los juegos herrumbrosos y la pérgola desencajada. La fachada de la vieja iglesia veíase aún imponente, altiva. La cruz se elevaba todavía en las alturas de un cielo asombrosamente azul. En las escalinatas me recibieron dos hombres robustos munidos de hachas. Me habían visto lidiar con esos esperpentos y no se habían movido de sus lugares. No se los pregunté pero sus gestos amables me confirmaron que ellos sabían que yo podía librarme de los que me acechaban. Parecía parte de una prueba de confianza en mis habilidades. Me condujeron a través de escaleras que apenas se sostenían contra el muro lateral del templo, crujiendo a cada pisada, con escalones hundidos o destruidos a cada tramo, en un vaivén que amenazaba con arrojarnos al vacío. Estábamos tan acostumbrados a entendernos con tales accidentes de la arquitectura que ninguno de nosotros evidenció temor alguno. Buena parte de la edificación que aún se sostenía en pie en las ciudades estaba en esas mismas o peores condiciones. No intercambiaron palabras conmigo. Morón estaba reclinado en pos de un largo banco tallado en roble, de una sola pieza. Parecía estar orando. Ya no quedaban campanas que repicar en aquel campanario. Las habían fundido para hacer más armas. El hueco, adonde revoloteaban algunas siniestras palomas, parecía el ojo cegado de un cíclope.
El obispo Gilberto se puso de pie y me estrechó la mano. Su fama lo precede Francisco, me dijo. Me lo ha recomendado la señora Julia Haedo, una muy buena amiga mía, me confió. Sus custodios murmuraron algo por lo bajo. Se oyó un aletear espasmódico en uno de los ventanucos y el arrullo que emitió el funesto pájaro pareció amonestarlos. Los hombres se disculparon y descendieron nuevamente hacia la nave principal del templo, donde todavía un tiznado genio barbado colgaba sobre el altar principal con sus estigmas.
-Necesitamos que nos ubique y nos traiga desde el norte a un científico. –Esa explicación esperaba alguna pregunta que no hice seguramente. -Es Bernardo Munro, uno de los líderes de la resistencia de la General Paz. Es el segundo, así me han dicho, de Marcela Liniers…
-Lo sé, lo sé. –Añadí para abreviar su explicación. -Sé cómo dar con él. ¿Usted lo conoce personalmente? ¿Ha mantenido alguna suerte de relación con él?
-Nunca lo he visto en mi vida. –Repuso secamente.
-Entonces, ¿cómo demonios va a saber que le estoy trayendo realmente a la persona que usted busca? –Sonreí con ironía.
-Ah, no se preocupe usted. Lo sabré. Y si osa engañarnos, tenemos un sótano lleno de condenados eternos para devorarlo. Yo mismo voy a asegurarme de que lo vayan destrozando lentamente hasta que no quede nada que pueda arrastrarse de su cuerpo en esta tierra. –Su hermetismo empezaba a impacientarme.
-No puedo ayudarlo si no entiendo de qué va la cosa. Usted me está mandando a la cabecera del viejo ferrocarril del oeste a buscar a un tipo encaramado en el alto mando sin ninguna indicación particular. Así me resulta imposible aceptar su encargo.
Metió su mano derecha entre sus ropas. Llevaba un hábito largo de sacerdote, que alguna vez había sido marrón oscuro. No me inquietó en lo más mínimo, era improbable que tuviera un arma y si la tenía no podía obligarme a hacer nada. Tendría que dispararme. Él no ganaba nada y yo tampoco. Por algo estaba allí. Y no me iría hasta saberlo.
Extrajo una cadena que tenía un relicario adosado. Del tamaño de su mano, refulgía ante los pocos rayos de sol que se filtraban. Sin dudas era de oro puro, oro blanco, con unos engarces de diamantes en forma de cruz cristiana. No era suficiente aún para que me sorprendiera. Esperaba algo un poco más suntuoso. De modo que lo miré para que me especificara su procedencia. Él lo sostuvo de la cadena con sus dos manos y lo alzó para que brillara aún con más intensidad ante mis ojos. Seguí mirándolo como si nada. Lo bajó, con cierto desánimo, como si yo tuviera que saber el valor de aquello que me estaba ofrendando.
-Perteneció al fundador de esta orden. Julio Barajas Sepúlveda. ¿Le suena a usted ese nombre? –Recién entonces di alguna muestra de asombro. -Sí, el último Papa. Somos parte de la última congregación católica que queda en el mundo. Soy de los pocos sacerdotes ordenados que todavía perseveran en esta fe cristiana. Uno de los pocos privilegiados sobrevivientes del imperio de Cristo sobre este mundo. Él nos ordenó reunir un buen número de elegidos para retornar al Vaticano, la ciudad santa. Allí seremos salvados, no ya en espíritu, sino en cuerpo y espíritu como nuestro Salvador. El juicio ya está aquí, caballero. Hace rato que empezó. Nosotros debemos terminarlo.
Julio Barajas Sepúlveda era un mestizo peruano, de los pocos que se salvaron tras el hundimiento de buena parte de la cordillera andina. Esa falla que dio lugar a que las masas continentales se separaran nuevamente en esta deriva adonde quedamos varados como una especie de Australia americana. Ya había pasado más de un siglo de aquella catástrofe espantosa que costó la vida de millones de personas. Este hombre, cura católico, fue enviado en uno de los últimos barcos que zarparon desde el viejo puerto de Buenos Aires hacia una Europa destrozada por la Guerra Santa con los Siete Emires de Alá. Allí fue coronado Papa, no con la mitra sino con una diadema de piedras preciosas, ya que se trataba del emperador del Occidente cristiano del una vez más restaurado Imperio Romano, entonces Sacro Imperio Franco Romano, en honor a los últimos baluartes aún bajo la cristiandad. Apenas habían pasado unos días de aquel evento cuando comenzó a propagarse la Gran Infección. Según tengo entendido, toda la población del Viejo Mundo fue arrasada por las hordas de muertos vivientes. En su legado, este último Papa, prometió que esperaría por los fieles de todo el mundo en peregrinación al magno santuario y que él, junto a los santos y jerarquías de ángeles, aguardaría en el trono de San Pedro, para bendecirlos a todos los que hasta allí llegaran con una vida eterna similar a la de Jesucristo. También mandó a erigir una nueva orden pontificia, de acuerdo al nombre que tomó para su mandato: Agapito III, los agapitienses.
Honestamente, me daba igual que fueran agapitienses, mormones, adoradores del aire, adoradores oscuros, galadrianos, cientistas o pentecostales; al menos esas eran las sectas de las que aún nos llegaban noticias. Me daba igual porque creía que todos estaban igualmente alucinados por una salvación imposible a estas alturas de la propagación del mal. Pero había una leyenda de que ese relicario particularmente tenía un poder especial. Había pertenecido al primer Papa, Pedro, forjado por artesanos del Lejano Oriente, le fue entregado por el último Zoroastro en un cónclave que sostuvieron en la entonces República Romana. A su martirio y crucifixión, el relicario fue guardado por sus seguidores en un sitio secreto, debajo de la ciudad, según se cuenta, en el lugar en el que luego se emplazaría la sede vaticana. Pero hay un dato más, tal vez el más inquietante de todos: la leyenda cuenta que en él sus seguidores guardaron parte del cabello del santo. Fue el primer relicario de la historia humana y, desde entonces, pasó de mano en mano a todos los Papas que le sucedieron. Nunca se reconoció entre los atributos con que se honraba a un nuevo Pontífice, fue uno de los cultos secretos que la Iglesia mantuvo guardado hasta el fin de su imperio. Con respecto a su poder, la cantidad de cabellos depositados en él, indicaba el número de Papas que habría hasta el fin de los tiempos. Cada nuevo Pontífice tomaría uno de los cabellos del patriarca. De modo que, no debería contener ninguno.
-No es estúpido, ¿verdad? Sabe lo que le estoy exhibiendo. Conoce su valor. –Hizo un ademán como para volver a guardarlo.
-Creía que era una leyenda, de las tantas que existen acerca de la iglesia. Algo así como el Santo Grial…
-¿Me está subestimando o me parece a mí? El mundo todo se urdió con leyendas, mi estimado. Sin embargo, ¿cuántas de esas leyendas no fueron más que la reinterpretación de una realidad existente?
-Entonces lo del Grial… –Callé y bajé la cabeza. Ya me ofrecía un verdadero tesoro, no debía molestarlo más con tontas preguntas. Se rió estruendosamente y me arrojó el relicario, revoleándolo con fuerza de su cadena. Me agaché, casi por instinto, y fue a dar contra la pared. Volteé para recobrarlo. Uno de los eslabones de la cadena se había partido. Lo tomé casi con temor.
-No se preocupe, esa cadena no vale nada. Es plata herrumbrada, lógico que se quebrase. Tiene cientos, tal vez miles de años. Quien sabe de dónde proviniera. Pero no vale nada. Créame. Lo único que vale es el relicario de San Pedro. Y sepa también que no hay forma de destruirlo. Sus piedras no pueden desengarzarse. Es una sola pieza, el tiempo la ha soldado. Es la evidencia más formidable de que el edificio de Cristo sobrevivirá a cualquier contingencia, aún a la extinción humana. Es, sencillamente, indestructible. –Mi asombro ya era estupor. Estudié unos minutos la estructura del objeto, y realmente no tenía signos de deterioro alguno ni se notaba el ensamblaje de sus piezas. Entonces me pregunté por qué querrían entregarle esta joya invaluable a un caza-recompensas, aunque fuera uno de los pocos que quedaban y tal vez el mejor en mi oficio. La prueba suprema de la invulnerabilidad de la cristiandad me era ofrecida a cambio de un simple mortal, de un pobre tipo. Gilberto Morón pareció leer cada una de estas palabras en mi rostro. Y volvió a sonreír. -No es más que un talismán, señor de Padua. Por muchas vueltas que le dé al asunto, no necesitamos talismanes que nos protejan del demonio. Es la hora de la peregrinación final. Cuando usted nos traiga a Bernardo Munro, partiremos y nadie más volverá a saber de nuestros destinos. ¿Ve esa cadena? Ya está rota, como todos los sellos papales e imperiales, como todos los acuerdos entre los hombres. Nosotros podemos reponerla. Pero necesitamos que usted nos traiga al eslabón que nos falta para cerrar el círculo. No le pido que me comprenda, ni puedo revelarle mi secreto. Sabrá disculpar. Cumpla lo que se le manda. Ya tiene su recompensa.
Guardé el invaluable relicario, esa leyenda viviente, bajo uno de los cierres de mi campera de cuero y bajé las escaleras de un tirón, como si sus peldaños estuvieran hechos de aire sólido. Un marasmo de imágenes, recuerdos e ideas se formó en mi mente en esos pocos segundos. Conocía a Bernardo Munro de los boletines secretos de Radio Fénix, en realidad, boletines conocidos por todos los que sobrevivíamos, creo que el adjetivo quería nada más otorgarles cierta mística de iniciados a todos los tontos que los escuchábamos, hasta que los generadores se fueron agotando y empezó a circular en una hoja amarillenta como una especie de boletín de la resistencia. Según decían, este científico había llegado a un serio análisis de la infección pandémica fatal y extrajo un cúmulo interesante de hipótesis que no pudo certificar como postulados o leyes por no tener los elementos necesarios para su investigación profunda. Sostenía que esos deambuladores antropófagos ya no tenían rastro de entidad humana alguna, que se movían por puro automatismo, animados por un cúmulo de células modificadas, reunidas en forma de sistema autónomo en la zona encefálica, irradiando alguna sustancia radioactiva hacia el hipotálamo que inervaba a todas las zonas dérmicas y osteoartromusculares del cuerpo, incluso las mucosas y hacía del estómago, de ese saco ya putrefacto, un receptáculo central con otra formación autónoma celular, una especie de corazón voraz, el auténtico centro de ese ansia destructiva deglutoria de materia cerebral humana. La comunidad científica acogió, en principio, estas hipótesis con calurosa recepción. Se creyó que podíamos estar cerca de hallar una cura al gran mal. Pero el profesional cayó en el descrédito cuando sostuvo su teoría del origen de la infección: un origen extraplanetario, una bacteria o grupo bacteriano caído del cielo en algún meteorito o surgido desde algún lecho oceánico donde reposaba desde tiempos inmemoriales. Es decir, el factor alienígena. Algo que fue desacreditado desde su primera formulación y fue objeto de todo tipo de mofas y dicterios. Al parecer, los hombres y mujeres de la Central General Paz, allí donde una vez funcionó la Central de Energía Atómica Mosconi, asilaron a este hombre de ciencia desacreditado y le otorgaron un lugar relevante entre sus posiciones de mando. Dicen las fuentes oficiales que fue recomendado por Ciriaco Monte Grande, el reconocido físico cuántico. Pero suenan fuertemente las versiones que quien le dio un lugar de privilegio en esta Central fue el misterioso señor Ciudadano Alfa, hasta se llegó a conjeturar que el mismo Munro era en realidad el líder en las sombras de esta resistencia porteña. Como fuera, era uno de los pocos intocables del alto mando de la Central. Y de allí tendría que extraerlo yo de cualquier manera. Tendría que apelar seriamente a mi creatividad si no quería enfrentarme también a las tropas de la resistencia.
Los hombres de Morón me sacaron de este trance, con sus duras miradas que contrastaban casi graciosamente con aquellos gestos de angélica factura y esos cachetes colorados, casi vinosos. Sus robustas anatomías inspiraban más que respeto. Pero yo no demostré ninguna expectación o temor. Les soy sincero, en un momento me parecieron mucho más temibles que los propios caminantes. Claro que no las tendrían fáciles conmigo. Había enfrentado a rivales de portes superiores y mayor fiereza, incluso ligeros y enjutos que luchaban con extraordinaria capacidad. Abrieron el pesado portón y me flanquearon la salida, adonde decenas de errantes cuerpos sin sepultura esperaban para intentar devorarme. Recuerdo que el primero que degollé con mi machete era una criatura de apenas unos años de vida, que por cierto lucía igual que todos los demás: furibundo y terrible. Era una niña de curiosa cabellera rojiza, apenas opacada por la tierra acumulada en tantas jornadas de marcha. Seguramente de las pocas que sobrevivían, digamos, desde la extinción de los pelirrojos y los rubios. Curiosamente, al ver rodar su cabeza, se formó en mi mente una contradictoria idea: me vi acunándola entre mis brazos. Al rato, ya estaba otra vez acuchillando aquí, cortando allá, segando muerte con mi filosa vida que se resistía a sumarse al número de los condenados.
A pie llegué hasta mi guarida de Ciudadela. Por muchas cuadras y algunos kilómetros descampados ya, no encontré ningún deambulador del que defenderme. Tampoco sentí la presencia de ningún mortal, humano o animal, que me acechara. Estas ausencias le metían hielo a mi alma. Hubiera preferido abrirme paso entre una oleada de muertos vivientes o lidiar con una banda de carroñeros o una patrulla de parapoliciales, pero nada. Así por cuadras y cuadras. Por suerte, un grupo de reanimados y resucitados se me vino encima en las cercanías de la vieja estación de Ramos. Pude practicar un buen rato con ellos. Casi llegando al puente de Ciudadela, me crucé con unos emigrantes que habían perdido el control de su carrociclo, chocando contra la alambrada. Se debatían con algunos muertos vivos, a puro golpe de palos y trompadas. Los dejé a su suerte. Me gritaron, suplicándome ayuda. ¿De qué serviría si los salvaba?, mañana volverían a trenzarse con esos monstruos en algún otro lugar, y yo no estaría para cubrir su fuga. Tenían que aprender a valerse por sí solos. Si quedaba alguna humanidad en pie, debía demostrar ser más apta que esas hordas endemoniadas. La civilización desaparecía por doquier, quedaba la mera biología, la selección natural desnuda y sin maquillajes.
Llegué rápido a mi guarida de barrio adentro, me divertía pensándome un chasqui de algún imperio soterrado que aún enhebraba los hilos que confundían las vidas con esta especie nueva de muerte en vida, llevando noticias frescas y buenas de alguna cura, de alguna esperanza.
Quité la lona de encima de mi Camaro rojo fuego, deportivo, y eché mierda en el tanque para disponerme a andar ciudad abajo. Desde que no quedaban combustibles renovables me dediqué a recolectar mierda de las cisternas del linde en mis horas de ocio. Era lo único que hacía rugir a semejante máquina. Ciertamente echaba a los cuatro vientos un aroma espantoso cada vez que combustionaba. Metano del bueno, me decía, el más noble combustible que puedo echarle a mi bebé. Tenía un antiguo reproductor de música, enchufado a un transistor de batería en el panel central del auto. De modo que puse a rabiar unos rocanrroles clásicos de los buenos viejos tiempos. Unos pesados discos matrices guardaban todavía algo de aquella magia, al fondo de la guantera. Empezó a girar el ritmo y yo aceleré a fondo las revoluciones de mi motor. Primero Vodoo Child, la guitarra infinita de ese precursor del club de los 29, y luego esa voz de lata que se quebraba, lastimando dulcemente cada letra al decir: Me acabo de enterar de un fiero crimen/ De un rico embarque de sangre de Satán. Me puse a reír y salí hacia Rivadavia, rebotando sobre el asfalto descascarado. Cuá cuá amén, cuá cuá cuá cuá amén. El Indio raspaba en mis oídos y volvía a brillar de nuevo, como un sol mordisqueado que me pegó de frente al cruzarme a Liniers, en busca de mi destino. Era evidente, yo estaba bien jodido esta vez. Era un huevo cascado a punto de caer en el aceite hirviendo. Así que echando chispas por los ojos, con una porfía rabiosa, traté de embestir a todo muertito revivido que llegué a cruzarme. El Camaro era de lo de menos, tenía cinco similares en un depósito de Haedo. Además, la nobleza de este vehículo no iba a dejarme tirado, y si lo hacía, vencido por los golpes o por una fisura en el cárter que implicase pérdida de combustible, solo tenía que cargar una recortada, un machete, alguna pica o un desfibrilador portátil para freír a esos engendros.
Quise tomar General Paz, pero todos los carriles estaban atestados de automóviles muertos, vacíos, fríos. Dejé el Camaro a buen resguardo y me pise a buscar alguna movilidad más utilitaria con que retomar la ruta. Pude dar finalmente con una pieza arqueológica: una moto Volkswagen con sidecar, circa 1952. La pateé y tenía el tanque lleno, increíblemente, la nafta estaba intacta, azulada, con sus aureolas concéntricas en la superficie y alguna corrosión que pudo agujerear el tanque. Y sin embargo, carreteaba y hasta tomaba algo de velocidad. Lógicamente, a mitad de camino tuve que desprender el sidecar, que tenía en su interior un cadáver incinerado. Había tramos en que apenas cabía una bicicleta de niño. Así que los caminé con la moto a un costado, como un manso caballo. A lo lejos, lo divisé. El tanque de agua gigante, volcado sobre lo que fuera la Avenida de los Constituyentes. Esa era mi bajada. Un gran campo, en donde alguna vez hubiera un regimiento, y mucho después un parque tecnológico, y años más tarde la gobernación de la Zona Norte. En esas ruinas habían querido instalar la Central Mosconi, que funcionó algunas décadas, a pesar de que nuestro país nunca desarrolló una central de energía atómica sustentable.
Allí estaba la Central de la General Paz, con sus toscas barricadas de escombros y hierros retorcidos, cercada con alambres de púas, flanqueada por dos torretas de concreto agrietado, dos masas arrancadas de alguna edificación del siglo XX. Y a metros de esta entrada improvisada, se hallaba el cuartel central de la resistencia al norte. Varias casamatas de chapas de cinc y placas de plomo se alzaban a ambos lados del camino de piedras. Allí había una decena de hombres apostados con sus fusiles. Hice el resto del trayecto andando desde la ruta. Solo, con una recortada atada a mi pierna izquierda y dos cuchillos de montaña en mis botas. Al divisarme, uno de los vigías me detuvo, gritándome a través de un megáfono.
-¡Alto o disparo! Las manos donde pueda verlas. Si está infectado, no podemos ayudarlo. Regrésese o muera ahora mismo. –Me preocupé por demostrarles que iba a colaborar, les dije que estaba buscando a un hombre, que necesitaba hablar con alguien que estuviera a cargo, que era una misión crucial, que no podía esperar.
-Son idioteces. ¿Está tratando de engañarnos? Díganos a quién busca ya mismo. No volveré a repetirlo.
-¡Bernardo Munro! Necesito verlo, -interrumpí- ahora mismo. –No sabía cómo seguiría aún, con qué pretexto haría salir al topo de su madriguera. Ese nombre fue más que convincente. Dos hombres avanzaron protegiendo a una mujer alta, calva, con un pañuelo atado a la cabeza, y un parche de cuero en su ojo derecho. La reconocí inmediatamente: era Marcela Liniers. Desde aquel accidente con el mortero en la cancha de Platense, se hallaba un poco maltrecha, también había perdido un brazo, pero su prótesis de titanio se había adaptado perfectamente a su cuerpo. En el rostro, todavía se notaban queloides de las quemaduras que casi la dejan ciega. Por eso cubría su cabeza. Alzó su extremidad metálica que llevaba una ametralladora de tambor en lugar de la mano, y me apuntó a la cabeza.
-¡Francisco de Padua! ¡Escoria inmunda! Tenés un minuto para dar vuelta tu culo y tomarte el raje.
-¿No vas a saludarme después de tanto tiempo? –Le pregunté, fingiendo asombro y abriendo mis brazos ampulosamente.
-No. No, después de que me dejaste tirada en aquella cancha. ¡Pedazo de mierda!
-Ey, sobreviviste, nena. Ahora te ves más fortalecida, ¿o no? Te convertiste en toda una líder desde nuestro último encuentro. –Recargó la ametralladora, el tambor giró, colgando de lo que había sido su muñeca. -No hacen falta balas cuando podemos hablar. Mejor reservarlas para los resucitados.
-Está bien, me estás haciendo perder un tiempo excesivo. Insisto, dame un motivo para que no te mate en este mismo instante. Basta de formalidades estúpidas.
-Tranquila. Vengo a buscar al doctor Bernardo Munro.
-¿Ah, sí? ¿Querés que te lo envuelva para regalo, hijo de puta? ¿Vos creés, en serio creés, que voy a entregarte a Munro? ¿Te estás drogando otra vez?
-Tengo una razón fundamental para reclamar su presencia. Alguien quiere verlo. –No sabía qué argumento podría convencerla, entonces pensé en el relicario. Hice un gesto de manos para que me permitiese hurgar en mi bolsillo. Ella asintió. Saqué mi joya más preciada. La capitana Liniers la estudió detenidamente con su ojo. Frunció la boca.
-¿Vas a pagar por la vida del viejo? –Entonces sonrió, desafiante.
-De donde haya venido eso, debe haber un verdadero tesoro. Si esa es la muestra. –Uno de los hombres que la flanqueaba habló. Era Marcelo Ciudadela, lugarteniente de Bernardo Versalles. Uno de los llamados Cazadores. Sabía que podría entenderme con él. Al fin y al cabo, no éramos tan distintos. Él cazaba muertos vivos apelando a todos los recursos posibles, yo procuraba seguir vivo y hacerme con algún botín con que llenar las vitrinas de mi museo humano. Ninguno de los dos tenía nada que perder. Ni podía ya ganarse el cielo.
-Te conozco bien, Cazador. Conocí a tu padre y tu socio fue mi compañero de ruta hace algunos años. Esto que les estoy mostrando es mucho más que una joya. Contiene un secreto, un ingrediente que podría completar la fórmula de Munro para hallar el antídoto de la Gran Infección.
-¿Ah, sí? Entonces, ¿cómo podés estar seguro de que no vamos a quitártelo fácilmente? Una sola bala bastaría, quizás incluso un cuchillo. Somos muchos, ¿no?
-Sí, pero no vas a hacer eso. Me vas a llevar con el doctor Munro. No soy tan estúpido, papá. Acá adentro no tengo más que una dosis del ingrediente. De donde vengo, hay muchas más. No se puede elaborar suficientes pócimas con una sola dosis del ingrediente secreto.
-Estás en pedo. –Ciudadela rió con desprecio. -Yo qué sé lo que me estás ofreciendo. Puede ser cualquier basura. Un artilugio para que te entreguemos al tipo. Si eso es tan mágico como insinuás, me dejarás ver lo que contiene. Ahora mismo. –Estaba complicado. Ni yo sabía lo que había adentro del relicario. Debía arriesgarme. Y estaba la cuestión de los cabellos de San Pedro, aquel misterio ancestral. De modo que decidí abrirlo. No sé qué pálpito absurdo me movió a hacerlo. Tal vez mi fe ciega en la simple voluntad de obtener lo que había venido a buscar. El sol estaba cayendo más allá. El cielo todavía conservaba algunos reflejos rojizos, entre grisáceas nubes. La oscuridad los iba rodeando. Entonces sucedió. Uno de esos reflejos vino a dar directamente al interior del relicario y surgió de él una voluta de fuego que se elevó a los cielos. Juro que le advertí una forma casi humana, ¿un serafín, tal vez? Algo extraño, seguramente. Luego el estuche volvió a cerrarse, saltando de mi mano y cayendo sobre el pasto. Los milicianos retrocedieron. Uno le disparó una vuelta de metralla. Ciudadela lo fulminó con la mirada. -¿Qué fue eso? –Finalmente se decidió a intervenir.
-Es un material fotosensible, que reacciona a la luz. No sé si lo habrás leído en algún libro pero se dice que sobre las tumbas de los santos flotaba una luminiscencia fosforescente. Esa era la señal de que Dios aún seguía protegiendo a esos restos mortales con sus ángeles. –No sé cómo se me ocurrió este disparate.
-¡Ja! ¿Me vas a decir que eso era un ángel? ¡Jodeme!
-Sí, una pequeña muestra de un gran poder, vedado a la mayor parte de los humanos, aún a estos inmortales asesinos. Podés creerlo o no, me da igual. Es un prodigio que me facilitaron los hermanos agapitienses. Creo que saben a qué me refiero. –Me incliné a recogerlo, volviéndolo a guardar en mi bolsillo. -Son el último baluarte de la Iglesia Católica en el mundo. Buena parte de los tesoros vaticanos están en su poder, a su resguardo. Por supuesto, no voy a decirte dónde están. Solamente el doctor Munro puede acompañarme hasta su refugio sagrado.
-No vamos a dejarlo ir solo con vos, Padua. Ni te lo sueñes. –Intervino Marcela Liniers.
-Está bien, si no confían en mí. Asígnennos un par de sus hombres de confianza. Lo único que les aclaro es que no van a poder entrar con nosotros al refugio sagrado. Su eminencia, el obispo Gilberto, no permite que nadie ajeno a su orden pueda penetrar en sus secretos. Munro es el único que puede ligar los elementos para producir la fórmula. Y es en el único que piensan confiar, Marcela, en nadie más. Él y yo solamente podremos entrar. ¿Me vas a llevar hasta él o vamos a dilatar esto hasta el amanecer?
-No hace falta, señor Padua. Estoy dispuesto. –Un anciano delgado, con el cabello hirsuto de un color marrón rojizo, notoriamente teñido, y la cara manchada de pecas y surcada de arrugas, se acomodó unos quevedos tornasolados que me impedían ver sus ojos y se abrió paso lentamente entre la comitiva. Se veía como si le hubieran arrancado los ojos y, en su lugar, le hubiesen incrustado esos lentes, diminutos, sin patillas. -Yo soy Bernardo Munro. Bajen sus armas y dejen pasar a este hombre. Yo respondo por él. –Luego conjeturé que mi argumento, por extraño que pareciera, había despertado en aquel hombre de ciencia un interés muy especial. En ese flash cegador que ascendió al cielo no vio un ángel, pero sí un efecto inusitado, de otro planeta. Esta vez, su superstición de científico iba a darme una oportunidad. -Partiremos en cuanto lo disponga, señor de Padua.
-Insisto en acompañarlos. No importa si debo aguardar en medio de una multitud de revividos, a machetazo limpio, por horas y horas. Estamos acostumbrados a eso, no esperamos ninguna bendición del cielo, salvo algún cometa que nos aplaste definitivamente y vuelva a mezclar los elementos para reiniciar la cuenta de este planeta maldito. Lo pienso cada día, cualquier cosa con tal de ya no tener que enfrentarme con esos agentes de la destrucción o presenciar con impotencia cómo mis compañeros y amigos acaban convirtiéndose en esa misma mierda infernal que nos devora. –Marcela Liniers bajó la cabeza y chasqueó los dientes. Apretó el puño que todavía le quedaba. Su voz sonaba cansada, casi al borde de la resignación. Este bastión de la resistencia no la había tenido fácil durante el último año: trescientos de sus mejores hombres y mujeres se habían perdido entre las hordas de los caminantes, confundidos en su marea mortal. Marcelo Ciudadela avanzó para abrazarla. Ella le antepuso su brazo mecánico para evitarlo.
-No hace falta que te arriesgues, querida.
-Vivimos en el medio del miedo, del horror, del asco, de la tristeza, del abandono, ¿a qué voy a temer ya? A todos nos va a tocar en su momento. Si es que algo no sucede antes, para bien seguramente. Ya no podemos esperar un mayor mal que esta condena que nos está matando a diario. Voy a ir, nadie puede impedírmelo. –Cambió su tono de voz, imprimiéndole un aire extrañamente festivo, como buscando disipar esas nubes negras que la amenazaban desde el alma. -Además, cómo voy a perderme el privilegio de volver a compartir una aventura con este afamado cazador de recompensas. Bien sabés cuánto nos amamos, ¿verdad, Marcelo? El señor de Padua y yo tenemos negocios pendientes todavía…
Me gusta cómo suena eso de negocios, querida capitana. –Dije, cuando en realidad no me gustaba para nada su manejo de la ironía. Sabía que le debía a esta mujer, más allá del incidente que casi le cuesta vida, aquel en que la abandoné a su suerte, desbordada por las hordas de revividos, y mortalmente herida. Le debía mi vida, pues ella se expuso para salvarme entonces, también en otras oportunidades. Incluso, una terrible noche de invierno, con el cielo completamente encapotado, con una intensa garúa fina, que, en realidad, era aguanieve que calaba en nuestros uniformes (yo había consentido en que me disfrazaran de poli urbano para que nadie nos hiciera preguntas molestas), en unos amplios predios baldíos, adonde en algún tiempo funcionara la Facultad de Agronomía y Veterinaria, adonde nos habían encomendado ir en rescate de una patrulla cercada en un antiguo edificio por un nutrido número de revividos y piezas reanimadas. Bernardo Versalles y Manuel Mataderos habían descubierto varios cadáveres destazados, con las tripas afuera, aparentemente intactos de mordidas, con incisiones demasiado precisas en sus abdómenes. Como si hubieran sido sembrados adrede para congregar caminantes. En realidad, eso nos llevó, en principio, a considerar que se trataba de un cazador a gran escala. Exterminador o domador de resucitados, eso no lo sabíamos, pero así solía ser el modus operandi de estos sujetos despreciables que gozaban aniquilando muertos vivos o los uncían al yugo de una cadena para llevarlos como feroces mastines, perros de presa para otros mortales que pudieran amenazarlos o quisieran simplemente cargarse por intereses hasta insignificantes. Maestros del dolor, solían también llamarlos. Con sus Bienaventurados del Infierno, como los llamaban, acollarados y embozados, siempre listos para desgarrar lo que sus amos demandaran.
 Resultaba lógico entonces que no estábamos solos en aquel paraje. Y no me refiero a los revividos que carecen de consciencia ni a los rehenes encerrados en aquel pabellón. Me refiero a alguien más. Quien fuera que hubiera colocado esta trampa. Pero lo mejor de todo era que aquellos cuerpos no tenían cerebro en su cavidad craneana, es decir, no tenían la menor posibilidad, a su vez, de convertirse en caminantes. Y, por otro lado, carecían del mayor atractivo para los paladares negros de estos chacales: su masa encefálica. Entonces, una vez saciados de sangre y vísceras, buscarían materia gris de que alimentarse y al no hallarla, se la entenderían con aquel cúmulo humano encerrado entre cuatro paredes, y con nosotros, que habíamos tenido la pésima idea de ir a rescatarlos.
No temíamos ciertamente a los caminantes, más temor nos producía la idea de que el múltiple homicida, o los asesinos, estuvieran rondando, empeñados en dispersarnos, dispuestos a acuchillarnos en nuestro aislamiento. Un asesino o un grupo de asesinos conscientes en medio de una masa de asesinos inconscientes. Nada más indicado como para que nuestros temores se volvieran pavor absoluto. La única que parecía no temblar era la capitana Liniers. Yo creo que no podría llamárselo temple, o coraje, a ese sentimiento extremo. Sí arrojo, desprecio de la vida (su propia vida), o una neurosis temeraria que la empujaba sobre el riesgo aún sabiendo que era una punta afilada que acabaría atravesándola de lado a lado. El descubrimiento de Alma Monte Castro sorprendió a todos los presentes, uno de los cuerpos pertenecía a Germán Cañuelas, reconocido ingeniero agrónomo en los medios académicos de esta reducida sociedad post-cataclismíca. Por su parte, Alma Monte Castro era arqueóloga, y habían trabajado en un proyecto conjunto para desviar el curso de un arroyo en Isidro Casanova que pudiera llevarles agua a los vecinos del área ciudadana que todavía sobrevivían. Al parecer, alguien estaba plantando no solamente cadáveres, sino ciertos cadáveres que le interesaba plantar. No era una mera cuestión de establecer carnadas al azar. Esas eran carnadas influyentes, hasta poderosas. ¿Cuál era el mensaje que estaba tratando de cifrar el asesino o los asesinos en esos cuerpos diseccionados?
La capitana Liniers envía imágenes de los cuerpos desde su ordenador portátil a batería, alimentado con metano, al cuartel general de General Paz. Algunos rostros se ven casi irreconocibles, destrozados parcial o totalmente, no por mordidas, por golpes, quemaduras o cortes que nos dificultaran su reconocimiento. La desfiguración intencional lejos de aportarnos alguna solución, enturbiaba todo el panorama. Estos célebres hombres y mujeres de ciencia no debían ser reconocidos inmediatamente por quienes los hallaran. No había un móvil de búsqueda de una popularidad psicopática en sus perpetradores o intentos de denuncias por el uso poco claro de la reserva intelectual humana o, por el contrario, una ejecución en masa inculpándolos de la pandemia misma o de su inacción para poder detenerla. Esa desfiguración necesitaba que no los reconociéramos. A duras penas pudimos analizar muestras orgánicas para establecer identidades. Los nombres se sucedieron: Waldo Martínez, Karen Avellaneda, Martina Devoto, Guillermo Adrogué. Todos estudiosos, docentes y científicos. Todos participantes del Proyecto Thanateria Zero, que los había concentrado en el parcialmente demolido Hospital Durand, unido con una especie de recova de metal con el Parque del Centenario, luego Parque 300 en conmemoración del tricentenario del primer gobierno peronista. Llamado así Polo de las Ciencias para el comienzo de la Gran Infección, que abarcaría desde la avenida Díaz Vélez hasta Rivadavia por más de diez manzanas para el inmenso complejo, que fuera ampliándose con el avance de la plaga mortífera. Curiosamente, en este PTZ también había participado activamente Bernardo Munro, entre otros tantísimos hombres y mujeres de ciencias. Él fue uno de los sospechosos durante la investigación, ya que, en aquellos tiempos en que el proyecto estaba en plena vigencia, sucedió que fue apartado del mismo, por su teoría exógena del virus que produjera la Gran Infección, concretamente extraterrestre. Así, este hombre tendría motivos, no poco serios ni atendibles, para asesinar a estos colegas. Claro que también hubo otros caídos en sospecha: Atilio Recoleta, el afamado psíquico, la doctora neurocirujana Patricia Almirante Brown y hasta el propio Ciriaco Monte Grande, mentor de nuestro Bernardo Munro, como antes señalara.
Se instruye para seguir el caso al reconocido inspector Reinaldo Salvat, uno de los pocos que conservan todavía su viejo apellido. Los partes de la resistencia comprenden esta insistencia en individuos que aún se creen parte de una elite privilegiada, que espera volver a dominar el mundo una vez desterrada esta pandemia que nos ha diezmado, sumando cadáveres andantes a las hordas de devoradores. Según el propio Salvat, en su caso, se trata nomás de intentar conservar su identidad, la no aceptación de que se lo mencione como Reinaldo Arrecifes, recordando su lugar de origen. No quiere asumirse provinciano, indican sus detractores, prefiere ser el porteño Salvat a convertirse en el provinciano Arrecifes. El viejo detective se ríe de estas frivolidades y sostiene su derecho a la individualidad, a no refugiarse bajo un gentilicio pretendidamente democratizante. Es sabido que fue y es un luchador incansable contra los parapoliciales de la AP de los siniestros hermanos De Felice, contra quienes se enfrentó en varias oportunidades, también que logró escapar al portal interdimensional de la Gran Orden, tras cerrarlo,  desactivando a este grupo de poder mundial que estaba construyendo un paraíso para su prestigiosa membrecía en una isla de Oceanía, libre de todo rastro de la Gran Infección. Claro que Salvat es secundado por dos monos de la Agencia Patriótica en esta investigación: Teodoro Nilssen Grau y el sicario Hilario Grinschtein. Esa fue la orden que le vino de arriba. Tenía que aguantar esta marcación. Aún así, en pocos meses, consiguió la confesión de una tal Ximena Dolores, apodada Dolores X, que dijo recibir una visión de Dios pidiéndole que derramara esta sangre en ofrenda a los resucitados. Concretamente para detener su proliferación. Su sed de seguir engrosando las filas del mal en la Tierra. Los famosos resucitados del Juicio Final que tanto insultan y bendicen esos alucinados de los Adoradores Oscuros. Esta Dolores X habría estado influida por la secta del Pope Karnak. De todas maneras, la resistencia no acabó de aceptar esta resolución del caso, pero decidió limpiar a los sospechosos de toda duda una vez que se esparció esta información oficial. También era comprensible. Ya no podíamos creer en ninguna forma de gobierno, de autoridad o de control. Apenas si podíamos sobrevivir otro día como para poner nuestra seguridad y protección en manos de nadie. Pero aún esta resistencia organizada se constituía muchas veces en autoridad o en representación de los sobrevivientes activos, de modo que resultaba muy confuso tener un panorama exacto de la realidad cotidiana. Estábamos, por cierto estamos, los que no creemos ni en los cazadores, ni en el Ciudadano X, ni en los brutos de la AP, ni en los detectives individuales, ni en nadie, solamente en nuestras fuerzas y nuestra capacidad de seguir viviendo como sea y a como dé lugar. Ni aún creemos en las religiones o sectas que nos van quedando.
Yo no creía, como dije antes, en ninguna forma transitoria del alma atormentada de los resucitados dentro del mismo cuerpo en descomposición, en ningún Caso del señor Valdemar, tampoco en ningún Samsara o Rueda de las almas o karma que se quisiera sostener desde la filosofía y la mística, adonde esos torturados espíritus se sostenían hasta que la liberación definitiva les llegara por alguna forma de redención que desactivara la pandemia de la Thanateria. En realidad, esa energía concentrada en el relicario que salió disparada hacia el espacio había hecho no poca mella en mi escepticismo. Pero preferí dejarla en una sombra lejana a mis percepciones más urgentes. Estaba por iniciar un viaje de locura que lejos estaría de explicarme mejor este fenómeno al que había asistido. Un viaje que nos tendría como protagonistas al doctor Bernardo Munro, a Marcela Liniers y a mi propia persona. Del otro lado esperaba la abominación, y no se trataba justamente de las hordas furibundas de resucitados y reanimados. Eso íbamos a saberlo prontamente. Y quizás no habría retorno.
Marcela dispuso una verdadera antigualla para nuestro transporte, con un motor modificado a combustión de metano, equipada con defensas metálicas en todos los lados de su estructura, lo suficientemente afiladas como  para rebanar un pelo en dos mitades aún en imperceptible vuelo. Se trataba de una van Volkswagen frontal, con el habitáculo casi totalmente desplazado, forjadas dos salientes a manera de asientos en las puertas traseras, contando solamente con una butaca delantera para el eventual conductor. Llevaba además a modo de cañón un lanzamisiles antipersonales adosado al techo. La tracción de las cuatro ruedas había sido reemplazada por un sistema de eje central con rodillos rotativos envueltos en dos cintas continuas transportadoras, extraída seguramente de alguno de los viejos tanques, que elevaba a la carrocería a unos cincuenta centímetros del suelo. Para facilitar el acceso poseía una escalerilla desplegable desde las portezuelas traseras, único acceso al móvil, convertido en una máquina de guerra. Con este todoterreno dejamos la base, en dirección a Morón.
Yo debía entregar al doctor, ya tenía sobrada recompensa por ello. Por cierto que no sabía la suerte que correría de ahí en más y, soy honesto, no me importaba demasiado. El obispo me había garantizado que partirían cuando estuviera en su poder y nada más volvería a saberse de ellos. Que irían hacia Roma, hacia el Vaticano, para que se cumplan las profecías de Agapito III. Les juro que, en este instante, ya no me parecía tan absurdo que fueran ciertas y pudieran salvarse de toda esta locura. Por ese lado, me tranquilizaba saber que Munro tuviera ese destino, me parecía un buen hombre y, más que nada, un hombre sabio. Nunca acepté las sospechas que recayeron sobre él en el caso de los cuerpos mutilados. Tampoco acabé de aceptar que la tal Dolores X fuera la única responsable de tantos crímenes. Fue el alivio que los psicópatas obsesivos de la AP necesitaban para tranquilizar a los señores del gobierno, no más que su propio títere, un apéndice estragado de su poder destructor, tanto o más dañino que el de los depredadores resucitados.
También poder compartir esta aventura con Marcela, luego de que nuestras relaciones se deteriorasen a causa de aquella fatídica misión. De todas maneras, sabía que iba a volver a traicionarla: lógicamente jamás consentiría que le arrebatasen al viejo. Quería buscar un modo de lograrlo sin tener que enfrentarla, rebuscaba en mi mente una estrategia menos cruenta que simplemente cargármela. No tenía intenciones de matarla ni de emprender una acción que pudiera volver a mutilar su diezmado cuerpo. Tenía mis reservas acerca de eso: ella se había fortalecido, extrañamente, tras ese desastre que casi le cuesta la vida. Parecía sacar fuerzas del propio dolor y eso me embargaba de respeto, una secreta emoción y un temor, también secreto. Sentía que podía deshacerme en partículas con un solo chasquido de sus dedos (al menos de la mano que todavía tenía). Evidentemente debía desembarazarme de ella con alguna artimaña sutil que hiciera cualquier esfuerzo suyo inútil para detenerme.
Teníamos un viaje relativamente corto por delante, así que no me quedaba mucho tiempo para elegir las acciones a desarrollar en consecuencia. Marcela no era tonta, menos aún ahora, había desarrollado todavía más ese sexto sentido femenino que me sorprendiera en aquella fatídica jornada en la que logró conservar su vida en medio de esa explosión y la horda de resucitados que inundaba aquel estadio. Ella no tenía una as en la manga, tenía una baraja completa para desplegar aún. Por eso no me extrañó que quisiera desviarse del recorrido para buscar un apoyo armado a nuestra unidad de traslado. El buen obispo Gilberto no me había puesto un plazo exacto de entrega, pero sabía que no esperaría demasiado por mi retorno con su presa a cuestas. ¿Qué sucedería si no volvía a término? Ya tenía mi recompensa, el trabajo debía realizarse. No podía darme por bien pagado y sencillamente huir. Mi conciencia permitía casi cualquier cosa, hasta la traición era concebible, pero nunca aceptaría incumplir una promesa. El viejo adagio tenía la misma validez de toda época: El cliente siempre tiene la razón. Y no iba a decepcionarlo. Caza-recompensas o mercenario era un profesional y no podía violar la ética, por absurdo que pareciera. La capitana Liniers no ignoraba ese compromiso, por eso quiso tomar recaudos. Y yo, reconociendo la altura de mi enemigo, debía manifestar una adecuada sumisión a su parte en este drama. Las líneas de ejecución chocaban, era inevitable. Así fue que quiso recalar en San Miguel previamente, en la unidad de reserva de Campo de Mayo, allí había un batallón de civiles armados, mínimamente entrenados para contener a los deambuladores furiosos pero no sé si eficientes para enfrentarse a otros vivos, con sus inteligencias activas. Llegando a Polvorines recogimos al viejo Nelson Palomar, uno de los mejores francotiradores que quedaban en todo este loquero. Él conducía al batallón de reservistas. De camino, observamos toda esta zona de francos descampados y corralones adonde solían entrenarse estas tropas de reserva, por la abundancia natural que poseían de resucitados y reanimados. A diferencia de cualquier cazador sensato, que buscaría las sombras o un espacio reducido en donde encaramarse, estas hordas furtivas se movían mejor en grupos numerosos y en espacios abiertos, aunque cada tanto alguno se separase de la manada de espectros y atacase en soledad en el lugar menos esperado.
El plan era este: nosotros tres avanzaríamos con la van hasta el cruce ferroviario de Morón. Desde allí, el doctor Munro y yo, caminaríamos unas tres cuadras hasta la plaza, al encuentro de los hombres del obispo que seguramente estarían apostados en el lugar desde mi partida, aguardándome. Palomar y sus hombres irían en otro vehículo hasta algún sitio elevado que estuviese orientado a la plaza y a la iglesia, para, desde alguna altura prudencial, controlar y acechar a sus objetivos: nosotros dos, el obispo y sus hombres. Esto complicaba mi plan nuevamente, ya no era una persona de quien tenía que deshacerme. Incluía además a un francotirador y a cinco de sus mejores hombres, preparados para el asalto a una voz de su jefe. Tal vez en este caso sí, tendría que usar métodos más violentos, eso me temía. Quedaba por ver cómo se desarrollarían los acontecimientos.
Ya llegados a la guarnición paramilitar, centralizada en el complejo, en medio de un bosque que había ido avanzando con el progresivo abandono de la capilla, las barracas, los almacenes y los depósitos de artillería, el campo de deportes y entrenamiento y otras dependencias del antiguo regimiento central, sumamos a nuestro móvil el efecto sorpresa que Palomar y los suyos dispusieron: tres motocicletas adonde avanzarían sus hombres en formación de a dos, salvo una en la que iría solo quien encabezaba la partida. El comandante, como adelanté ya, permanecería en altos, cubriendo la retaguardia con su mira. Luego de este desvío, retornamos al itinerario previsto, avanzando desde la periferia. Esto también contaba como elemento sorpresivo. No llegaríamos desde las avenidas centrales, si no abriéndonos paso por calles internas. De camino, pude intercambiar algunas impresiones con el doctor, se lo veía sereno, extrañamente ansioso, como si esto fuera aquello que estaba esperando desde hacía tiempo. Los demás se entretuvieron practicando tiro con los caminantes que cruzamos pero sin dispararles, para ahorrar municiones, solamente haciendo blanco con las miras de sus fusiles. Marcela Liniers conducía abstraída, concentrada en su destino. Eso no le impedía, cada tanto, cargarse algunos muertos vivos con la carrocería reforzada de la van o arrollándolos directamente a su paso. Palomar se sostenía, en tanto, acuclillado detrás de su asiento, su espalda apoyada en el carenado de una de las motos.
-¿Puedo examinar su objeto de lujo, señor de Padua? Prometo no intentar abrirlo nuevamente. Quiero palpar sus molduras, si posee algún grabado en el oro, algún signo antiguo.   –Se oía como un niño, sus ojos brillaban.
-Claro, doctor Munro. Y sepa que desde ya le agradezco su cooperación. –Se lo alcancé e inmediatamente notó que se trataba de una sola pieza, sin fisuras ni resquicios por donde abrirlo. Aquello que yo también había notado cuando el obispo me lo arrojó, al dañarse su cadena.
-¡Extraño! ¿No le parece? Sin embargo, usted pudo abrirlo sin demasiadas complicaciones.
-Tal vez porque quise hacerlo. –Le respondí sin mayor emoción en mi voz, con naturalidad.
-¡Ah, el deseo! Es quizás lo único que nos mantiene vivos en este infierno en que se ha convertido el mundo todo. ¿Qué otra razón tendríamos si no?
-¿El amor? –Sugerí graciosamente, esbozando una amistosa sonrisa.
-Usted no deja de ser un idealista señor de Padua. Quiera creerlo o no. Todavía puede apreciar el arte, los juegos de la lógica, la ironía, una buena conversación. Usted es un creyente, mi amigo. Y lo es simplemente porque nunca dejó de practicar un sano escepticismo. Ese es el espíritu de la ciencia por cierto. Todo lo demás es miseria, pura miseria bien definida. Precisa, pero carente de cualquier esencia, carente de vida. En cierto sentido, nos parecemos bastante, creo yo.
-Si usted lo dice, doctor. Para mí es un honor que vea en mí a un igual. Ahí donde usted ve virtud, yo veo pura suerte y porfía. Pero será parte de mi “sano escepticismo” nomás.
-Créalo así, porque así lo creo. Yo soy una alimaña de academia pero tengo mi costado aventurero. De otra forma, ¿cree que hubiera aceptado venir? –Se sumió en un análisis detenido del relicario, lo giró en todos los posibles planos, acarició cada relieve y arista de ese polígono que constituía su fisonomía. Un eneágono, no un dodecágono como uno pudiera sospechar o un heptágono o pentágono. Un eneágono. Múltiplo de tres, tres veces la Trinidad, quizás. La contrapartida al número del demonio, su exacta mitad en términos matemáticos. ¿Qué significaba esto? Me quedé observando asombrado cómo clavaba su miopía oscura en cada detalle, frunciendo el ceño, adivinando quién sabe qué cosas. Alzó el rostro, notando mi desconcierto.                   -Nueve lados. La Trinidad al cubo, podría decirse. En realidad, las tres jerarquías angélicas que anteceden al último trono, adonde reside la Trinidad. Es un sefirot: el pequeño cofre en sí mismo lo es. Es un alma primal materializada. No sé si llega a entender mi concepto. Un guardián de las altas potestades celestes. –Mi asombro aumentó ostensiblemente. Munro echó una risotada. -Soy un hombre de ciencia, pero también un místico, de Padua. Me he dedicado durante años a estudiar la Cábala hebrea. Tuve la gracia de ser su ayudante en los últimos años de vida del famoso estudioso Rayner Solveig. Él me enseñó todo cuanto sabía de metafísica y parapsicología. ¿Le interesa? Si no podemos cambiar de conversación. No quiero inquietarlo…
-Me tiene comiendo de su mano, doctor. –La curiosidad me devoraba, honestamente.
-Es un eneágono porque es el último sefirot antes de las divinidades. El último círculo del cielo, podría decirse. Si tuviésemos aquí un decágono, desde ya le garantizaría que ha sufrido usted un severo embuste, pues son diez las emanaciones de Yahvé, según la tradición judía, y ningún objeto material o astral podría expresar el número santo en sus atribuciones. De existir un objeto así podría sencillamente devorar el universo entero en un abrir y cerrar de ojos. ¿Entiende? Ahora, el poder de esta pequeña divinidad protectora, no puede ser determinado en una charla de unos minutos y un examen en un vehículo en movimiento. Podría llevarnos la vida llegar a comprender aunque sea un mínimo de su poderío. Ni usted ni yo tenemos ese tiempo, claro, usted tal vez viva un poco más que lo que a mí me resta todavía. Pero, si quiere, podemos juntarnos a examinarlo más detenidamente en otra oportunidad. No deseo nada por ello, que quede claro, eh…
-Por favor, doctor Munro. Será un honor para mí abrirle las puertas de mi museo y contarlo como curador de mi muestra permanente de los últimos valores materiales de la humanidad. Tengo cosas que podrían interesarle muchísimo y usted me sería de gran ayuda para poder clasificarlas y analizarlas.
-Yo no perdería ni un maldito minuto más con ese farsante, doctor. Lo está entregando a su suerte, ¿no se da cuenta? Acaba de venderlo como ganado por ese artefacto de oro. –Marcela Liniers captó algo de nuestra conversación y resolvió volver a atacarme, para variar. Le devolví una mirada hostil pero no quise responder a sus argumentos. Palomar se volteó y masculló entre dientes: -No se olvide que voy a tenerlo en la mira también a usted, amigo de Padua. Piense bien lo que se propone, no me gustaría estar de ese lado del caño.  
-¿Qué más da? Un caño es un caño, se esté del lado que se esté, dispara. No va a ser ni la primera ni la última vez en que un cazador resulta cazado, amigo Palomar.
-Nelson, por favor. Que ese cerdo se revuelque en su mierda, si quiere. No le dé más basura que comer. –Sentenció la capitana para cerrar el amenazante intercambio.
Bernardo Munro volvió a mirarme con bonhomía: -No lo olvide. –Me recordó. -Cuando usted y yo ya no estemos en este mundo, cuando aún este mundo no ocupe ya un lugar en el espacio infinito, ese objeto tendrá todavía respuestas a preguntas que nunca antes se hubieron formulado. Está hecho de la propia creación creadora. No lo olvide.
Quise cambiar de conversación, ya me estaba sintiendo incómodo. No podría explicar porqué: -Perdone, quisiera saber del PTZ, ¿qué sucedió? ¿Por qué lo cerraron?
-Desidia, caballero. Solo eso.
-Pero usted había arribado a conclusiones interesantes, no obstante no poder llegar a una contrastación empírica. La idea del virus alienígena en la silla turca.
Munro rió con amargura: -Ah, esas cosas. Sí, tonterías, especulaciones de viejo nada más. Pregúnteselo a su sefirot. Emite una luz tan similar a aquella que vi en mis pruebas con resucitados. Sabe que solamente necesita desear para hallar respuestas.
-No sé si sea tan sencillo como eso. Yo, honestamente, señor, yo estaba perdido cuando Bernardo Versalles me exigió una prueba de su poder. Improvisé. Y aquel resplandor de indescriptible intensidad emergió del relicario. Yo no hice nada.
-Sí. Usted deseó, profundamente, desesperadamente. Deseó y el sefirot obró en consecuencia. Usted sabe cómo abrirlo ya, también sabrá qué y cómo preguntarlo a su tiempo, espero. –Estiró su cuello, señalándome con su nariz. Habíamos llegado. El motor se detuvo. Los hombres de Palomar, sacaron sus motocicletas. Su líder entró en un edificio parcialmente derrumbado, buscando un sitio en la altura desde donde apuntar y, de ser necesario, disparar certeramente.
-Bajen. Yo me quedo aquí. Esperando.
Esta actitud de la capitana sí que era inesperada. No me quedaba nada por hacer, ella ya lo había decidido por mí. No iba a serme de obstáculo. Estaba cooperando, casi como si ya lo supiera, como si siempre lo hubiera sabido. Claro que podía ser una trampa, un rodeo para quedarse sola y emprender alguna jugada arriesgada de último momento. Juro que entonces preferí esta incertidumbre futura a todas las salidas que había barajado en el viaje: en todas, la capitana acababa liquidada, finalmente liquidada. Y quién otro que yo podría ser el culpable. Y no quería esa alternativa. Palomar y los otros no me importaban para nada. Pero esa mujer, esa obstinación encarnada, despertaba en mí una auténtica admiración, y, como deben saber, es imposible asesinar a quien se admira sin sentirse morir un poco. Pensaba entonces que si debía enfrentar ese desafío, luego, ya nada me detendría y tal vez acabaría destruyendo todo lo que me llevó tantos años construir. Qué quedaba pues al cabo. Solo buscar la mejor de las muertes y lanzarme decididamente a ejecutarla, sin titubeos. Había entregado a un hombre bueno, honesto y sabio, estaba exponiendo a una guerrera valiente, temeraria y leal, otra vez, a un peligro letal. Cómo enmendar ese daño, no alcanzan los años que aún me resten por vivir para subsanar tanto mal. Con mi vida lo pagaría, me lo prometí, con mi vida.
Durante el trayecto de nuestra primera cuadra, todavía volteé para verla cada tantos metros, al tiempo que observaba a los lados, vigilante. Las vías, cubiertas de altos matorrales, abrían claros emparedados a ambos lados. A lo lejos, se notaban sombras movedizas agrupadas, que se tambaleaban entre la estación y los diferentes cruces de barreras. Todos los tramos ferroviarios estaban infestados de resucitados, ansiosos por devorarnos a los pocos que íbamos quedando todavía vivos, de verdad vivos. Y Marcela seguía allí, alcanzaba a divisar dificultosamente su figura en el sitio del chofer, casi inmóvil. Tan quieta como el paisaje. No se avizoraba ningún caminante en las proximidades, afortunadamente. Restaba aún entenderme con Palomar y sus hombres motorizados, con los aguerridos diáconos del obispo Morón y con el propio religioso, a quien debía entregar a Bernardo Munro. ¿Qué sería luego de él? ¿Cuál sería su suerte? No lo sabía, pero sí reconocía que yo me hallaba inexorablemente atado a su destino. Emprendimos el camino final, con una afiebrada lucidez que nos empujaba resueltamente a ese sin retorno. Tantos, tantísimos sobrevivientes hubieran preferido las oscuras guaridas de su ignorancia, los secretos refugios de un seguro provisorio de próximos días por vivir. Nosotros renunciamos a todo por este último suspiro, estertor, lamento, quién sabe qué silbo, qué parpadeo, que perplejidad aún nos restaba.
Dos motos se adelantaron para hacer un reconocimiento de la zona. Palomar y dos de sus hombres penetraron en un edificio todavía estable, aunque desvencijado y derruido en su interior, para tomar posiciones de francotiradores. La moto líder quedó aparcada en el estacionamiento del viejo edificio. Nosotros seguimos a paso firme, atravesando las dos cuadras que restaban para nuestro encuentro.
De repente, el silencio cerrado de la ciudad abandonada fue quebrado nuevamente. Las motos regresaban. Sus conductores llevaban una expresión extraña, casi perturbadora. ¿Qué cosa podría agitarlos más todavía? Ya conocían a los resucitados, a los reanimados y les había comentado brevemente lo brutalmente angélicos que se veían los grandotes que cuidaban del obispo. Pues, nada de esto. Uno, que llamaban Chano, se dirigió a nosotros, sin descender de la moto.
-Como verán no tardamos ni un minuto en volver. No hay caminantes ahí, señores. Son hombres como nosotros los que están deambulando en las calles. Hombres otra vez. Una veintena de ellos. Nos amenazaron con palos afilados, cuchillos y hachas. Dicen que son los Guardianes del Oeste. Que lograron alejar a los espectros y liberar las calles. Y que nosotros no tenemos nada que hacer aquí. Que Morón es nuevamente tierra segura. Que volvamos a anunciar este milagro.
-Creo que nos temían, señor De Padua. Tenían miedo de que les disputemos su espacio y nos estableciéramos aquí, que los sacáramos por la fuerza. Ni siquiera nos dejaron explicarles. –Replicó el otro motociclista, llamado Beto Lynch.
-Sigan patrullando. Nosotros vamos a seguir con el plan y nadie va a interponerse. Se los puedo asegurar, por muchos que sean. Llegamos hasta aquí y nadie va a detenernos. –Les contesté, sin pensarlo, casi, mirándolos con autoridad, aunque yo también me sentía sorprendido.
-Tenemos que avisarle a don Palomar. Esto se sale del libreto. –Agregó Chano.
-Hagan lo que quieran. Nosotros seguimos. –Los tipos se miraron un instante. Y tomaron una decisión.
-Vamos con ustedes. Palomar verá lo que sucede y actuará de acuerdo a lo que le dicte su instinto. No vamos a dejarlos solos con esos vándalos.
No tenía la menor intención de convencerlos a hacer lo contrario. Estábamos realmente en un atolladero y, sobre el paso, pensaría si era necesario deshacernos de estos guardias improvisados. Llegamos al tumulto de hombres en seguida. Uno de ellos nos divisó y todos los demás dejaron sus faenas y nos rodearon, exhibiendo sus armas de mano. Chano y Beto sacaron dos escopetas que llevaban colgando en sus espaldas y les apuntaron. Yo acaricié la cacha de mi pequeño revolver, en un bolsillo de la pernera. Un tipo alto, calvo, con la cara parcialmente tatuada de arabescos, se desgranó de la turba.
-Soy Axel Caseros. Llegué hasta aquí hace seis meses con mis hombres. Aquí nos unimos a otros sobrevivientes. El grupo de Matías Castelar. –Lo señaló con su cabeza. -Todo este tiempo resistimos las oleadas de zombis que se nos cruzaron en el camino. Tuvimos que cambiar de posición al menos tres veces, casi estábamos cercados, cuando dejaron de aparecer. Fue ayer a la noche, creo. Desde entonces, ningún otro espectro se vio por esta zona. Hoy recorrimos algunas cuadras en partidas diferentes. Nada. Nada, señor. Estaba todo limpio. Hasta que llegaron ustedes. Si no quieren enfrentar una verdadera batalla campal, será mejor que nos aclaren a qué vienen, por el cielo, espero que tengan una buena razón. O perderán la cabeza al igual que esos engendros del infierno, se los puedo jurar, ya que los superamos en número. Algunos caeremos tal vez…
No lo dejé continuar. Su aspecto de pandillero de película y su mención del término zombi casi me hace estallar en una carcajada. Entonces me di cuenta que era mucho más joven de lo que pensé en un principio, no era más que un crío de unos dieciséis años. Muchos de los que él llamaba sus hombres lo doblaban en edad. Por alguna extraña razón, lo respetaban. Hasta incluso pensé que alguno de esos tipos podría ser su padre, su tío o, tal vez, su abuelo. Entonces, admiré su valor al adelantarse y tomar la palabra. Si este era su líder, alguna virtud tendría, efectivamente. El tal Castelar, era un gordo barbudo de unos cuarenta y cinco años. Resolví revelarles el motivo real de nuestra visita.
-Está bien. No hace falta que nos pongamos violentos. Venimos en una comitiva a ver al obispo Gilberto Morón. Un hombre de fe. El prior de la catedral, aquí nomás, en la plaza. ¿Lo conocen? –Axel relajó sus facciones y bajó la cabeza, asintiendo. Los demás bajaron las armas.
-Soy Francisco de Padua, y estos son mis hombres. Como prueba de nuestra buena voluntad, me comprometo a dejarles a mis fieles guardias. Ellos les harán compañía hasta que regresemos de nuestra entrevista. Es de vital importancia que nadie nos perturbe, y ellos están aquí para asegurar el orden. Si hemos venido armados con armas de fuego fue para protegernos de los zombis (usé su mismo término cinematográfico), pero si ustedes nos aseguran que el área está libre de estos monstruos, no será necesario que nos cuiden las espaldas. Al fin y al cabo, vamos a entrevistarnos con otros hombres. Si ustedes tienen fe o respetan a las personas que todavía la tienen, deben permitirnos llegar hasta el santuario. –Todos se veían  compungidos, mi plan había resultado mejor todavía de lo que pensaba. Así me libraba de esta horda y también de los fisgones que me acompañaban. Nada debía perturbar nuestro encuentro. Y a él sólo acudiríamos el doctor Munro y yo, tal como estaba previsto, y nada cambiaría esa situación. Lo que no dejaba de extrañarme, pesarosamente, era esta ausencia de caminantes resucitados o de restos mortuorios animados. Que me lo aseguraran con tanta insistencia, no hablaba demasiado bien de cuanto nos rodeaba. Una creciente inquietud se apoderó de mi alma. No era algo bueno, definitivamente era el presagio de algo más terrible aún. Así lo pensé en ese instante y los momentos posteriores me lo confirmarían. Por otro lado, Palomar no se quedaría cruzado de brazos, y alertaría a la capitana Liniers. Todo se saldría de madre, seguramente, si estos guardias no volvían con su amo. Esto también lo supuse, pero las cartas estaban echadas y cada minuto contaba para concluir mi forzosa misión. Conocen mi dureza de corazón, a estas alturas del relato, calculo. Pero eso no descarta que, en aquel momento, sintiera alguna forma de piedad por esos esforzados sobrevivientes y sintiera pena por aquel muchacho y su inminente suerte, dado su temperamento explosivo, por otro lado, muy propio de su edad.
Otro mocoso de pecas y pelo color zanahoria, un verdadero prodigio de la genética, ya que los pelirrojos se habían prácticamente extinto, se acercó a Alex y le susurró algo al oído. Un tercer muchacho que no llegaría a los trece, avanzó con un caño, de esos que tienen un fulminante en la base y arrojan bulones, avanzando hacia su líder. Matías Castelar pareció balbucear algo. Los chicos lo miraron con aire de censura y el hombre calló. Ya volvían a cerrarnos el paso cuando una mujer mediana y regordeta salió de entre el grupo con una niña aferrada a sus faldas.
-Ya déjenlos pasar. Mientras perdemos el tiempo discutiendo, podrían volver los muertos vivientes y harían un desastre ante un grupo de idiotas distraídos por imponer sus criterios. No vale la pena arriesgarnos a todos por unos desconocidos. –Castelar la enlazó con sus brazos, seguramente era su mujer. Los jóvenes se corrieron y siguieron mascullando su bronca a un costado mientras pasábamos. Le eché una mirada compasiva a Alex, seguro de que sería la última vez que lo vería. Chano musitó alguna cosa sobre Palomar, que debía saber lo que ocurría. Pero ya les habíamos ganado media cuadra. Ciertamente no divisamos caminantes ni nada que se les pareciera. Solamente dos perros se acercaron a olisquearnos, haciendo algo de fiesta al notar que éramos humanos, efectivamente.
Un viento corría a nivel del suelo, barriendo las hojas muertas, renovando el aire denso que parecía haberse acumulado en el sitio de la plaza como si fuera un capacitor de energía oscura. La tensión parecía haberse dispersado con la brisa. Dos hombres aguardaban apoyados contra la pared de la vieja municipalidad, una de las dos que quedaban en pie de la base del edificio. Un tercero se asomaba por el ojo vacío de lo que había sido una ventana. Pensé que otros tantos estarían merodeando los alrededores o se habrían apostado en algún piso superior de la municipalidad o la iglesia. Era nuestra comitiva de bienvenida. Y, pese a sus hábitos blancos largos, se adivinaban siluetas de armas bajo el disfraz angélico. La tranquilidad del ambiente era sólo un espejismo. La locura estaba por desatarse, una vez más.
-Algo no salió como ellos esperaban. –Me comentó el doctor Munro. -Ya comprendo gran parte de lo que sucede. ¿Usted no? –Mi gesto confundido le dio la respuesta. -Esa mujer que detuvieron… Dolores X. No era más que una carnada. El obispo mismo está detrás de todo esto. ¿Cómo no lo pensé antes? Usted trajo el relicario. No invocó a ningún sefirot al abrirlo. Despertó al infierno mismo. ¿Qué le dijo que contenía?
-Pelos del primer Papa. Del apóstol San Pedro. Uno por cada Papa hasta el fin de los tiempos.
-Sí, sí, conozco la leyenda… Los relicarios siempre se utilizaron para atesorar fotos de seres queridos, pétalos de rosas secas, un trozo del cabello de la persona amada, un alfiler de oro, un sujetador. Pero eso no fue hasta el Romanticismo. Tenían un uso muy distinto antes de eso, en la Edad Media. Atesoraban reliquias. Como bien narra la leyenda. Pelos del santo. Pero también otras muestras del martirio. Uñas, partes de huesos, piel, ojos, trozos de lenguas, de orejas, dedos. ¿Comprende ahora? Por eso tiene ese tamaño. Hasta podría albergar un corazón en su oquedad.
-¿Usted dice que le sacaron a esos científicos parte de la masa encefálica para atesorar su sapiencia en relicarios como este?
La pregunta quedó boyando en la inmensidad. Ya nos rodeaban los serafines del obispo, ya con sus armas largas desplegadas.
-Cometió un error muy grave, cazador de Padua. Ahuyentó a los resucitados. El maestro quiere verlo para que expíe sus culpas. Por eso, deben acompañarme ahora. Los está esperando. –Así se manifestó un grandulón con la cabeza rapada y los ojos rojizos, como si hubiera estado llorando, con los dientes apretados como conteniendo un gran rencor. Hermano Juan, lo llamaron sus cófrades, que comenzaron a empujarnos con las culatas de sus fusiles para que camináramos. Pasando las ruinas de la municipalidad, nos enfilamos entre una hilera de cuerpos yacentes, con la cavidad craneal abierta. Serían unos treinta aproximadamente. Hombres y mujeres de edad media. No tenían el aspecto de tratarse de resucitados. Eran cadáveres diseccionados recientemente. Bernardo Munro conservó una expresión de horror en todo el trayecto. Seguramente había visto anteriormente autopsias pero estas personas diseminadas sobre el pasto y los caminos de la plaza, no eran desconocidas para él. Seguramente se trataba de colegas y otros hombres y mujeres de ciencia. Al menos dos de ellos tenían los vientres abiertos y los miembros descoyuntados. Al parecer, algunos caminantes llegaron a intentar devorarlos pero algo los detuvo.
El obispo Morón aguardaba a mitad de las escalinatas que llevaban al templo, rodeado por cuatro de sus hombres. Portaba en su mano un instrumento extraño. Algo similar a un pico de geólogo con un mango largo. Lo extendió para señalarnos. Y comenzó a vociferar a la distancia.
-Le di ese relicario, señor de Padua, pero nunca creía que pudiera llegar a abrirlo. Extrañamente, debo reconocerlo, se ha generado entre usted y ese portal una corriente empática. Yo nunca logré ese prodigio. No puedo entenderlo. ¿Usted? Un hombre implacable, sin fe, un auténtico salvaje… Yo debía ser el elegido. –Bajó el báculo. Su mirada se volvió más torva y una oscuridad le surcó el rostro, una sombra que hizo destellar singularmente sus ojos. -Ahora ya es tarde. No podemos completar la obra antes del final de la profecía. Estamos condenados. Pero ustedes morirán primero, puedo asegurárselos. Ya que rompieron el pacto.
-¿A qué mierda de pacto se refiere? Aquí está el doctor Munro… –Iba a proseguir pero un golpe seco a la altura de mis riñones me quitó el aire y caí sobre mis rodillas. El hermano Juan me había asestado un culatazo. El obispo hizo un gesto para que se me permitiera seguir hablando. Continué como pude, con el aire entrecortado.  -Le traje a su presa. Cumplí mi parte del pacto. Tiene lo que buscaba y yo tengo mi recompensa. No me importa lo que quiera del doctor, no me incumbe, pero debe dejarme partir. Yo ya hice mi parte.
-Ah, esto es el colmo… ¿Se burla usted de mí? Porque si realmente ignora el daño que ha causado, debe ser ejecutado inmediatamente. Y le soy honesto, si yo se lo explicara detalladamente usted mismo pediría que lo ejecutemos, no sé si ahora comprende un poco más. Usted logró abrir el relicario. ¿A quién quería demostrarle qué cosa? Fue imprudente, egoísta, irresponsable. ¿Va comprendiendo a qué me refiero? 
¡Lo abrió en la Central General Paz! Dígame que no es cierto, obispo Morón. –Gimió el doctor Munro tomando dimensión de la gravedad del asunto. El obispo asintió con una sonrisa malévola. –Ese relicario, señor de Padua, es…, es…
-Un portal interdimensional, imbécil. Acaba de desparramar a legiones de innumerables resucitados sobre una de las bases más importantes de la resistencia. Probablemente ya no queden sobrevivientes o tal vez sólo un manojo de ellos a punto de quedarse sin municiones. Acaba de entregarles uno de los últimos baluartes de la humanidad servido en bandeja de plata. ¿Ya ve por qué debe morir, insensato?
Empecé a moverme convulsivamente, un zumbido intenso me taladraba el cerebro, un llanto inusual me abrasó los ojos y hundí mi cara entre los hierbajos. Entré en pánico, no tenía forma de mantenerme aún compuesto. Me sentía una rata acorralada, a punto de ser desnucada o atravesada por un trinchante. Una fuerza conmovedora me movilizó, de repente, y me puse en pie de un brinco, casi como si me hubieran disparado. Recuerdo la imagen del hermano Juan volando sobre mi cabeza. Recuerdo sopesar el fusil, cargarlo, soltar el seguro y comenzar a disparar. A un costado, tenía a Bernardo Munro, con la cabeza metida entre las rodillas, suplicando. Las balas silbaban por todas partes. Algunas me rozaron la piel, desgarrándome la ropa. En mi brazo izquierdo, en mi hombro, en mi pierna derecha. Las cargas del fusil se acabaron. Rodé de lado y tomando otro fusil de un hombre muerto, continué disparando con mi rodilla en tierra, encaramado entre los cadáveres. Finalmente, se impuso mi instinto de asesino, mi entrenamiento de sicario y combatiente en condiciones extremas. No había rastro del obispo. Parecía haberse dispersado entre el humo de las intensas ráfagas. Tal vez, había buscado refugio en la iglesia.
La llegada de las motos y la van de la capitana, distrajeron la atención de los seráficos tiradores que suspendieron su ataque sobre mi posición. El doctor Bernardo Munro ya se había echado cuerpo a tierra, apenas si podían vérsele algunos mechones hirsutos de pelo que hacían creer que el pasto se hubiera encanecido. También yo me distraje transitoriamente con esta contemplación y dos guardias lograron llegar hasta mí. Dos estampidas secas les volaron los sesos. Seguramente, Palomar seguía en su nido, buscando blancos a que asestarle. Por cierto, yo corría el mismo riesgo. Palomar no era ni mi amigo ni mi aliado en esta batalla. Desconocía si los demás ya estaban al tanto de mi fatal error, producto del desconocimiento. Aparentemente no era así, porque el bramido de la camioneta que conducía Marcela Liniers me hizo saber que estaba cerca, buscando cubrirme para que me procurara un escape. Dos motos se cruzaron delante de mí. Eran Chano y Beto, que zigzagueaban a pleno fogonazo de sus recortadas. Ya hacía un rato que no disparaba, me había quedado clavado en el lugar, viendo las escaramuzas de mis compañeros, apoyado casi sobre el mango del fusil. En un momento, tuve a la otra moto a unos pocos metros. Venía por mí. No fue poca mi sorpresa al notar que la manejaba aquel chico, por el que yo no daba dos centavos, Alex Caseros, que me animaba a acercarme para abordar su moto. Cuando volví a voltear en dirección al doctor Munro, vi cómo el obispo Morón lo tenía tomado del cuello, haciendo presión con su pequeño pico de espeleología en su garganta. Así lo iba arrastrando hacia el templo. Mientras tanto, los hombres que iban quedando cubrían su retirada, abroquelándose en pos de la pareja fugitiva. Aquella turba de los Guardianes del Oeste emergió desde las sombras e hizo un verdadero linchamiento de los pobres tipos que quedaron como soporte en los alrededores de las ruinas municipales. Ya montado a horcajadas en la parte trasera de la moto, fui conducido por Alex hacia las escalinatas del templo, por donde ascendía el obispo con su rehén. Salté, recuerdo que como nunca antes hubiera saltado, casi poseído. Llegué en un tris hasta el portón, tapando el acceso a la entrada principal al religioso y su víctima. Y ahí tuve un instante de iluminación. El motivo de todo este disparate, de todo este enfrentamiento inusitado. El relicario. Si podía volver a abrirlo, tal vez, replicara el portal interdimensional y regresara a los resucitados extrapolados. O nos condujera a todos nosotros hacia el lugar del siniestro. Cualquiera de las dos soluciones era mejor a ver cómo ajusticiaban inútilmente a inocentes y culpables. Sí, tenía que lograrlo. Para redimirme. Para parar esta locura. Y empezar otra, al cabo, similar o peor, pero una escena más o menos frecuente y acostumbrada en este Armagedón, en este Ragnarok en la tierra: un grupo de hombres enfrentándose a una multitud enfurecida y voraz de resucitados.
Lo que siguió fue una situación compleja de precisar. Me recuerdo forzando las juntas del relicario. El obispo Morón  me veía fascinado. No parecía albergar el menor temor. Por cierto que no le impedía comenzar a rasgarle la frente a Bernardo Munro con su pico de espeleólogo. El doctor se ahogaba en un grito de dolor, con la sangre que comenzaba a inundarle el rostro. Abajo, a unos escalones nomás, llegaban los otros. Marcela Liniers forcejeaba con el que llamaban hermano Juan, intentando arrebatarle un fusil, mientras otros dos hombres la jalaban desde las piernas para hacer zafar a su líder. Uno cayó ante un disparo certero de Chano que llegaba con su compañero al umbral del templo. Recuerdo, aunque borrosamente, la moto embravecida de Alex Caseros arrollando a un par de tipos y trepando por el lado opuesto de las escalinatas. Supongo que en la plaza proseguía el intercambio de disparos, las luchas corporales con armas de mano. Se oían gritos alrededor, gritos confusos. Los labios se movieron, las cejas se elevaron elocuentes, el obispo Morón me decía algo, y lo repetía como para penetrar en mi confusión. Yo solamente me esforzaba en abrir el relicario. Entonces sí, la voz me llegó casi encriptada entre el barullo circundante.
-No son sus cerebros las reliquias, de esta manera los extraemos, limpiamente. –Decía al tiempo que trepanaba el cráneo del doctor Munro, ahora exánime. Sus ojos se habían vuelto, tornándose enteramente blanquecinos, su rostro era una sola convulsión de dolor. -Este también va a sumarse a mi colección. Tengo un verdadero frigorífico de cerebros notables en el sótano del templo, ahí, en una heladera, perdida entre santos y vírgenes que la custodian. No es esto lo que forma las reliquias, sino los propios cuerpos de estos líderes de la humanidad, de estos genios inspiradores de lo poco de bueno que nos va quedando. Pero estamos en medio del horror y el espanto. Necesitamos sacrificios de sangre para volver a equilibrar la balanza. Y las reliquias de estos mártires de la ciencia forjarán nuestro nuevo credo. Ya los verán, a la vera de los caminos, recogiendo los restos de sus héroes, las reliquias de una nueva fe. ¿Ya lo ha entendido ahora? ¿No es magnífico? Magnífico…
Eso dijo, o eso recuerdo haber oído ahora. No lo sé. Lo cierto es que en ese mismo instante logré forzar el seguro del relicario místico. Una intensa luz blanca fue expandiéndose a todo el ambiente como si de una explosión atómica se tratara. En un mismo tiempo vi a los hombres y mujeres de la resistencia correr por la plaza, pero era al mismo tiempo el Centro General Paz. Blandían sus filos y disparaban sus armas. Caían aquí hombres de hábito blanco, allá, caminantes resucitados, entre espasmos. Aquí, el obispo Morón sostenía el cerebro recién arrancado del cráneo del doctor Munro que había caído sobre sus rodillas y parecía una marioneta sostenida de un solo hilo. El obispo reía. El doctor parecía un fiel en actitud de orante. De pronto, vi al obispo rodeado de resucitados que comenzaban a morderle los brazos, el cuello, la cara y lo acababan cubriendo. Sus risas aún trinaban. No gritaba de dolor. Gritaba de satisfacción. De perversa satisfacción. También los muertos vivos cubrían ya al cadáver de Munro. Sentí que alguien me tomaba de los hombros y me echaba hacia atrás. Me pareció ver a Marcelo Ciudadela o al viejo Nelson Palomar. Tal vez a ambos, queriéndome sacar de la escena, tratando de meterme a la vieja iglesia derruida. Logré ver a la capitana Marcela Liniers en medio de una montonera de cuerpos: hábitos blancos, deambulantes insepultos, y ella sobrepujando por escapar, elevándose majestuosamente entre sus agresores. Primero, dispersándolos a puro disparo de su mano muerta, luego, intentando aventarlos con su muñón ya desarmado, finalmente alzando su brazo sano, como si echara una bendición lejana para acabar hundiéndose entre sus captores. Primero su parche de cuero y luego su ojo acusador, decepcionado, con una lágrima indescriptible que no acabó de cuajar. Fue su última imagen y también una de las últimas que puedo recordar. El gran fuego blanco terminó por cubrirnos a todos. Una especie de estallido me lanzó hacia atrás. Sentí cómo el relicario se soltaba de mi mano. Una espiral ascendente se chupó la intensidad lumínica y la claridad de todo el paisaje que aún vigilaba una pálida luna, presidiendo un cielo desgarradoramente oscuro. Entonces perdí el conocimiento.
No sé cuánto tiempo estuve ahí y cómo fue que pude salvarme de ser devorado. A pasos nomás de mi cuerpo, yacía Nelson Palomar con el cuerpo parcialmente mutilado, agonizante ya, a punto de mutar en resucitado. Pudo hablarme todavía unas palabras:
-No hay milagro. Ya no existe. –Acto seguido, le destruí la cabeza con una pala que encontré en la parte de atrás del templo. Tenía las piernas destrozadas, jamás se hubiera podido poner en pie para acecharme como espectro.
El lugar estaba desolado. Todo parecía intacto. No había cuerpos desparramados en derredor. Solamente yo y el cadáver de Palomar. Me hubiera gustado que él me dijera qué fue lo que sucedió exactamente o que me refiriera sus recuerdos. Nada de eso fue posible y grupos de resucitados aparecieron desde varios sitios a la redonda, confluyendo en la plaza y acercándose a mi posición. Hallé una carabina herrumbrosa solamente, y una caja de balas. Rengueando logré llegar hasta un claro donde apenas se divisaban las vías ferroviarias entre las malezas. Un sol intenso me molestaba la vista. Seguramente ya era el mediodía. Me cargué algunos resucitados al paso y logré encontrar la van que nos trajo. Todavía encendía su motor. Caí rendido en el asiento del conductor y dejé que un grupo de muertos vivientes azotaran el chasis de mi móvil e intentaran romper los vidrios de la parte delantera, exhibiendo sus ennegrecidos colmillos. Me tomé un tiempo, buscando explicaciones en mi interior ante los sucesos recientes. Luego, arranqué y partí en dirección al Centro General Paz de la resistencia. Atropellé a unos cuantos que se me interponían y las ruedas potentes de la van arrollaron algunos cuerpos, que crujieron a mi paso. Noté con cierta alucinada alegría que el tablero poseía un reproductor de discos. Metí mi mano en el interior del pilotín gris y hallé mi compilado de los viejos tiempos. Los primeros acordes del eléctrico reggae me trajeron de vuelta al mundo, a mi mundo. Nada, al parecer, había cambiado demasiado.
-“Me acabo de enterar de un fiero crimen/ De un rico embarque de sangre de Satán /Cuá cuá amén/ Cuá cuá cuá amén”. –Y canté, casi llorando, lo recuerdo: -Nunca en la vida fui golpeado tan duro, puntos de acetileno cegador…
Al llegar, la Central estaba intacta. El parque estaba despejado. La agrietada General Paz y sus autos inmóviles también. No hallé a un solo hombre, mujer, niño o espectro en las inmediaciones. Aparentemente todos habían desaparecido. Una extraña paradoja temporal los había devorado.

Agradecí el arsenal, las reservas de combustible y comida, que ahora disponía enteramente para mí. Las barracas estaban vacías de cuerpos, también la enfermería. Lo más extraño fue, al cabo, un insólito objeto que hallé en la litera que antes ocupara el doctor Bernardo Munro. Entre una carpeta clasificada del Proyecto Thanateria Zero y unas notas garabateadas que asomaban de un libro: Poder de transmisión neuronal, de la doctora Anna Meyfart Göldin. Intacto, sellado, como lo pude sentir por primera vez en mi mano. Aquel relicario.  





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