miércoles, 5 de marzo de 2014

LA NÓMINA INFINITA

Los pueblos que crecieron al ritmo del turismo balneario y
quedaron circunscriptos entre playas sembradas de tamarindos,
médanos y bosquecillos foráneos de coníferas, tienen cierta
propensión a señalizar en exceso.

Bien por necesidad de diagramación y loteo, bien por
afectación del gusto, de cierta manía por el orden, la
cuestión es que en este pueblo que descubrimos, se hizo un
notorio abuso de las indicaciones y los nombres.

De los ostensibles carteles de madera que crecen
primorosamente en la calle central de doble circulación
(alusiones previsibles como Las acacias, Los pinos, Miramar
o Viña del Mar), suerte de ruta de progresión colectiva que
fue infectándose de caballos, vacas, perros, autos, camiones,
micros y, sobre todo, gente, se pasa a otros mas precarios en
las arterias laterales y todavía algunos lujosos para
residenciales y complejitos hoteleros de cabañas.

El tema resulto ser que aquí los carteles se volvieron una
suerte de epidemia. Cada dos árboles había uno. Carteles de
diseño, en relieve, con los logos de cada taberna, hostal,
bar, negocio de ropa, artesanías, especias, vinos,
chocolates, restaurantes y otras factorías comerciales.

La madera como casi exclusivo insumo (la lógica del bosque
parece alentar la depredación de constructores y decoradores)
mobiliario y arquitectónico. Y en ese noble material, todos
los tipos de carteles posibles, algunos incluso inconcebibles
en sus irregularísimas formas (no pocos deletreados en el
trozo virgen -o algo así- de la madera talada).

Pero la sorpresa fue constatar que no solo se abundaba en
señalizar las cosas necesarias de tal artificio sino incluso
las obviedades. Las cosas, los lugares, las personas.
Ejemplificar es ilustrativo, aunque quita eficacia a la
sugestión lectora. Cada árbol tenía el nombre que lo
designaba como tal, la especie a la que pertenecía, y hasta
el nombre asignado por los residentes: desde el simple
pinito o los cardinales primero o enésimo, a sofisticaciones
como Abuelo Beto (o sea A. Beto), Endimión, Orgullo del Sur,
Plegaria Querandí, o nombres vulgares estilo Carlitos o El Pancho. 
Todos los perros llevaban adosado al collar su
nombre, pero también los gatos, caballos y hasta algunos
pájaros de gran porte que llevaban un anillo en su pata (Ej.
Carancho, tipo de ave, y Feliciano Brunelli, su nombre).
Entonces, el vicio nombrador se traslado a las personas. A
solapas, remeras estampadas y pins en mochilas y camperas que
las identificaran.

Esta peculiaridad no estaba del todo mal a ciertos efectos
prácticos de la comunicación. Uno tenía intenciones de
conocer a una muchacha y ya conocía su nombre de antemano, a
saber, Milagros Nuchatowski, o Beatriz López. Lo mismo al
intervenir en un comentario o iniciar cualquier dialogo.
Sabia que se estaba charlando con Pedro y Jacinto o se
refería a don Jacobo. Así, a poco de recorrer el pueblo, que
no era un gran mérito dada su extensión, uno ya tenia a
disposición el padrón ambulante de gran parte de los
residentes (exceptuando ausentes, ocultos o durmientes). 
Los que deambulábamos descartelados éramos evidentemente
turistas, visitantes y circunstanciales. Y estábamos
obligados a introducir presentaciones ante la espontaneidad
casi obligatoria del pueblerío y, como es rutinario, con los demás ajenos. Los locales, a pesar de poder ser llamados con
nombres, apellidos y hasta apodos (abundaban los Cachos, Titas y Cholos), podían optar por sonreír, mas o menos
indiferentemente, o mirar sin inmutarse y contestar con
monosílabos e interjecciones.

En las callejuelas aledañas al centro, casi insinuadas en un
paisaje montuno, se había llegado al paroxismo señalético y
había carteles de "piedras" sobre las piedras (pegados con
cinta scotch), y hasta letreros muy básicos que anunciaban
carteles próximos (a 500 metros Pescadería o el colmo: Se
hacen carteles o venta de materiales para carteles). Casi al
final del poblado pudimos distinguir un último letrero
enigmático por absolutamente obvio que decía: CARTEL en
letras fileteadas, en relieve, repujadas, doradas. Podía
significar tanto que estaba permitidísimo fijar y crear
carteles como, muy probablemente, el nombre del poblado mismo
(nombre, que a despecho de tantos nombres, no nos atrevimos
ni a preguntar).

Así, acartelados, nominados, escuadrados, enmaderados,
colgados, nos fuimos alejando de aquel pueblito.
Extrañamente, o por fortuna, todas las sendas tortuosas,
desdibujadas, minadas de charcos, perros y ramas secas, que
nos perdieron hasta encontrarnos en Mar Azul, carecían de
letrero o cartel alguno que aun remotamente pudiera
ubicarnos en algún plano conocido.

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